lunes, 21 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (29): LA ISLA DE LOS ELEFANTES

Navegábamos un tramo del río Chobe. Nos movíamos próximos a una isla plana, que estaba prácticamente a ras de agua, sin otra vegetación que hierba de pinta jugosa, que con seguridad sabría a gloria. A su vista, casi lamento no ser herbívoro, para hacerle honores de gourmet. Aunque, si tal fuera mi propósito, tampoco lo tendría fácil. La extensa superficie verde aparece muy poblada de elefantes, que me lo estorbarían. Sé cómo se las gastan cuando alguien invade su territorio o valoran al intruso como una posible  amenaza.
   Pero el espectáculo es magnífico. Pensaba que mi capacidad de asombro se había agotado, y esta visión lo supera todo. Infinidad de paquidermos, cuyo número renuncio a calcular, se dispersan por esta llanura fluvial, a la que sus corpachones dotan de un accidentado relieve de promontorios móviles. No sé si son componentes de varias manadas o forman parte de una sola, cuantiosa y excesiva.
   Crece el herbazal con generosidad, y debe de ofrecer pasto abundante, porque de lo contrario no se explicaría esta afluencia sin medida. El cauce es profundo y tienen que haberlo atravesado a nado. Localizamos hipopótamos en tierra, pero también sumergidos. Seguro que, pese a la agresividad con que defienden sus dominios, les habrán cedido el derecho de paso sin mucho rechistar. Tampoco los numerosos saurios que a la vista sestean en tierra o bucean las aguas los habrán incomodado en procura de su carne, por mucho que los azuce el hambre.
   No puedo apartar los ojos de esas moles, que engullen sin darse más tregua que la que exige la limpieza aérea de cada bocado arrancado del suelo. Hasta tal punto me ensimismo contemplándolos que lo que en otro momento constituiría motivo de júbilo se convierte en inoportuna distracción. Cada dos por tres, la voz de algún compañero llama a los demás a compartir sus hallazgos, tan tentadores que no puedo pasarlos por alto.
   Así, un instante me entretiene un cocodrilo gigantesco, y observo hipnotizado cómo abre y cierra compulsivamente la bocaza para triturar una presa que no acierto a discernir si es un pez de buen tamaño o un varano como el que hace nada se calentaba al sol, o tal vez uno de esos monos que alborotan la ribera sin adoptar las debidas precauciones.
    En otro punto, una garza blanca corretea, siguiendo desde la orilla las evoluciones de un hipopótamo, aliado involuntario de su pesca, pues al desplazarse actúa como bateador que le levanta las piezas. Empingorotados en árboles, águilas y martines pescadores fían, en cambio, a sus propias fuerzas sus capturas, escrutando sin pausa la superficie acuática.
    Sería imposible no detener la vista en un abejaruco posado en una rama. Todo un arco cromático se ofrece en sus plumas, donde no echamos en falta ningún color. Cerca, una espátula remueve el fondo de aguas someras por si atrapa algún pez cuando abandone despavorido el lodo que le servía de abrigo. Algo más lejos, el sol seca las alas que un pájaro serpiente le tiende solícito. Y hay un bando de gansos del Nilo trabajando de hortelanos, y charranes en vuelo, y pelícanos a la expectativa, y feos marabúes inmóviles, y una garza que presume de realeza…
   Si hubo un espacio donde Noé convocó a los animales antes de embarcarlos en su arca, debió de estar en los aledaños de este río Chobe que ahora surcamos. Porque no nos dan tregua los avistamientos. Chapotean en los terrenos inundados lichis y antílopes de agua, se acogen al calor del grupo los impalas y presumen de poderío los búfalos.
   Todas esas imágenes me cautivan, pero siempre retornan mis pupilas a los elefantes de la isla. Y caigo en la cuenta de cuánto me seduce su silencio: tantísimos que son y cómo callan su barritar. 

martes, 15 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (28): ATRAPADOS EN LA ARENA

Ya me parecía a mí que estábamos teniendo mucha suerte. O que llevábamos a un mago como conductor del jeep. Porque su habilidad para evitar que se atorasen las ruedas en el carril sobrepasaba cualquier pericia imaginable. Así que cuando el vehículo se inmovilizó al fin, y no de grado sino por fuerza, sentí que volvía al mundo de lo real. A ése en que suele acecharnos el infortunio o donde, al menos, las cosas no salen siempre como queremos.
   Habíamos salido de la reserva natural de Savute, con rumbo al río Chobe. Traqueteábamos kilómetros sin fin, que volvía más largos la despaciosidad con que nos desplazábamos por suelo  tan arenoso. Pero además, a menudo incrementábamos esa lentitud adrede, haciendo altos en el camino. No íbamos en esta ocasión al encuentro con la fauna, pero en Botsuana los animales salvajes te salen al paso aun cuando no los busques. Y cómo no detener la prisa para contemplarlos. Puede resultar inexplicable, pero, aunque a estas alturas de la expedición ya nos los hayamos topado muchas veces, disfrutamos de cada avistamiento como si fuera nuevo, y sería delito para nosotros continuar viaje sin dedicar un tiempo, que siempre sabía a poco, a la contemplación atenta y callada.
   Habíamos visto antes ñus, esas reses voluminosas pero desgarbadas cuyo destino siempre pienso que es ser pasto de leones (¿Se morirá alguno de viejo?). Pero nunca hasta ahora formaron  una manada tan numerosa. Nos miran con sus caras afiladas, de ojos suspicaces, como evaluando la conveniencia de asustarse y poner tierra por medio, que en estos pagos nadie se fía de nadie.
   También habían hecho su aparición elefantes. Conté hasta doce de una tacada, afanados en una charca grande, que semejaba laguna. Bebían o jugaban en el agua, sin que, al parecer, los incomodase la prisa. De nosotros no se ocupaban, que estábamos en la orilla opuesta y, si nos localizaron, nos debieron de considerar inofensivos.
   Según pasábamos, una jirafa continuó ramoneando en la copa de una acacia, sin concedernos siquiera una mirada, quiero suponer que porque no se enteró de nuestra momentánea vecindad. En cambio, un antílope diminuto, de ésos que llaman raficeros, sólo nos concede un instante para verlo y se esconde, precavido, en la maleza. Cuando hablamos de él, ya no está.
   Entonces sucedió que quedamos varados en la arena. Rugía con desmesura el motor, se desesperaban las ruedas, multiplicando giros sin avance, hundiéndose más a cada intento del conductor por salir del atolladero.
   Estábamos en medio de la soledad, atrapados en la nada, desasistidos en un vasto territorio despoblado, a merced, únicamente, de nuestras propias fuerzas. Descendimos del jeep por ver si, aligerándolo, tiraba para delante. Yo me recuerdo con un ojo puesto en el todoterreno, que, aun desprovisto de peso, no avanzaba un paso, y prestando aun mayor atención al entorno, que sabía habitado por muy peligrosas compañías.
   Probamos a despejar el camino con una pala, que previsoramente formaba parte del avituallamiento del vehículo, pero enseguida se nos reveló esfuerzo tan inútil como pretender que un desierto se quedase sin arena.  Yo ya nos veía allí, perdidos en la noche, por más que todavía no hubiese culminado la mañana. Nunca hubiera podido suponer, en cambio, con cuánta satisfacción habría de afrontar mi conversión, simultánea a la de los demás, en bestia de carga. Porque, en efecto, del apuro sólo saldríamos, a la postre, empujando con todas nuestras fuerzas, que juraría se multiplicaron en aquel trance. ¡Lástima que no quedase nadie libre para hacer la foto!  

miércoles, 9 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (27): EL VUELO DEL LEOPARDO

