viernes, 30 de septiembre de 2016

POR EE UU (11): MÉXICO LINDO Y QUERIDO

Cualquiera diría que asistimos al rodaje de una película, y qué excelente sería la ambientación, si así fuera. Pero no nos movemos entre decorados, ni son extras quienes van y vienen a nuestro lado. Ninguna claqueta señala una nueva escena, tampoco hay cámaras que filmen en derredor.
   Lo que atrae de este espacio de Los Ángeles, donde México nos sale al paso, es precisamente su verdad.
   En la calle Olvera oímos hablar en un español trufado de americanismos. Las comidas que se publicitan desde la cartelería se llaman tacos y enchiladas, nachos o tamales, moles poblanos o churros rellenos de crema. Y rótulos vistosos anuncian que pasamos ante Casa California, Cielito Lindo, Las Anitas.
   Delante de La Golondrina Café nos paramos, simplemente por el placer de mirar. Grandes ruedas de carro de múltiples radios, sujetas unas a otras en su parte superior por un listón de madera, sirven de límite entre el adentro de  mesas y el afuera. Hay macetas con plantas naturales y floripondios de papel, y farolas de cristal encajadas en florituras de hierro que sobresalen de paredes rojas. En el piso superior, una balaustrada delimita un corredor al que se abren estancias con puertas grandes y enrejadas.
   Pero sólo es uno de los múltiples edificios que con su escasa altura y su aire pintoresco colorean la callecita, donde dicen que se originó la ciudad. El ladrillo visto se alterna con la piedra, la madera con las tejas de saledizos que techan porches. Una misma fachada puede combinar rojos y blancos, amarillos, tonos castaños. El verde lo traen los árboles de profusas copas, que sombrean la vía. A su amparo, deambula, curioseando entre puestos de mercaderías diversas, una multitud abigarrada, con absoluto predominio hispano. Examinan ropa o calzado, compran un recuerdo, se dejan tentar por el sabor del guacamole. Parece mentira que en tan poco espacio se arracimen tantas posibilidades.
   Nosotros entramos en el Ávila Adobe, un rancho que, en uno de los costados de la calle, se anuncia como museo de lo que fue, cuando se construyó en 1818. Sólo el caballo atado en el patio es ficción, aunque tan lograda que no me sorprendería oírle un relincho. El interior semeja haber sido habitado ayer. Con el respeto del que entra en domicilio ajeno, pasamos del salón de recibir a otro para los eventos familiares, del despacho del patrón a la cocina, en cuyo centro una artesa grande parece aguardar que alguien apetezca de un baño. El mobiliario de época invita a imaginar a los moradores que lo utilizaron, y, entre ellos, a una doña ante el piano, que no estaría ahí sólo como adorno. Nos asomamos a una habitación, que es principal porque su cama tiene dosel, y a una más, ésta, humilde, con un camastro y un somier de cuerdas trenzadas.
   El tiempo ya ido se presenta también en el remedo de misión, no recuerdo si franciscana o de los jesuitas, que se levanta en la proximidad de la calle Olvera.
   Todo me recuerda que este sur de Estados Unidos alguna vez fue México. Es más, que en alguna medida lo sigue siendo.

