MAMÁ
ÁFRICA (29): LA ISLA DE LOS ELEFANTES
Navegábamos
un tramo del río Chobe. Nos movíamos próximos a una isla plana, que estaba
prácticamente a ras de agua, sin otra vegetación que hierba de pinta jugosa,
que con seguridad sabría a gloria. A su vista, casi lamento no ser herbívoro,
para hacerle honores de gourmet. Aunque, si tal fuera mi propósito, tampoco lo
tendría fácil. La extensa superficie verde aparece muy poblada de elefantes,
que me lo estorbarían. Sé cómo se las gastan cuando alguien invade su territorio
o valoran al intruso como una posible amenaza.
Pero el espectáculo es magnífico. Pensaba
que mi capacidad de asombro se había agotado, y esta visión lo supera todo.
Infinidad de paquidermos, cuyo número renuncio a calcular, se dispersan por
esta llanura fluvial, a la que sus corpachones dotan de un accidentado relieve de promontorios móviles. No sé si son componentes de varias
manadas o forman parte de una sola, cuantiosa y excesiva.
Crece el herbazal con generosidad, y debe de
ofrecer pasto abundante, porque de lo contrario no se explicaría esta afluencia
sin medida. El cauce es profundo y tienen que haberlo atravesado a nado.
Localizamos hipopótamos en tierra, pero también sumergidos. Seguro que, pese a
la agresividad con que defienden sus dominios, les habrán cedido el derecho de
paso sin mucho rechistar. Tampoco los numerosos saurios que a la vista sestean
en tierra o bucean las aguas los habrán incomodado en procura de su carne, por
mucho que los azuce el hambre.
No puedo apartar los ojos de esas moles, que
engullen sin darse más tregua que la que exige la limpieza aérea de cada bocado
arrancado del suelo. Hasta tal punto me ensimismo contemplándolos que lo que en
otro momento constituiría motivo de júbilo se convierte en inoportuna
distracción. Cada dos por tres, la voz de algún compañero llama a los demás a
compartir sus hallazgos, tan tentadores que no puedo pasarlos por alto.
Así, un instante me entretiene un cocodrilo
gigantesco, y observo hipnotizado cómo abre y cierra compulsivamente la bocaza
para triturar una presa que no acierto a discernir si es un pez de buen tamaño
o un varano como el que hace nada se calentaba al sol, o tal vez uno de esos
monos que alborotan la ribera sin adoptar las debidas precauciones.
En
otro punto, una garza blanca corretea, siguiendo desde la orilla las
evoluciones de un hipopótamo, aliado involuntario de su pesca, pues al desplazarse
actúa como bateador que le levanta las piezas. Empingorotados en árboles,
águilas y martines pescadores fían, en cambio, a sus propias fuerzas sus
capturas, escrutando sin pausa la superficie acuática.
Sería
imposible no detener la vista en un abejaruco posado en una rama. Todo un arco
cromático se ofrece en sus plumas, donde no echamos en falta ningún color.
Cerca, una espátula remueve el fondo de aguas someras por si atrapa algún pez cuando
abandone despavorido el lodo que le servía de abrigo. Algo más lejos, el sol
seca las alas que un pájaro serpiente le tiende solícito. Y hay un bando de
gansos del Nilo trabajando de hortelanos, y charranes en vuelo, y pelícanos a
la expectativa, y feos marabúes inmóviles, y una garza que presume de realeza…
Si hubo un espacio donde Noé convocó a los
animales antes de embarcarlos en su arca, debió de estar en los aledaños de
este río Chobe que ahora surcamos. Porque no nos dan tregua los avistamientos.
Chapotean en los terrenos inundados lichis y antílopes de agua, se acogen al
calor del grupo los impalas y presumen de poderío los búfalos.
Todas esas imágenes me cautivan, pero
siempre retornan mis pupilas a los elefantes de la isla. Y caigo en la cuenta
de cuánto me seduce su silencio: tantísimos que son y cómo callan su barritar.