Aún no habíamos salido de la región de Savute, que nos recordaba a otros paisajes de Botsuana, aunque fuera más agreste. El suelo seguía siendo de arena y continuaba rompiendo el  concepto de desierto, que no casaba con un oasis arbolado que lo poblaba casi por entero. Pero a veces la tierra olvidaba la planicie que hasta entonces nos había acompañado y se ondulaba constituyendo cerros o montañas bajas.
   Nos habíamos parado en medio del cauce seco de un río, que habíamos de atravesar. Agazapados en el jeep, mirábamos con asombrado silencio una poza próxima, donde el agua se resistía a desaparecer. Era como si llamase a comparecer a la vida, que respondía con generosidad. En las márgenes del lagunazo o sobre la superficie se amalgamaban los colores y las formas y nadie parecía estorbar a nadie.
   A la cita matinal habían acudido garzas reales y blancas, que competían en estilizado diseño con un ibis sagrado. Y también un bando numeroso de pelícanos, de más desgarbada apariencia pero a años luz de elegancia que los marabúes, igualmente presentes. Yo aguzaba la vista, por localizar a un ave martillo, que alguien acababa de identificar entre aquel revoltijo emplumado, encarando, hipnotizada, el mundo subacuático. Quería comprobar el porqué de su nombre, que justifica el penacho que prolonga hacia atrás su cabeza, y que con pico y cuello remeda la herramienta de su apodo.
    Al pronto, sin embargo, los ojos se me fueron tras pájaros que en un repente remontaban el vuelo. Fue entonces cuando me encontré con un nuevo ser, que acababa de irrumpir en escena. Acerté a verlo justo en el instante en que surcaba el aire, sin alas que lo propulsaran. Estaba precipitándose al encuentro del agua, desde un alto donde la orilla se volvía montículo.
   Los leopardos son así de sorprendentes. Lo mismo aparecen como posados sobre la rama de un árbol que pierden pie lanzándose al vacío desde la altura. O nadan, como enseguida comprobamos, pues si el agua se abrió bajo el impulso de su peso, de inmediato emergió de nuevo el felino y navegó hacia la orilla. Asomaba únicamente la cabeza, que no reflejaba decepción o enfado, como si no hubiera fallado en su intento de cazar una zancuda o hacerse con un pez y sólo pretendiera entregarse al placer de un baño mañanero. En llegando a la ribera, aún se entretuvo un poco de tiempo en vagar por los alrededores, sin que le importara un ardite nuestra presencia. Luego, se fue tan lentamente como si no tuviera prisa alguna en que se desvaneciera la admiración con que lo mirábamos.
   En la charca, un marabú se tragó un pescado. Y un pigargo vocinglero descendió de su posadero y atrapó limpiamente otro con sus garras. 

sábado, 5 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (26): LEONES EN FESTÍN

Los miro, estoy mirándolos, me digo, asombrado de encontrarme allí, como en un documental de la 2, pero no fuera, sentado en el sofá de mi salón, frente al televisor, sino dentro, formando parte de sus imágenes. Sólo me falta la sintonía habitual, o los comentarios del naturalista de turno, porque lo demás se desarrolla ante mis ojos, yo lo vivo.
   Cuesta pensar que nadie lo ha grabado para que lo vea, que no es virtual, que es la realidad misma la que se va haciendo minuto a minuto. Nada está predeterminado, oscuramente presiento que cualquier cosa podría suceder. Sin salir de mi éxtasis, tomo notas apresuradas en la memoria, sé que no olvidaré nunca esta experiencia de Savute.
   Los protagonistas son, de nuevo (ver MAMÁ ÁFRICA 19 y 24), una manada de leones, pero ahora no duermen o se desperezan. Están muy despiertos, a estas primeras horas de la mañana. El escenario en que se mueven no dista más de doscientos metros de nosotros, encaramados en un jeep cuyos laterales no cierran puertas o ventanillas, que sólo son aire. Todo sucede en campo abierto, sin apenas arbustos que quiebren la horizontalidad. A ratos, nos llegan rugidos leves, como señales de aviso.
   Huronean en torno a un búfalo. El búfalo está tendido sobre un costado, cuan largo es. El sol arranca brillos afilados a la curvatura de sus cuernos. Debe de llevar poco tiempo muerto, porque aún no han hecho su aparición las hienas de la vecindad. Entre sueños, creí oír anoche sus gritos histéricos y poco después de que amaneciera vimos a una, que no detuvo su paso acelerado para enfrentarse a nuestro interés. Tampoco los buitres planean el aire, a la espera de que les caiga alguna migaja.
   Sin duda, el acoso y derribo de esta presa acaba de producirse. Incluso los propios leones se concentran aún en la fase de prepararse para comer. El animal parece todavía incólume, entero y terso. A primera vista, se diría que no le han hincado el diente. Pero tienen los felinos los morros tintos en sangre. A menudo, se los lamen unos a otros, como buscando oficiarse mutuamente de limpiadores, aunque tal vez sea la gula la que guía esa conducta.
    A poco que nos fijamos, descubrimos dónde se han manchado el hocico. Siempre hay alguno hurgando en las axilas o las ingles de su víctima, seguro que no se va de vacío cuando se retira y cede a otro su puesto. En ese constante ir y venir, se detienen un momento a dar lengüetazos a la panza del bóvido, como si se hubiesen vuelto tiquismiquis y quisieran limpiarlo de impurezas antes de devorarlo. Claro que nadie pensaría tal cosa si considerase que, de no ablandarla, la piel resultará impenetrable, incluso para dentaduras de tan probada eficacia.
   Es la de estos leones una tarea de relevos, donde el ajetreo no excluye el descanso. Como no urgidos por el hambre, paran de cuando en cuando su actividad y dan a otros la vez, y se sientan en las inmediaciones, en una muestra de paciencia que no esperaríamos en sujetos de su calaña.
   Sólo nos echa de allí el paso del tiempo, que amenaza con privarnos en su constante devenir de otros espectáculos. A saber qué maravillas encierra para nosotros el futuro que ya nos está esperando.

martes, 1 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (25): EN SAVUTE, DONDE ACECHA LA SORPRESA

Corriendo en jeep la llanura, nada más abandonar el espacio donde ocho leones se disponían a retornar a la vida consciente, damos con lo que podría ser su cena. Un numeroso rebaño de impalas, precedido de un ñu que le sirve de guía, galopa en fila india hacia las fauces de los predadores, como presto a probar sus habilidades venatorias. Me pregunto de dónde habrá salido el bóvido, que tan fatalmente los conduce, y por qué andan con tanta premura y como asustados, casi en estampida.
   Probablemente algo tenga que decir al respecto el licaón que enseguida encontramos más allá. Trota en soledad, con su aspecto despelurciado, en dirección opuesta a la manada de herbívoros presurosos. Quizás fue su presencia lo que les produjo espanto, tal vez supusieron al topárselo que, dados los hábitos pandilleros de su especie, serían legión los que vendrían con él, y pusieron pies en polvorosa para evitar sus letales mordiscos. Acaso, sin saberlo, en ausencia de su cuadrilla, este perro salvaje de la sabana ha ejercido de bateador, en beneficio de una familia de leones.
   ¿Y adónde va, tan apurado? En esta aventura, no hay interrogante que no suscite otro, y a menudo se queda sin respuesta.
   El atardecer nos exhorta a dirigirnos al punto donde acamparemos hoy, que no es buena la noche para convivir a cielo abierto con las malas compañías que pululan por estos lares. De camino nos ven pasar bandadas de gallinetas de Guinea, también esas perdices que llaman francolines, más corretonas y menos gregarias. Levantan la cabeza que picotea en el suelo, miman algunas el amago de una huida, pero no llega su inquietud a mayores, al verificar que, sin hacer un alto, nos alejamos.
   Rodamos en paralelo al cauce de un río sin caudal. Nos detenemos cuando, ante nosotros, surgen de entre la espesura de la orilla, espaciadamente, uno tras otro, tres elefantes, que cruzan, cautelosos, el lecho seco. Incluso adoptan la precaución de permanecer ocultos en la vegetación, sin salir, hasta que quien los precede alcanza la otra ribera.  No presumen de tamaño, aunque cualquiera de ellos deja pequeño a nuestro todoterreno. Agachan las orejas, hacen por que no les destaque la trompa, van como encogidos, en un vano intento de pasar desapercibidos al ponerse al descubierto. ¿Será impresión mía o es como si sintieran  en el entorno el latir de una amenaza? Me acuerdo en este trance de los leones descomunales, que gustan de darles caza y que llevan ya una hora de espabile, y nada me cuesta ponerme en su pellejo de gigantes miedosos.
   Reanudamos la marcha sólo cuando un rato de espera nos convence de que ningún rezagado queda por cambiar de margen. Entonces me fijo en el inusitado espectáculo que nos ofrecen los árboles que orillan el cauce de este río sin agua. Orlan los extremos de sus ramas marabúes, que contamos por decenas. El ocaso dibuja sus perfiles bellos de cigüeña y esconce entre sombras lo feo que hay en ellos...