lunes, 26 de septiembre de 2016

POR EE UU (10): EN LAS VEGAS STRIP

Como si no aceptase la llegada de la noche y la ninguneara, profusamente se ilumina la calle más renombrada de Las Vegas. Las luces de monumentales hoteles-casino y de centros comerciales se confabulan con las de anuncios y farolas, o las de faros de  automóviles de discurrir fugaz, pero continuo. Y al tiempo que la oscuridad se disuelve, se llena de colores. El arco iris parece haberse fragmentado en mil pedazos que flotasen en el aire y lo tiñesen con sus brillos, que van del amarillo al morado, o que enrojecen, o son verdes. Blanquecinos de neón, también.
   Un bulevar donde crecen palmeras es mediana entre los carriles de uno y otro sentido y me distrae la mirada. Bendigo el atasco que, por unos momentos, impide que se mueva nuestro minibús. Sigo con los ojos a un séquito variopinto, cuyos pies, más que andar, danzan, como guiados por una música inaudible o hecha sólo de sus risas, porque a la vista está que exudan alegría y buen humor. Algunas muchachas, que visten de rojo, son las damas de la novia, que, de blanco, encabeza, del brazo de su pareja, la comitiva. Deben de ir a casarse, o quizás es de la vicaría de donde vienen de oficializar su compromiso. Es una estampa común en esta avenida de Las Vegas Strip. Tras las aceras, entre tanta geometría mastodóntica, de torres esbeltas o construcciones compactas, destacan, precisamente por su menudencia, dispersas a lo largo de cinco kilómetros, un sinfín de capillas.
   Ante los ministros al cargo, acuden a matrimoniar a esos minúsculos templos gentes de medio mundo. Únicamente con satisfacer los arbitrios en el organismo oficial correspondiente basta para que los esponsales se efectúen. Con la ventaja de que la ceremonia no resultará tediosa, pues en cuestión de minutos se oficia e incluso, si tal es su deseo, sin que los contrayentes salgan de la limusina. Y, si les va la marcha, hasta pueden solicitar que sea un sucedáneo de Elvis Presley quien les pida el sí quiero.
   Ayer llegamos a Las Vegas y mañana nos marchamos. Paradojas que acechan al viajero, no será hasta ahora, casi finalizada nuestra estancia, a punto de decir adiós, cuando nos hacemos la foto ante el famoso cartel que, donde se acaba la calle, nos da la bienvenida a la ciudad con estas palabras:
Welcome
 to fabolous
Las Vegas
Nevada
   Todavía nos queda Fremont St, donde la calzada se transforma en paseo, que ocupa una muchedumbre andante. Una bóveda interminable usurpa su lugar al cielo. Presumen de la pantalla más grande del mundo, y debe de ser verdad, porque abarca la vía que, peatonalizada, se vuelve galería. Más de una tortícolis ha tenido que originarse aquí, por atender a las representaciones de luz y sonido que se proyectan en la curvatura de su superficie. Y aún, como para evitar que bajemos los ojos a tierra, de vez en cuando, nos sobrevuelan, con los brazos extendidos como alas de pájaros sin plumas, cuatro personas, que en cada ocasión son distintas. Forman parte del espectáculo, sin estar a sueldo, ni esperar propina. Sus gritos y sus mochilas los identifican: se trata de turistas que buscan en el aire una descarga de adrenalina.

jueves, 22 de septiembre de 2016

POR EE UU (9): VENECIA EN LAS VEGAS

El suelo parece hecho de tres dimensiones. Caminamos como si hubiéramos de saltar de un pequeño cubo a otro, cuidando de no meter el pie en el hueco que los separa. Pero es sólo un juego que confunde a los sentidos, una ilusión óptica. Pisamos mullidas alfombras, cuyo dibujo induce a una percepción engañosa, volviendo volumen lo que únicamente es superficie.
   Avanzamos, deslumbrados, por pasillos fastuosos, de anchura inverosímil, tan largos que llevan a las pupilas a mirar muy lejos. Atravesamos salas inmensas, abovedadas, tan vacías de mobiliario como escoltadas por columnas, profusamente porticadas, sin otra utilidad aparente que presumir de magnificencia y anonadar al visitante. Estoy a punto de decir que tanta ostentación de grandeza me recuerda al Vaticano cuando veo a algunos turistas encarar el techo. Y, al levantar la vista hacia donde ellos la fijan, me encuentro... ¡con la Capilla Sixtina!
   Salimos a un espacio abierto, donde algo no encaja en la memoria de lo inmediato. Cuando entramos en el enorme edificio dejamos atrás la oscuridad del atardecer, y ahora, menos de una hora después, nos recibe la luz del día. Por resolver el enigma, busco el cielo, que está tan alto como suele, y es azul y lo salpican nubes sospechosamente inmóviles.
   El pasmo aumenta cuando bajo los ojos, porque allá donde los pose el encantamiento no acaba. Andamos una calle flanqueada por casas renacentistas, con comercios que son un muestrario de productos italianos. Y en el centro se abre un canal por el que navega una góndola con su gondolero, que canta a capela una melodía de mucho sentimiento.
   Seguíamos dentro del hotel-casino Venetian que ciertamente hacía honor a su nombre. Y cuando al fin sí nos vamos y nos enfrentamos a la noche, que efectivamente, fuera de este decorado extraordinario, nos espera en el exterior, las maravillas no terminan. Un minibús, transmutado en alfombra mágica, nos lleva de Italia a Egipto sin abandonar Las Vegas. Y qué mejor para sentirse en el país de los faraones que esa pirámide espectacular que es el Luxor… Aunque también podrían haber sido nuestro destino París, o Nueva York, o al mundo antiguo de griegos y romanos que todo está a nuestro alcance y ver es gratis…

lunes, 19 de septiembre de 2016

POR EE UU (8): COTIDIANIDADES

Nos habíamos detenido en un cruce de Las Vegas, ante un semáforo que estaba en rojo. El icono que permite el paso o da el alto al peatón según sea el caso no es una figurita humana, como en Europa. Es la palma abierta de una mano la que te invita a atravesar la calle o a esperar  turno.
   Nos asfixiábamos. El sol de primeras horas de la tarde caía a plomo. Soplaba una brisa suave que, lejos de constituir un alivio, nos abrasaba la piel. Debíamos parecer, allí plantados, tres pobres pájaros a punto de perecer achicharrados. Nos alineábamos tras el pivote del semáforo por aprovechar su delgada sombra, pero igualmente sentíamos que nos sofocaba el aire.
   No se divisaba coche alguno, miráramos para donde miráramos, ni cerca ni lejos. Podíamos haber atravesado la calzada sin peligro para nuestra integridad o la de los inexistentes automovilistas, y sin embargo no lo hacíamos, y no porque nos intimidara la poca gente que, enfrente, esperaba la autorización para el cambio de acera, o porque nos avergonzara infringir en público las normas de tráfico. Nos habían advertido de que las multas por tales infracciones alcanzaban en Estados Unidos cifras de cientos de dólares.
   Había olvidado las gafas de sol en España. Mis ojos no podían asumir la claridad que los cegaba y, además, me dolían de calor. Sin esa circunstancia, no nos habríamos fijado en una farmacia  con la que nos topamos al otro lado de la calle, cuando finalmente el disco del semáforo nos concedió derecho de paso, y no habríamos descubierto sus interioridades.
  Era como un gran supermercado, sólo que únicamente ofertaba medicinas y complementos sanitarios. Cogías un carrito o una cesta y recorrías múltiples pasillos, que delimitaban estanterías bien provistas de remedios para cualquier estado de salud demediado. Y en la salida te aguardaban las cajas y las cajeras. Al retornar al exterior, unos protectores recién adquiridos que adosé a las lentes devolvieron a mis pupilas la visión. Entonces hube de llevarme las manos a los oídos: un avión, que volaba muy bajo, atronaba cielo y tierra, antes de perderse en la profundidad del espacio azul.
  Un restaurante italiano nos ofrece la frescura ambiental que precisamos. También pasta, en cantidades asumibles. Y una tregua en cuanto a la desazón que nos supone calcular propinas, pues el servicio viene incluido en la factura. En otros locales, al coste de la comida has de sumar en torno a un veinte por ciento para el camarero, que, pese a ello, no se hará rico, pues seguramente su salario será muy exiguo. De lo que no nos libramos es de pagar el vino a precio de oro: una copa del penúltimo más barato (¡la honrilla española!) no sale en ningún sitio por menos de 11 ó 12 dólares… Y no vayáis a pensar que la llenan hasta arriba…

jueves, 15 de septiembre de 2016

“POR EE UU (7): OJO CON EL ESPAÑOL”