viernes, 27 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (24): DESPERTAR DE LEONES

Es como si fueran una ilusión de los sentidos. Quizás sólo sea una manifestación de mis miedos, que engrandece su tamaño hasta hacer de ellos algo extraordinario. Pero he de reconocer que la envergadura de estos leones sobrepasa cualquier expectativa, por resultar tan fuera de lo común. Son como aquellos enormes parientes suyos de las cavernas de los que habla la paleontología, que han sucumbido al transcurrir de los tiempos. ¿O se trata de un resto vivo, relicto, de esos arcanos antepasados, que por milagro se han salvado de la quema? Cuando pregunto por la razón de semejante desmesura, la respuesta no me sorprende menos que si confirmase esta última hipótesis. Necesitan ser tan excesivos porque se han especializado en la caza de elefantes.
   Estamos en el área natural de Savute, en una encrucijada de caminos de arena, adonde hemos llegado montados en un todoterreno descubierto, con el que intentamos mimetizarnos por no ser notados. En el centro de ese espacio, unas acacias se achaparran y dan sombra a ocho felinos gigantescos, que dormitan. De ellos, dos son machos jóvenes, lo que deduzco por la crin que les recorre la línea del lomo, sin desparramarse todavía en una melena.
   Son las cinco y cuarto de la tarde, y empiezan a desperezarse de un sueño que a saber cuánto ha durado. No nos perciben como amenaza, ni ven afortunadamente en nosotros, que permanecemos en modo estatua, presas. Se lo toman con tanta calma que se diría que tienen asegurada la cena de esta noche.
   Observo el ritual del espabile, consciente de que asisto a un momento que será, para mí, único. Veo cómo se yerguen los más madrugadores; cómo, aún con el andar vacilante de quien lleva la modorra a cuestas, se dirigen a otros y les dan un lametazo en la cara, como para rescatarlos de los dominios de Morfeo. El trayecto que emprenden es corto de ambiciones, porque enseguida se sientan y se quedan casi tan quietos como nosotros.
   De pronto, veo que una leona se agazapa. Está al otro lado del carril arenoso y se ha pegado al suelo, como si pretendiera pasar inadvertida, la cabeza adelantada, recta, formando línea con la espalda. Miro a donde miran sus ojos ambarinos y distingo, lejana, la grácil figura de un antílope. Me gustaría que mi corazón latiese con menor intensidad, por que no sea notado y estorbe un lance de caza, que contemplarlo sería ya el summum. Pero creo que si, a la postre, tras arrastrarse un metro escaso, desiste la leona de sus intenciones sólo es debido a que le ha entrado un súbito ataque de realismo..

lunes, 23 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (23): LA IRRUPCIÓN DEL LEOPARDO

“¡Lo veo, lo estoy viendo!”, exclamo, como para convencerme, más a mí mismo que a los demás, de que es verdad, por imposible que parezca. Lo digo conteniendo el grito, en un susurro que, apenas audible, expresa, sin embargo, la emoción que me embarga.
    Y me equivoco. Me pueden las ganas, la fuerza del deseo, la oportunidad de hacer realidad un sueño. He creído divisar puntos negruzcos sobre una piel amarillenta, donde sólo había hojas amarillas entremezcladas con la oscuridad de una enramada, en un arbusto grande.
   Pero ya no está allí el hallazgo de los hallazgos, donde alguien lo había localizado hace unos instantes, el tiempo que he tardado en dar con el sitio. Y me llevo la sorpresa de mi vida cuando, al pronto, me doy cuenta de que mis compañeros  miran con interés ya hacia otro lado, y el leopardo se me mete en los ojos, tan cerca está del jeep, porque en ese escaso intervalo se ha desplazado. Apenas un par de metros lo separan ahora de nosotros, que parecemos habernos vuelto invisibles a sus pupilas. Para él no existimos, es como si nos hubiéramos transformado en un accidente más del paisaje encantado del río Khwai y sus inmediaciones, donde manda el herbazal, que coexiste con espacios arbolados.
   El tiempo parece haberse ralentizado para que podamos observarlo a placer, pero sólo es que no lo mueve la prisa. Camina con un infinito sosiego, y le da el sol, que lo revela en toda su hermosura. Aprecio la elasticidad de su cuerpo, la belleza del manto moteado que lo cubre, la largura de una cola que acaba enroscada en la punta. Éste que nos ha tocado en suerte es un animal musculado y poderoso, y oculta la cara tras un antifaz negro.
   Se dirige, sin concedernos siquiera una mirada, a un árbol caído, que está a muy pocos pasos. Sobre su basta superficie, apoya las patas delanteras, en tanto mantiene las de atrás en tierra, como si buscara elevarse algo, para descubrir lo que hay más lejos. Y así nos regala un posado que no resultaría mejor si obedeciera a las indicaciones de un fotógrafo naturalista, ved de qué caprichos se alimentó nuestra fortuna.
   Luego de otear hasta donde seguramente no nos alcanzan los ojos, se encarama todo él arriba del tronco y se repantinga en una pose que, si le ofrece descanso, resulta menos airosa que la anterior. De cuando en cuando, emite un ronquido suave. Si era advertencia para que nos fuéramos, la verdad es que no nos dimos por enterados. Lo mirábamos con obstinación, como para fijarlo bien en la memoria. Y tuvo nuestra pertinacia recompensa, que aún volvió al suelo y, unos metros más allá, se emboscó, tumbándose de tal forma entre la hierba que, aun sabiéndolo allí, dejamos de distinguirlo.

   Desde luego, éstos no son campos para practicar senderismo, pienso, mientras, reanudada la marcha, va quedando atrás esa imagen, que no hemos soñado.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (22): DONDE EL CAMINO SE VUELVE DESTINO                            

De la épica del hipopótamo y su argumento (véase artículo anterior), a la lírica del entorno.  En Botsuana, cualquier desplazamiento se vuelve safari visual. Como cuando, costeando el río Khwai, vamos de la reserva natural de Moremi al área de Savute. El camino se erige a sí mismo en fin, como si fuese espacio donde apeteciera quedarse, y no mero trayecto hacia un nuevo destino.
   Jalonan nuestra ruta rebaños de más o menos impalas. Al paso del jeep, alzan en alerta las cabezas que pastaban y nos ven irnos sin apenas susto en sus hermosos ojos de gacela. Probamos a seguir el rastro de una manada de licaones. Intuimos muy próxima su desaliñada figura, y nos quedamos con las ganas de encontrarlos, aunque estar estuvieron por donde pasamos, y no deben de ser pocos, por la impronta que han dejado.
   Chapotea en una pradera inundada por el río un elefante muy grande, que no da muestras de habernos visto llegar. Su interés se concentra en la hierba. La arranca del suelo con la trompa, con tal cuidado que por un momento olvido su envergadura y pienso en una muchacha que recolectase rosas con que hacer un ramo. Bate con él el aire, como un pintor empeñado en colorearlo de verde a brochazos que, pese a su esfuerzo, no dejaran huella. Un reguero de gotas de agua y de arenas cae a tierra, y entonces se ofrece el bocado a sí mismo. Un buen rato permanecemos fascinados, observándolo, sin que halle nuestro interés ninguna reciprocidad por su parte.
    Al borde de la ribera, un ave serpiente entreabre las alas al sol, que seca sus plumas, y en su inmovilidad parece dormida. Poco después, un jaribú ensillado nos da el alto, pues fuera imposible no detenerse a admirar su hermosura. Es una zancuda que podría mirarnos de igual a igual, de tan alta como es. Semeja una cigüeña negra y enorme, con el lomo blanco. Pero lo que impresiona es su pico, de considerable longitud y mucha anchura, y todo un alarde de cromatismo. Sería por entero rojo, si no es por una banda negra y una a modo de silla de montar amarilla, que se le encabalga en la parte superior, y no en la grupa, como acaso fuera de esperar, dado su nombre. Es la suya una estética delicada, que evoca a una gran dama, que gozara contemplándose en el espejo del agua. Aunque no estoy seguro de que los peces compartan esa apreciación.
   La sigo con los ojos, aun después de que el jeep la deje atrás, y siento perderla. No obstante, enseguida tres grullas de cuello blanco, que hurgan en la tierra qué comer, compiten con ella en estilizada elegancia.
   A la vista de todo lo cual, se hace difícil creer que, todavía, en una revuelta del carril, nos aguarde un portento mayor. Pero estamos a un punto de que se haga posible lo improbable.

sábado, 14 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (21): HIPOPÓTAMO CON ARGUMENTO

El río Khwai burlaba a la vista,  discurría plácido, casi se volvía remanso, como si faltase corriente a su caudal. En una de las orillas estábamos nosotros, pie en tierra, fuera del jeep. Frente por frente, del otro lado del cauce, el agua calma duplica en su espejo a una manada numerosa de hipopótamos salidos de su seno.
   Están inmóviles, como queriendo no espantar al sol de media mañana, que los acaricia con tibieza. Con un gregarismo que envidiarían las ovejas, se aprietan tanto unos contra otros que o bien sienten frío o bien se quieren mucho.
   Son como de temblorosa gelatina, mantecosas masas de carne que de milagro no se desparramase, contenida por una piel negruzca, frágil en su lisura. Parecen, fofos y sin músculo ni velocidad, en remedo engañoso de sí mismos, apacibles vecinos de un espacio fluvial amigablemente compartido. Contemplándolos, apetece hacer oídos sordos a la mala fama de agresividad que arrastran, olvidar que son los animales salvajes que acaban con más vidas humanas en África.
   Una cría muy pequeña anda entre las moles de sus mayores, donde halla protección a su desvalimiento y acomodo para sus juegos. Es una estampa familiar, que todos observamos con indisimulada ternura.
    Contrasta esa imagen amable con otra presencia, ésta inquietante. A unos cien metros, ribera abajo, un adulto permanece aislado, en actitud que  lleva a pensar en un apartamiento no elegido. Produce la sensación de que encoge su tamaño, como si doblase la chepa y, caído de hombros, humillando la testuz, se hiciese menor. Se diría que, aun distante, inmóvil como está, busca el calor de sus congéneres, aunque únicamente lo haga con los ojos, que los miran de hito en hito, con la tristeza y el desamparo de los repudiados. Lastima esa exhibición de afligida soledad frente al  grupo, que lo ignora.
   De pronto, caigo en la cuenta de que el protagonismo no está en el rebaño. El personaje principal pasa a ser para mí este otro, tan fuera del mundo de los suyos. “Aquí hay una historia”, me digo, e imagino un argumento con la frustración de un príncipe que aspiraba a reinar o, por el contrario, un monarca destronado. Y el escenario apacible que tenemos delante, roto por olas de espuma, que se elevan al compás de un desaforado combate.
    Acaso esta ficción haya  formado, también, parte del paisaje…

martes, 10 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (20): EL LEOPARDO, COMO UNA SOMBRA

Renquea el jeep por las pistas arenosas de Moremi. Es todavía temprana la mañana, pero tengo muy abiertos los ojos. Voy mirando con atención los árboles que de cuando en cuando orillan la derecha del camino. Desecho los de escasa altura y me fijo, sobre todo, en los de mayor envergadura, allí donde las ramas se abren formando horquillas.
   Por un momento, detengo mi exploración y presto oído a las llamadas de aviso de los compañeros. Del otro lado de donde yo atendía, en medio de un espacio despejado, salta un topi. Es un antílope que trota unos pasos con normalidad y de pronto se eleva verticalmente en el aire, unos dos metros, y caído al suelo corre de nuevo, para volver a ascender otra vez, y ése es su modo de huirnos. Dan ganas de aplaudirlo como número de circo, pero sólo es pura naturaleza, quizás una manera original de desanimar a un predador con esa demostración de  buena forma.
    Tan insólita imagen no me lleva, sin embargo, a olvidar mi anterior dedicación y enseguida que el topi se aleja retorno a las copas de los árboles. No son ellos los que me atraen, ni las aves que tal vez alberguen en su seno. A mí lo que me gustaría sería dar con un leopardo tendido sobre una robusta quima, descansando de una noche de caza o al acecho de la presa que pueda venir. Ya sé que sería algo extraordinario hallar a uno de estos felinos, dado su apego por la soledad, pero no imposible, pues campan por estas heredades. Y al fin, lo que con tanta dedicación busco en las alturas parece haberlo encontrado el conductor en tierra.
   Son huellas, que él dice muy frescas, y deben de serlo, porque en su seguimiento abandona la pista que circulábamos y nos adentra en un ramal secundario, que conduce a una hondonada salpicada de árboles y arbustos. Mueve el vehículo de acá para allá, detiene la marcha o la reanuda, y todo lo examina con sumo cuidado, y nosotros como él.
   “Está muy cerca, ahí mismo”, nos comenta. Aguzo la vista hasta que me duele, y no lo veo, ni ningún otro lo consigue, por más que no dejemos matorral sin escrutar. “Se ha escondido, no ha podido ir muy lejos”, afirma el guía. Y nos aclara que la escandalera de pájaros que oímos al venir en pos de su rastro era de gallinetas de Guinea, que habrían advertido su presencia. Tal vez atrapó a una y se ha ocultado a degustar ese botín. Lástima que nuestros ojos no sean rayos X, pienso, mientras dejamos atrás el lugar. Ver un leopardo ya sería un sueño, me digo. No obstante, nadie podrá quitarme la emoción de haberlo sentido tan próximo. 

viernes, 6 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (19): FELINA GALBANA

Eso de encontrarte cuando menos te lo esperas con un par de leones, se las trae. Están a dos o tres metros de nosotros, bajo un mopane, en la reserva natural de Moremi. Los mopanes son árboles que semejan posaderos de mariposas verdes, que no otra cosa parecen sus hojas.
   Son dos machos adultos, y duermen, el uno tirado sobre un costado, paras arriba su compañero. No los saca de su sopor el ruido de nuestro jeep, que quisiéramos callado. A lo más que llegan es a emitir un suave ronroneo, a entreabrir un ojo que enseguida se cierra, a un cambio de postura que busca un acomodo mejor. Durante la media hora larga que permanecemos a su vera, no harán más.
   Su imagen resulta tan plácida que, de no ser por el pálpito de la respiración, pensaríamos que son tiernos peluches grandes. Otra cosa será si se despiertan, que es lo que aguardamos en nuestro todoterreno, abierto en sus costados. Dicen que nada temamos: salvo que nos movamos bruscamente, lo que nos delataría como individuos, percibirán vehículo y pasajeros como totalidad y no se vendrán a por uno cualquiera de nosotros. Yo miro en derredor, por si hubiera leonas, que son las que mayormente cazan. Pero puede que sean una pareja de solteros, o que se hayan quedado sin su harén y se busquen la vida por su cuenta. Y no debe de irles mal con su asociación, si las apariencias no engañan. No tienen, desde luego, el aspecto esperable en dos devotos practicantes del ayuno.     
   En el entorno, la vida juega a la ruleta rusa. Aunque no lo sepa, seguramente un herbívoro morirá esta noche, cuando estos felinos abandonen su galbana y se pongan en movimiento. Acaso quienquiera que sea el elegido por el destino se haya llevado hoy consigo nuestra mirada.
   Podría ser un cobo lichi, de cuernos estriados en forma de lira; o un antílope de agua, con 200 kilos de carne; tal vez uno de esos sasabi cuya grupa es más elevada que su cruz, o un cudú, o una cebra... ¡Nos hemos cruzado con tantos ejemplares de una u otra especie que nuestros ojos no daban abasto en su seguimiento! Pastaban en praderas altas o en hierbas acuáticas, bebían del río o de pozas bien surtidas, se quedaban expectantes ante nuestra presencia o, recatados, corrían a ocultarse entre la espesura protectora de las acacias... Hasta ahora, escaparon de la dentellada fatal de los cocodrilos que quizás fingían sestear en las orillas de las aguas, evitaron la bocaza del hipopótamo que se ha abierto a nuestro paso, dejaron vía libre al elefante que encontramos horas antes, no fueran a incurrir en su ira...