Me sucedió en un pequeño restaurante autoservicio. No recuerdo si confundimos la entrada con la salida y nos llamaron la atención o si, simplemente, quisimos preguntar algo a una empleada.  Es posible que ella tuviera un mal día aquella mañana, aunque tampoco puede descartarse que fuese de natural hosco y poco dada a la amabilidad. Sea como fuere, no hizo gala de ningún buen talante. Y a mí se me ocurrió comentar, sin dirigirme a ella, pero en voz no tan baja que no me oyera, que vaya mal humor que se gastaba. Comprendí al punto que me había entendido perfectamente al ver cómo me miraba y acto seguido intercambiaba unas palabras con otra dependienta. Hablaba en inglés, pero “mal humor” lo dijo en español. No parecía nada contenta. Yo, si he de ser sincero, no sentí ningún rubor. Lo que sí me hubiera gustado es saber qué le contaba a su compañera. Ésta se reía, ignoro si de mi lapsus o de su enfado.
    Por lo demás, lo mejor del sitio no era, desde luego, la comida, rápida y con mucho condimento de añadidura. Pero las mesas estaban al aire libre y las vistas parecían extraídas de una película. Ni los cuervos que graznaban desde el tejado del local, y que por cierto estaban de buen año, gozaban de mejor perspectiva que nosotros.
   El promontorio que nos acogía nos elevaba majestuosamente sobre el cañón del Colorado y lograba que pasase a segundo plano la calidad del yantar. No conseguía el cielo, que estaba rabioso de azul, que lo reflejase el agua. Mimetizada con la base de los farallones que la encajonaban, adoptaba la corriente una tonalidad terrosa, como si fluyese café con leche.
   Admiramos las monumentales caídas de los murallones, de lisuras verticales o con trazado oblicuo, salpicados de escarpaduras, detenidos ocasionalmente en su desplome por remedos de graderías. Las cimas se desplegaban como una sucesión de altiplanicies que se extendían hasta donde los ojos ya no alcanzaban. Hercúleos monolitos cuyas cumbres todavía no había allanado el tiempo salían a veces al paso del río, que para salvarlos los bordeaba. Aquí y allá, grandes lajas de piedra quebraban la continuidad de los suelos.
   El sol arrancaba todo su cromatismo de ocres y amarillos a este paisaje hecho a la medida de titanes. Jugaba con las sombras y alteraba los colores, como un foco que resaltara un relieve y a otro lo oscureciera.
    Verdeaba la vegetación este colosal decorado, con toda una gama de matices. Faltaba la hierba en el impresionante muestrario de matorrales y de arbustos, que, sin arracimarse en apreturas, crecía por doquier. De cuando en cuando, sobresalían entre esas plantas menores figuras que se dirían de humanos clamando al cielo, y que no eran sino esbeltos cactus de varios brazos extendidos.
   Entre tanto donde mirar, no distinguimos gentes que habiten estas soledades. Pero la memoria recrea la vida y andanzas de los indios hualapai. Aún no hace una hora que recorrimos una senda, en una especie de museo al aire libre. Fuimos de tiendas cónicas, levantadas con palos y recubiertas de ramas secas, a edificaciones de planta rectangular, donde el barro se hacía pared, o a tipis de cuero pintado. También nos habíamos topado con algún horno, no sé si de piedra, como sí lo eran, en el centro de los habitáculos, los círculos que acotaban e espacios para el fuego.
   Esos recuerdos pondrán fin a nuestra mañana en el entorno del Gran Cañón del Colorado. Nos aguardan los 40 minutos del vuelo de retorno a Las Vegas. Ya en el aire, abro los ojos al encuentro de un imposible: a trechos, la tierra se oscurece, como si por arte de magia hubieran germinado bosques. La avioneta traquetea a causa  de unas turbulencias y me devuelve a la realidad. Nubes aisladas nos acompañan en los cielos y sus sombras son lo que veo en estas sierras, que siguen desnudas. El efecto estético no es, sin embargo, un espejismo.  

lunes, 12 de septiembre de 2016

POR EE UU (6): SUSPENDIDOS EN EL VACÍO

Sobre la inmensa rotura de la tierra que es el Gran Cañón del Colorado se cierne el Sky Walk, que no ha sido bautizado así en vano: cualquier lego en inglés sabría, con solo verlo, que es el Paseo del Cielo. Sale de lo alto de un paredón y va hacia el que tiene enfrente, pero antes de unir al uno con el otro olvida toda ambición de ser puente y se hace estrado, si bien majestuoso.
    Nos han entregado un calzado de plástico. Sabemos que es para proteger el monumento, pero su forma de babuchas orientales parece anticipar un prodigio.
    Al principio, cada paso que das semeja más una temeridad que la búsqueda de un oteadero desde donde mirar. Tus pies pisan el vacío, como si caminases sobre el aire y la ley de la gravedad hubiera sido derogada. Acabas de hacer realidad el viejo empeño de volar sin alas.
    Debajo de ti se abisma el paisaje. Por un momento, piensas que, si se rompiese la pasarela de cristal que andas, morirías cayendo, aun antes de estamparte contra lo más hondo, un kilómetro más abajo, y no se oiría, arriba, el ruido de ese choque lejano.
    Según avanzas, muy poco a poco, vas desechando miedos y ganando en seguridad, porque el suelo será transparente, pero resiste tu peso y el de otros. La sensación de vértigo, si no desaparece del todo, paulatinamente se atenúa. Abandonas la tentación de acogerte al refugio que te ofrecen  los estrechos arcenes metálicos que aorillan el camino de vidrio. Incluso terminas por sonreír viendo cómo algún recién llegado, pasando lo que tú has experimentado, espanta con aspavientos su susto.
   Mientras permanezcas así suspendido, no envidiarás al ave de presa que ciclea cercana, ávida de caza. Únicamente, si es caso, apetecerías de sus ojos, que multiplicarían tu agudeza visual. Aunque este espacio desmadrado supera el interés por el detalle y exige dilatar la pupila. Todo es ciclópeo en torno. Aun después de contemplarlo, cuesta describirlo, como sucede cuando se encara lo inconcebible. Nada hay donde estás que escape a tu asombro, hasta el tiempo que empleó la naturaleza en modelarlo. Millones de años se materializan en estos parajes que nada nos deben. Que hacen de nosotros nadies. 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