   De cuántos albures puede depender la vida. Por ejemplo, de no toparse con uno de estos leones que ahora duermen con tan inofensiva apariencia que casi apetecería bajar del jeep y acariciarlos. Es tentación a la que nadie cede, sin embargo. Todos preferimos, aun sin decirlo, que quien mañana no vea amanecer sea un animal cuadrúpedo.

domingo, 1 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (18): LA NOCHE DE LOS COCODRILOS

Ni en mis peores pesadillas me encontraba yo tan cerca de un bicho como aquél. Y, menos aún, había llegado a esa situación por haberla buscado.
    Ésta es una crónica del miedo (hablo por mí, claro). Era noche cerrada en el lago de Guma, y en mis recuerdos falta la luna. Un cañón de luz barría las riberas, taladrando la oscuridad a su paso. Navegábamos en una barca a motor, embutidos en chalecos salvavidas, sentados sobre bancos, en cubierta, amantados contra el frío y con los ojos muy abiertos.
   Un guía nativo manejaba simultáneamente, desde la popa, el timón y el foco. Nos había tocado un estajanovista, que estiraba la hora de su contrato y no parecía darse por conforme si no nos salía al encuentro un cocodrilo más, o si, aun sucediendo un nuevo avistamiento, estaba el animal muy allá. Tal era su afán por que lo viéramos bien que, para que ninguna de sus particularidades se nos escapase, no se contentaba con aproximar la barca a la ribera, ni siquiera aunque llegara a rozarla, sino que, literalmente, empotraba la proa entre los papiros que crecían a su amparo. A veces le costaba, luego, dando marcha atrás, desincrustarla y retroceder hacia el centro de la corriente. El saurio localizado hacía, generalmente, mutis por el foro, pero no era muy tranquilizador suponer que quizás su desaparición no implicase mucho alejamiento.
   Como en un complemento para goce de amantes de emociones fuertes, a ratos se paraba el motor, o lo apagaban. Pensé las primeras veces que se trataba de evitar un calentamiento excesivo del engranaje, o que tal vez estuviese algo averiado. No sé si me tranquilizó averiguar que las algas u otras plantas acuáticas se enredaban en las hélices y era imprescindible detenerse para que el barquero las limpiara. Siempre me inquietaba, en todo caso, cómo reanudaba la marcha. No solía arrancar a la primera, renqueaba, como con tos de mecanismo acatarrado, sembrando la duda de si volvería a funcionar o no. Quedarnos una noche en medio de un espacio infestado de cocodrilos, y también de hipopótamos, era un panorama que no me seducía especialmente.
   Un coro de voces, que en un primer momento no sabemos de dónde vienen ni qué las motiva, irrumpe en el silencio con siniestros alaridos. Y ni aun cuando se nos aclare que son aves, ibis que protestan el haz de luz que sobrevuela su dormidero, consigo sustraerme a la tétrica desazón que siento.
   Sin embargo, me aguarda, todavía, la fascinación del mal. En una orilla, apareció un saurio tan grande que resultaba difícil diferenciarlo de su entorno verde. Parecía, dormido y quieto, una monstruosa estatua en jade de sí mismo. El guía encalló, solícito, la lancha al pie del ribazo donde descansaba, y así quedamos por debajo de él, y yo pensé que a su merced. Pero debía de estar bien comido y su digestión ser pesada y profundo su sueño, porque no movió un músculo, ni abrió un ojo. Y dejó que lo admiráramos, confieso que por más tiempo del que yo quisiera.

miércoles, 28 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (17): MONERÍAS

Acabábamos de lavar la ropa indispensable para ir tirando y la habíamos tendido, sin pinzas, que no teníamos, pero con mucha voluntad, de una cuerda, amarrando un cabo a un tronco y el contrario a la tienda de campaña. Después de todo, no había quedado mal.  Confiábamos en que el sol de primeras horas de la tarde actuase como eficiente secadora. Estaba contemplando nuestra obra con la satisfacción que produce el trabajo bien hecho, antes de sentarme a observar el paisaje, que verdaderamente merecía que se le dedicase atención.
   Delante mismo de nosotros, el delta del Okavango se abría para configurar un lago, el Guma, del que salían, entre la vegetación palustre, varios canales. Precisamente navegando uno de ellos habíamos llegado hasta allí, donde un hotelito solitario se asomaba al azul de las aguas. Al lado estaba instalado nuestro campamento, también al borde de la superficie acuática.
   Todo ocurrió muy rápidamente, en varios sitios casi a la vez. Oí una gran algazara a mi espalda y, al volverme, un poco más y se estampa contra mí un mono verde, que de ese color no era, aunque ésa fuese su alcurnia. Corría perseguido por el cocinero, que lo había sorprendido en la cercanía de la despensa, haciendo gala de no muy santas intenciones.
   Aún no me había dado tiempo a reponerme del susto cuando, en la zona aledaña a los baños, resonaron otras voces, igualmente agitadas, si bien en este caso femeninas. Los servicios eran construcciones de lona y madera, que albergaban un inodoro, un lavabo y una ducha. Ninguna puerta cerraba el paso a su interior, aunque un travesaño, que podía cruzarse en el dintel, informaba, si tal sucedía, de que estaba ocupado. Como las paredes no llegaban hasta el techo y dejaban un espacio al descubierto, un colega del simio anterior había aprovechado la coyuntura para situarse en la base de ese vano. Allí ubicado, había estado observando cómo se duchaba una de las chicas de nuestro grupo. La misma que ahora le llamaba de todo, mientras lo espantaba.
   “Son muy sinvergüenzas, estos monos”, dije yo, y no para mis adentros. El que se hallaba próximo a mi tendedero algo debió columbrar de lo que manifestaba, porque, al girarme, me miró con ojos aviesos. Y yo, que lo vi, me dirigí a él, dispuesto a ponerlo en fuga. Si andaba merodeando por allí, seguro que no tardaría en robarnos alguna prenda, por puro juego. Cumplió de inmediato con su deber de escapar, pero sólo a medias, pues se encaramó ágilmente al árbol más próximo, donde, suspendido de una rama, justo encima de mí, se quedó.
   “¡Verás cómo suba…!”, voceaba yo, y acompañaba la amenaza con todo un alarde de histrionismo, pretendiendo que se fuera y dejara nuestra colada en salvo. Pero lejos de irse, mantenía su posición. Y, encima, se permitía el lujo de desafiarme, estirando y encogiendo el cuello, mientras me miraba con fijeza.
   Hasta que, finalmente, soy yo quien abandona el campo, quien descuelga la ropa y se va con ella a lugar seguro. Eso sí, antes me cercioro de que la tienda de campaña tiene bien cerrada la cremallera.
   Aquélla fue una tarde muy movida.  

sábado, 24 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (16): EN LA ISLA SECRETA

Asciende el jefe bayei a la base de un termitero, elevada como pequeño montículo. Gira la cabeza, no olvida volverse para completar el ángulo de visión y abarcar, así, todo el entorno, que lo que no está delante podría hallarse detrás. La mirada es aguda, tensa, escrutadora, y se vuelve cámara lenta para verificar despaciosamente cada detalle. No quiere que se le escape un posible peligro, o pasar por alto un avistamiento que mostrarnos. A donde no alcanza su vista, llega su olfato. “Allí hay un elefante”, afirma de pronto, señalando un bosquete. ¿Por qué lo sabe, si no lo ve? “Huele a tierra mojada, a humedad”, responde. A punto estoy de pensar que habla de farol cuando oigo, nítido, un chasquido de rama desgajada, que viene de donde él acaba de apuntar.
   Íbamos, cuando marchábamos, en fila india. Encabezaba la hilera ese hombre como guía y la cerraba otro nativo, y todos guardábamos un prudente silencio. Reconozco que yo, que había ido a África a ver leones o animales de similar pelaje, hacía votos por que en este trance no se presentaran. Alguna pradera de hierbas altas y ayunas de agua me recordaba los paisajes de sabana entre los que se disimulan los felinos para dar caza a sus presas.
   De cuando en cuando, nuestro mentor, como si pudiese controlar a la vez los alrededores y el suelo, se agacha y examina unos excrementos que a mí nada me dicen, salvo que mejor esquivarlos, y, sin alzar la voz, musita “leopardo”, o “serval”, o “hipopótamo”, y me parece que entonces escruta con aún mayor interés así lo próximo como lo lejano. Quizás ya hayan abandonado esos animales salvajes la isla, tal vez permanezcan aún en las inmediaciones (y en una isla tan pequeña, todo son inmediaciones). Lo único cierto es que han estado aquí, cerca de nuestro campamento, mientras dormíamos. Siento un leve cosquilleo en el estómago, al recordar que esta noche me despertaron unos ronquidos descomunales que no identifiqué como humanos y que sonaban justo al lado de la tienda.
   Miro el paisaje, según lo andamos. Parece la paleta de un pintor que gustase de verdes y amarillos, que se hacen de un arbolado que no llega a constituirse en bosque y de un herbazal que es dominante. Caobos y sicomoros conducen los ojos al firmamento y entre las hojas de los árboles salchicha sobresalen frutos descomunales, como calabacines de buen tamaño, cuyo impacto ninguna cabeza resistiría. Una escasa laguna trae en su azul el cielo a tierra. De la superficie en calma salen volando dos gansos egipcios. El aire que remueven sus alas agita con levedad un reguero de plumas blancas, desperdigadas en la orilla, delatoras de un lance venatorio, cuyo antagonista fue, tal vez, un reptil. Eso, al menos, ha supuesto nuestro guía.
   Es un hombre alto, delgado pero fuerte, que se mueve pausadamente. Anda muy erguido, diría que con elegancia, aunque sin afectación, como si esa derechura le fuese consustancial. Un felino debe haberle prestado sus ojos. Sólo él ha localizado unos kudús que se ocultan en la maleza, a impalas en tierra y a babuinos en una enramada.

   Porta una vara del grosor de una muñeca, cilíndrica y bruñida, como un báculo. Creo haber oído que ostenta la jefatura de los suyos. Por un tiempo, me sé deudor de sus conocimientos. ¡Seríamos tan poca cosa sin él en estos parajes! Menos mal que, por espacio de dos horas, su sabiduría, tan antigua como el tiempo, nutrida de otras vidas y experiencias, fue también nuestra.

jueves, 15 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (15): EN TORNO A LA HOGUERA

Cuando la única luz era ya la del fuego, nos sentábamos rodeando troncos en llamas. Eso sucedía si estábamos acampados, allá donde no había más que nosotros. Era la hora de la cena, que luego se prolongaba en conversaciones y risas. Quizás el entorno oscuro estuviese poblado de seres poco de fiar, pero no se acercarían a donde ardía una hoguera. Comentábamos las anécdotas del día, planificábamos el mañana, aprendíamos los unos de los otros y nos conocíamos mejor. Y cuando dormimos en la isla de Kao, en el delta del Okavango, cantamos y oímos cantar.
   Primero empezaron ellos, nuestros guías y barqueros africanos de la tribu bayei. Todavía no se han ido de mis ojos. Los vi, cómo irrumpían en el círculo iluminado, como figuras desgajadas de la negrura de la noche, de la que salieron, marchando en formación de tres en fondo. Danzaban al desplazarse, al son de un ritmo reiterado, que se hacía de sus voces graves,  entonadas al unísono. Las mujeres realzaban la plasticidad de la escena con un vaivén de caderas, que volvía más notorio el faldellín vegetal que las ceñía. La música parecía materializarse a su paso y yo sentía que mis manos habían sido hechas tan sólo para el aplauso.
   Después de un tiempo que no sabría medir, porque es difícil cuantificarlo cuando se colma de emociones, ellos trocaron su papel de actores por el de espectadores. Había llegado nuestro turno. Era claro que coralmente no estábamos, ni de lejos, a su altura, pero contábamos con dos voces femeninas que rompían el aire con sus agudos o remedaban gospelianos ecos. Escuchando las interpretaciones sucesivas de la una y de la otra, creo que no me acordé ni de respirar, por no perder una nota. Experimentaba el extraordinario privilegio de asistir a un concierto operístico en medio de la naturaleza salvaje del Okavango, como si estuviera ante un escenario mágico. No sé si los hipopótamos dejaron de roncar y las hienas sus risas, o sólo fue que yo me olvidé de  oírlos…
   Aquella noche todavía resuena en mis oídos.  

sábado, 10 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (14): EL OKAVANGO, DESDE UN MOKORO

Los pájaros nos llenan los ojos de colores e invade nuestros oídos su confusa gritería. Es un alboroto discordante, escasas veces armonioso. No faltan momentos en que dude de si esas voces son de monos.
   Hombres y mujeres de la tribu bayei nos conducen a la escondida isla de Kao, de apenas 3 Km2. Vamos en mokoros, unas canoas que impulsan por aguas someras, auxiliándose de una pértiga que termina en uve y toca al fondo. Nos sentamos dos en el suelo de cada embarcación, uno detrás de otro, sin movernos por no desestabilizarla. En la popa va el remero, de pie. Detiene al pronto la navegación para hacerse con nenúfares: en cuestión de minutos, fabrica con el tallo las cuentas de un collar, al que no falta su colgante, que es la flor, y nos lo entrega.
   Todo un hervidero de aves se da cita a nuestro paso. En los árboles de las orillas los cormoranes parecen dormidos y otea desde la altura de una rama el águila pigargo vocinglera. Con los pies en tierra escrutan las aguas diversas zancudas. Un martín pescador que se viste de blanco y negro se desploma desde el cielo donde se cernía y se sumerge, para emerger de inmediato sin presa alguna en el pico. Frecuentemente nos sorprende el vuelo corto de las hakanas africanas. Frente a tanta delicadeza alada, irrumpe en la ribera la maciza mole de un elefante solitario, que da muestras de no estar contento con nuestra presencia. Optamos por desaparecer cuando se nos acerca más de la cuenta.
   Dejamos la corriente principal y nos internamos por una red de caminos de agua, un laberíntico entresijo de estrechísimos canales. Siento la caricia de las masas de papiros que los limitan, y que en algún punto se transforma, casi, en indeseado abrazo, de tanto como se agosta el paso.
   Unas dos horas de paseo fluvial tardamos en alcanzar la islita que es nuestro destino. A la sombra de grandes árboles nos aguardan las tiendas donde dormiremos esta noche, y  un mokoro volcado oficia de improvisado mostrador donde hacerse con el almuerzo. Luego de comer, queda esperar a que decaiga el sol para salir de nuevo al agua, ahora en busca de los grandes señores del río.
   Oiremos sus ronquidos antes de divisarlos, en una zona más abierta y más profunda. Bufan para respirar y exhalan vapor, en una imagen que curiosamente me recuerda a las ballenas. El espectáculo me parece fascinante y simultáneamente me da un poco de miedo. Conozco la mala fama del hipopótamo y me inquietan unas orejotas que aparecen y desaparecen, y que siento cada vez menos distantes. El guía local nos explica sus características, mientras la noche se acerca. Al fin, cuando ya el sol amaga con desaparecer, da orden de que retornemos a la isla: no quiero ni imaginarme que se haga oscuro y nos perdamos en esta infinidad de pasillos acuáticos que se cruzan y entrecruzan sin cesar.