POR EE UU (5): CAMINO DEL GRAN CAÑÓN

La avioneta parece en su fragilidad una cometa que empujara una brisa suave. Desde su interior, ocho pasajeros pasmados abrimos los ojos a extrañas maravillas. Sobrevolamos parajes a los que vuelve espectáculo la grandiosidad de su escenario y una aridez extremada. Durante kilómetros y kilómetros, montes y montañas se disponen como si fueran de arena y el capricho del viento los hubiera moldeado a su antojo. A veces, dan paso a valles estrechos o, por el contrario, a planicies casi infinitas, cuyo fin no columbramos. Hay trazados de regatos que fueron y que tal vez vuelvan a ser, y, desde la altura, son como caminos perdidos en el secarral. Y un río, el Colorado, que en su discurrir milenario ha horadado barranqueras y que, detenido por el muro de un embalse, remeda un lago, un contrapunto azul en estos vastos eriales donde no despuntan árboles, ayunos también de cualquier otro vestigio de vegetación. Está tan pelado el yermo que ni siquiera el agua ha dado verdor a las orillas de su cauce.
   Choca, en esta paramera inmensa, encontrarse con la vida humana. Surgen, extrañamente, dos o tres poblamientos de casas de una planta, que son del mismo color amarillento de la tierra y se disponen en parcelas contiguas, con un orden cartesiano, como si alguien se hubiera empeñado en trazar sus escasas calles con regla y cartabón. Me pregunto cómo será la vida de la gente que las habita y qué habrán venido a hacer en medio de semejante soledad.
    Al poco, se eleva el paisaje en una meseta sin término, rota por depresiones y salteada de roquedos. A vista de pájaro, la vasta superficie se tiñe ahora de un verde que no brilla. Todo lo empequeñece la altura y, mientras permanecemos en los cielos, creo, erróneamente, que es pradería de montaña ese tapiz.

    Inmediatamente antes de aterrizar, divisamos, a un costado, una gigantesca hendidura sin fondo. Tenemos ante nosotros el Gran Cañón del Colorado.

lunes, 5 de septiembre de 2016

POR EE UU (4): AMANECE EN LAS VEGAS

Tiene su aquél. De primeras, todo el mundo  se dirige a mí como si por fuerza hubiera de ser el portavoz de la familia. ¿Por mi edad o por mi condición masculina? No lo sé (aunque lo intuyo), pero siempre soy yo a quien inquieren los camareros (da igual que sean camareras) de ojos expresivos, sonrientes, casi diría que afectivos. Me hablan con la mejor de las intenciones, como si los fuera a entender. Y, quizás guiados por prejuicios ancestrales de género, meten la pata: yo a lo más que llego es a capiscar alguna palabra de su inglés, pero fracaso en el intento de reconstruir todo un discurso a partir de un vocablo pillado al vuelo. Así que, después de poner cara de interés (del máximo interés), me quedo como estaba, y trato de orientar su atención hacia mi mujer o nuestra hija, que sí comprenden perfectamente lo que dicen.
   Una vez más, experimentamos lo difícil que es comer lo justo en Las Vegas. En una cafetería enorme, que está en el hotel pero no es del hotel, nos apabulla el desayuno. Busco el jamón que debe acompañar a los huevos fritos y no lo encuentro. Por ninguna parte del platazo comparecen ante mis ojos las lonchas que esperaba. ¿Lonchas, digo? Tardo poco en darme cuenta de que la culpa es mía, por no considerar dónde estamos. El lugar de las finas láminas de jamón que imaginaba cuando lo pedí, lo ocupa una especie de bisté de buen tamaño y grosor, del que no daría yo cuenta aunque fuese la hora del almuerzo y no las cinco de la mañana, y faltara la ración de patatas que lo acompaña. Mi mujer me mira con impotencia. Previsoramente quiso únicamente fruta, y se ha topado  un frutero entero en su plato.  
  ¡Qué apetito, el de esta gente, que parece zamparse el mundo a bocados, y de una sola sentada! ¿O es la ansiedad que provoca el juego lo que los lleva a ser tan extremadamente voraces? Sería, en este supuesto, una cuestión de índole menor, pasajera en la vida de algunos estadounidenses, y circunscrita a  Las Vegas y sus casinos. Sorprendería, sin embargo, si tal fuera el caso, ver a tantos individuos con sobrepeso y, más allá de su número, lo desmedido de unas gorduras imposibles. Esa obesidad no habla de unos días de atracones sin medida, sino de unos hábitos alimentarios cotidianos y nada saludables.
   Con la comida en la boca o en un táper, y, ay, parte todavía en la mesa, salimos a escape. Un minibús nos recogerá a las 5.40 para conducirnos al aeródromo donde una avioneta nos llevará al Gran Cañón del Colorado. Viene de hotel en hotel, recopilando viajeros madrugadores. De camino a la entrada, atravesamos una zona del casino. Nos cruzamos con caras que  no han cerrado los ojos a la noche, y no nos miran. En mi retina permanecen dos parejas que juraría que de ordinario no lo son. Van, entre risas, en dirección a los ascensores.
   Afuera, en Las Vegas ya se apunta el amanecer.

jueves, 1 de septiembre de 2016

POR EE UU (3): UNA ENSALADA EN LAS VEGAS

Avanza la tarde y sigo en modo alien. Desde diez plantas más abajo de donde estamos, llegan, sin concederse tregua, ondas de chunda-chunda. Las canciones del verano se cuelan en la habitación e irrumpen en el jet lag de recién venidos de España. Por muy alto que esté el volumen de la música, me parece imposible que suba tantos pisos. ¿Dónde se originará? Guiado por una repentina intuición, hago acopio de fuerzas, me acerco a la ventana y abro hojas centrales de cristal. Una oleada de fuego se me echa encima. Como para no desentonar con esa temperatura desmedida, bajo mis ojos se despliega todo un palmeral. Entre sus troncos, se abren generosas cubetas que el cielo pinta de azul. El hotel-casino que nos alberga contribuye a la desmesura de la ciudad, con piscinas y datileras con rango de oasis. En una de las primeras, la más escondida, descubro la causa de mis desvelos. Veo a mucha gente en un agua que no cubre sino hasta el pecho, dando saltos al compás que les marca un ritmo inmisericorde y machacón, como si se hallaran en una discoteca acuática.
   Empiezo a soñar con una cena muy leve. Pienso que una ensalada sentaría bien a un estómago castigado por la comida de dos aviones consecutivos. Y poco después  entramos en uno de los restaurantes de la planta baja. Es muy grande. Nos cuesta leer la carta porque la iluminación es escasa. No sé si se persigue crear un clima de intimidad entre los comensales u obedece esta penumbra a un programa de ahorro energético. La música es en vivo. Cerca de nosotros, hay una orquestina que algo toca.
   A mí me da un poco de reparo pedir un solo plato, que además sea liviano, pero lo hago, porque no tengo ganas de más. Cuando llega nuestro pedido, mi primera impresión es que, en lo que a mí respecta, se han equivocado. Cierto que me ponen delante un combinado de lechuga y tomate, pero es para, al menos, cuatro personas como yo. Sin perder la sonrisa, la camarera responde que no hay error, que ésa es lo que he encargado. Así que no me queda otra que tomar nota para otra vez y comer lo que se pueda, que, por mucho interés que pongo en ello, no pasa de la mitad, y ello contando con que me excedo. Esto de adaptarse a los usos y costumbres de otro país lleva su tiempo y, como es el caso, conlleva sus contratiempos.
   Al salir del local, volvemos a estar en el casino sin pisar la calle, porque todo es uno y lo mismo, el restaurante es únicamente un complemento. El anochecer ha traído más animación a las máquinas y mesas de juego. Aunque no veo un solo dólar –sólo fichas, como si todo fuera una simulación-, pienso de dónde saldrá tanto dinero. Por entre esa inmensa rueda de la fortuna, se mueven sin cesar muchachas con bandejas que portan bebidas para los jugadores. Van justas de ropa, en riguroso negro, y cabalgan tacones elevados. De pasada, nuestra mirada se posa en una chica que se contorsiona, colgada de las alturas.
   Estamos muertos de sueño y mañana madrugaremos.