   Fue una experiencia hermosa.

lunes, 5 de octubre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (13): ACUNADOS POR EL OKAVANGO

El Okavango, que antes contemplamos desde el cielo, nos recibe en su seno y nos muestra sus tesoros. Lo que perdemos en perspectiva, lo ganamos en cercanía; a las grandes amplitudes del delta visto desde arriba sucede el detalle de lo próximo. Parece como si navegásemos entre un sinfín de pájaros posados sobre la superficie del río, que no levantasen el vuelo a nuestro paso. Pero sólo son lirios de agua florecidos, nenúfares que la noche pinta de rosa o a los que la luz del día arranca albura. Las orillas se hacen de juncos y papiros, que se arraciman, como una sola planta de innumerables tallos. Entre ellos se levantan árboles y termiteros, visibles por igual en el aire y en el agua que los refleja.
    Vamos en busca de alojamiento, que lo será por una jornada. Es una casa que flota y se desplaza, cuando no está al pairo, que será durante la noche. Se asemeja a  un barco con dos cubiertas: la de abajo, abierta, la ocupan un bar con su barra y su cocina, y un par de largas mesas para comer, que será cenar en nuestro caso; en  la de arriba se destacan, encarados a babor o a estribor, una docena de camarotes dobles y, mirando a proa, dos servicios y otros tantas duchas. Son habitáculos de escasas dimensiones, pero, salvo metros, nada echaremos en falta en su interior, donde gozaremos de amplios ventanales e, incluso, de la protección de mosquiteros.
  Alguien dice que ha visto una serpiente surcando el río. Lo raro es que no iba a ras del agua,  sino erguida, sobresaliendo de pie sobre la superficie. Nos agolpamos en la estrechez de los pasillos para ver tan extraño fenómeno y nos encontramos con un pájaro que parece ser lo que no es. Se trata de una anhinga africana, que nada hundiendo el cuerpo, arreglándoselas para que únicamente sobresalga del agua un cuello que, largo y ondulado, remeda talmente a un ofidio.
   No es el único ser que tienta a nuestra percepción correcta de las cosas. De no saber que el Okavango no ha nacido para conocer el mar, podría pensar que son delfines lo que tenemos delante. Un grupo cruza de un lado al otro el cauce, emergiendo entre sucesivas inmersiones, a la manera en que nadan esos cetáceos. Y sin embargo son nutrias, cuyo tamaño asombra, dada su desmesura.
   Asomarse a cubierta depara más sorpresas. Un cocodrilo de longitud escasa prueba a mimetizarse, inmovilizado entre las grandes raíces de un árbol y casi lo consigue. Es una miniatura, que a nadie asustaría, de encontrárselo en un baño, por demás temerario: no hay cría sin progenitores que le hayan dado la vida. Al poco de iniciar un paseo acuático sin salir de nuestro hospedaje, descubrimos un saurio enorme que sestea al borde de un ribazo y, todo hecho de boca, mete miedo sólo con observarlo, por más a resguardo que se esté.
    Un águila pescadora de cabeza blanca chilla haciendo bueno su nombre de pigargo vocinglero, antes de precipitarse al agua con las patas desplegadas. Cuando, un instante después, remonta el vuelo, un brillo de plata refulge entre sus garras. Que el pez se lo hayan arrojado en nada desmerece la admiración por la precisión con que lo ha atrapado.   

  El anochecer llega como un incendio que se prende tras la desbordante vegetación de la ribera orientada a poniente. Creo que no olvidaré nunca esos cielos de naranja y oro, ese sol que se torna rojo antes de que se lo lleven las sombras, como si quisiera despedirse ritualmente con un grito de color: estos paisajes de África dibujados a contraluz… 

lunes, 28 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (12): POR ENCIMA DEL OKAVANGO

Surcamos el aire, sobrevolando el delta del Okavango. Las alas que nos faltan nos las presta una avioneta de apariencia frágil. Todo un espectáculo se despliega 500 metros debajo de nosotros. A vista de pájaro, sólo existe una inmensa llanura cuyos límites no abarca la mirada. Pero el protagonista, nada más despegar de la localidad de Maun, es un río que finaliza su andadura sin desembocar en ningún mar. Se acaba, sumergido entre la arena omnipresente del Kalahari. Algún movimiento de placas tectónicas debió de cerrarle el paso al Océano Índico, adonde, desde su nacimiento en la lejana Angola, se dirigiría.
   En un principio nada queda, que veamos, del curso fluvial, la noción misma de cauce se pierde. Únicamente hay ciénagas, lagunas en las que se dibujan isletas, pozas dispersas en la planicie, canales de muy escaso caudal que a veces sirven de enlace entre una charca y otra, y un entorno verde de plantas acuáticas, con el despuntar de algún árbol aislado.
   La fauna se empequeñece desde arriba, nada importa lo grande que sea. Chapotean los elefantes en el limo, un hipopótamo emerge chorreando de su buceo, las jirafas caminan muy erguidas. Todos semejan poco más que las figuras en barro de un belén. Los impalas suman sus seres menudos al integrarse en la manada, y resultan, así, visibles. Las garzas en vuelo remedan nieve cayendo de un cielo muy azul.
   Cuanto más remontamos el delta, más se alargan y más anchas se vuelven las láminas de agua de ahí abajo. En un punto, se despliegan, al fin, lo que parecen varios brazos de río. Es muy hermosa la imagen que componen. Para abrirse camino por entre el suelo arenoso y de hierbas altas, empalman una curva en otra, en una ondulación sinuosa, que llega, en ocasiones, a esbozar el trazado de una circunferencia que no acierta a cerrarse. Fluyen despaciosamente, sin apremio, se diría que con escasa prisa por alcanzar su término.
   Se acaba nuestro vuelo. Durante cuarenta y cinco minutos, hemos asistido a la huella que deja el Okavango al entregarse al desierto. Hemos sido privilegiados testigos de cómo se va difuminando, expandiéndose en un espacio que necesita ser sin medida para acogerlo en su seno. Ahora, llegados al punto donde todavía es identificable como río, lo navegaremos. Pero esa es ya otra historia. Antes habrá que aterrizar sobre una pista de tierra, que no de asfalto, abierta en un claro. Nos posaremos con la misma suavidad con que lo haría una libélula sobre la hoja flotante de un nenúfar...

lunes, 21 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (11): APRENDIENDO DE LOS BOSQUIMANOS

Estamos muy dentro del desierto de Kalahari. Hemos pasado la noche en tiendas de campaña. Confieso que mi dormir ha sido inquieto. De cuando en cuando, me despertaban voces de hienas o pisadas que no me parecían humanas. Tiene su morbo saber que no estás solo en medio de este inmenso vacío y que te acompañan seres en nada tranquilizadores.
   Al poco de levantarnos, llegan los bosquimanos. Son cuatro, tres chicos y una muchacha. Ella se encoge, como si tuviera frío, y calla. Ellos ríen de continuo, seguramente debemos de hacerles mucha gracia. Me llaman la atención los numerosos chasquidos que intercalan en su habla.
   Nos echamos a andar tras sus pasos, con la precaución de no aislarnos los unos de los otros. Pisamos siempre arena y nos movemos entre una  vegetación arbustiva y dispersa. Escruto cuidadosamente ese entorno, pero no distingo rastro alguno de vida animal. Me pasa eso por no mirar lo que tengo delante, porque nuestros guías acaban de localizar unos excrementos que resultan ser de impala y de kudú, y nos los muestran. Desde ese momento, nos detendremos con frecuencia a leer en la naturaleza. ¡Vamos a asistir a una clase de botánica aplicada en pleno Kalahari!
   Las grandes hojas de una planta son su papel higiénico, y de otras, en cambio, transmutados en boticarios naturalistas, se sirven para curar fiebres, o para bajar la temperatura del agua. Hay bayas que resultan  mortíferas si se ingieren, y no faltan especies a partir de las que elaboran  bebidas que usan como café o como alcohol, dicen que muy fuerte.
   Me asombra el partido que sacan al palo afilado que portan consigo. Pensé al principio que lo traían como defensa frente a las fieras. Pero veo cómo se auxilian de él para excavar en la arena en busca de raíces, o para pelarlas con suma destreza. Precisamente, de la de un arbusto, que es bulbosa, enorme, obtienen agua, muy útil en tiempo seco, entre 10 y 20 litros por ejemplar.
    El desierto les provee hasta de sonajeros para los bebés: frutos que, agitados en el aire, suenan. Y también de paraguas de usar y dejar donde los encontraste. Son arbustos de follaje espeso, duro, apto para refugiarse en época de lluvias, que en Botsuana coincide con su verano. Bajo las ramas, tal vez consigan que no se les moje la bolsa de piel de gacela saltarina donde guardan la carne.
   Este de los bosquimanos es, o, ay, quizás ya fue, un pueblo nómada, recolector y cazador. La naturaleza también les proporciona sus armas. Vacían una rama y la convierten en carcaj, que cierran con un testículo de impala. Las flechas las componen de dos tramos, de los que el mayor se desprende al impactar con la presa, cuya piel sólo taladra la punta (así impiden que al frotarse contra un tronco o un termitero se desprenda la totalidad). El veneno lo elaboran a partir de huevos y larvas que deja un escarabajo en un matorral del que se alimenta.   

   Llegamos a un claro, donde hay una cabaña pequeñísima, toda vegetal, con dos huecos diminutos a modo de entradas. Ante ella nos demostrarán cómo, si se sabe, puede hacerse fuego frotando unos palos que apenas pesan. Es el remate a esta aula abierta, que ha durado dos horas. Todo nos lo han ido enseñando en un avance despacioso, que ignora la prisa. De una forma práctica, sencilla, nos han transmitido conocimientos que ha costado milenios descubrir. Una sabiduría ancestral que ha hecho posible la vida humana en este espacio, en principio inhabitable…

martes, 15 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (10): KALAHARI ADENTRO

El cuerpo se me hizo depositario de la memoria en el desierto de Kalahari. Según nos internábamos en su seno, iba dejando una huella dolorida en el trasero y la espalda, en  cervicales y costillas. El minibús de grandes ruedas y cabina de camión se convertía en batidora de músculos y huesos, a efectos del traqueteo que imponían los desniveles de un carril de arena.
   Pese a llevar ajustados los cinturones, saltábamos en el aire a cada paso, mimábamos contorsiones imposibles y, obedientes a la ley de la gravedad, caíamos de nuevo, pesadamente, sobre los asientos. El secreto para no deslomarse consistía en aprender a dejar el cuerpo muerto a merced de la inercia, sin ofrecer resistencia a los caprichosos saltos circenses que nos veíamos obligados a ejecutar.
  Afuera, desfilaba un paisaje sin apenas colinas o depresiones, como un gigantesco decorado siempre igual a sí mismo, reiterado kilómetro tras kilómetro, repitiéndose cada  hora que pasaba. Algún dios vengativo parecía haber cubierto la planicie con un  manto arenoso, sin olvidar parte ninguna, en lo próximo o en lo lejano. Pero ahí, y en la obsesiva falta de agua, terminaba  lo que, en nuestro imaginario aprendido en la escuela, haría a este escenario merecedor de llamarse desierto. Por extraño que pudiera parecer, sobresalía en esa obstinada sequedad un sinfín de matorrales con espinas, de arbustos Kalahari hoja de manzano, de árboles que para mí no tenían nombre, si no eran las acacias con forma de parasol que surgían de cuando en cuando para alivio de la mirada. No se apelotonaba la vegetación en marañas impenetrables, pero tampoco se dejaban mucho espacio entre sí troncos o tallos y enramadas. Podríamos andar por entre el infinito boscaje sin temor a que nos atrapase la espesura. Otra cosa es hasta dónde seríamos capaces de llegar, pues se extiende tanto este desierto que si en un punto es Botsuana,  más allá está en Namibia, o forma parte de Sudáfrica.
   Nadie con quien intercambiar una sonrisa, a quien formular una pregunta se nos aparecerá en este territorio inhóspito, ni un poblado, ni siquiera una cabaña aislada. Hasta la fauna salvaje se muestra remisa a mostrarse en estas soledades. De algún sitio sale un elefante, que no parece nada contento del encuentro con nosotros. A veces, se dejan ver raficeros, los diminutos antílopes que no abultan mucho más que una liebre y desconocen lo que es disimularse en la manada; vuelan aves, tan fugaces que no conceden tiempo para darnos las señas de su identidad. Qué beberán en el yermo de arena es un misterio que me confieso incapaz de descifrar.

    Quizás mañana los bosquimanos, a cuyo encuentro vamos, nos enseñen las claves de este mundo perdido…

jueves, 10 de septiembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (9): EN EL BOTETI Y SUS ALEDAÑOS

Los buitres nos ponen en alerta. Volando en círculos bajos o posados sobre  ramas de  árboles, anuncian un drama y componen una imagen siniestra. Algunos salen a escape del suelo, cuando nuestro jeep se detiene. Serán los que han llegado tarde al banquete y apuran las migajas. Tiene su punto que del primer ñu que encaramos en nuestro periplo  africano sólo sean reconocibles la cabeza y las pezuñas. Y más aún que, en adelante, nos aguarden otros restos. El reguero de cadáveres habla de una noche pródiga en escenas de caza, con mugidos de espanto y desenlaces trágicos.
   Los leones han dejado tras de sí su impronta. Si sobre el terreno arenoso sus huellas se solapan con las de los necrófagos alados, los despojos de sus víctimas son reveladores de sus andanzas, y también informan de su número. Muchos debe de haber para precisar de tanta carne, pero, por más que aguzo la vista, no distingo a ninguno en derredor. Tal vez nos estén observando ellos a nosotros con sus ojos amarillos desde detrás de un matorral espinoso o disimulados entre arbustos cuyas hojas tan bien imitan a las de los manzanos.
   Al pronto, ahogamos exclamaciones de asombro. El espacio se abre a nuestros pies, para contento de los ojos. Debajo del talud donde nos paramos, acaba de hacer su aparición el río Boteti. Es como si fluyese sin corriente, de tanta calma como se lo toma. El anchuroso cauce alberga islas verdes, que rompen el azul de las aguas, más oscuras que claras. A la superficie de ese archipiélago han llegado ñus y cebras, que pastan, a veces entremezclados el marrón de los bóvidos y el rayado en negro de sus vecinas, la basta pinta de los unos y la finura de las otras. Componen una estampa apacible, olvidados de su condición de despensa de felinos. Cuando iniciamos el descenso a la ribera, dejan momentáneamente de comer para calibrar cuánto de amenaza suponemos.
   Unas plantas acuáticas, de pequeñas hojas y extraño color cobrizo, resultan ser nenúfares, que desde las profundidades buscan el aire. Sobre ese follaje que flota, corretean purpúreas jacanas de largas patas, tan livianas y escasas de peso que no se hunden. El ibis sagrado, que juega a imitar a la luna en la curvatura de su pico y la blancura de su cuerpo, prefiere, en cambio, para mostrarse las orillas, como sus vecinas las garzas. Algo más lejos, ese prodigio cromático que son los gansos del Nilo navega aguas ajenas a su apellido. Y del cielo cae a plomo la visión fugaz de un martín pescador pío, que por un instante bucea, para emerger de nuevo con un pececillo como captura. Desde su posadero, un águila pescadora vocinglera dedica un interés pasajero al lance.
   Al abandonar el entorno del río Boteti, hemos de abrirnos camino entre un bando de carroñeros a la rebatiña por hacerse con los últimos bocados de unos despojos. También aquí los fantasmas de la noche hicieron su trabajo…