sábado, 29 de octubre de 2016

POR EE UU (18): EL ENCANTO DE VENICE

Será que tengo alma de robaperas, o que me quedé anclado en el 68 y de cuando en cuando asoman en mí sus resabios, pero a mí me gustó más Venice que Santa Mónica.
   Al lado mismo del mar, pisamos por un parque abundante en espigadas palmeras que guardan distancias entre sí, como empeñadas en remedar una dehesa. En busca de sus copas, la mirada escala troncos esquemáticos. Lo que no tienen de anchos, lo han ganado en inverosímiles alturas, que nunca serán definitivas, por más que parezca que, sí continúan creciendo, llegará el día en que de puro esbeltos se quiebren. Por improbable que resulte, desde tan arriba alcanza su sombra el suelo. A ese amparo, se tienden o están sentadas gentes con pinta de practicar el nomadeo de una vida desordenada, que burla convenciones como manera de existir.
   Cerca, resuenan deslizamientos y ruidos de trompadas que auguran daños. Provienen de unas pistas de skate, encima mismo de la playa. Son hoyos muy grandes, de paredes oblongas, chapeados. A la vista de un público que va de paso y se detiene, unos cuantos individuos, todos de sexo masculino, ponen a prueba sus habilidades. Los hay casi niños, cuyos ojos reflejan el susto, pero también el orgullo de protagonizar una gesta que no creían a su alcance, como si fueran aves que emprendieran su primer vuelo. Predominan no obstante los jóvenes y no falta algún mayor que se resiste a serlo. Verdaderos artistas de la filigrana sobre ruedas desafían curvaturas imposibles con una sorprendente exhibición de acrobacias. A veces, sin embargo, un ángel caído se levanta con presteza y disimula que le duele de la mejor forma en ese trance, que es volver a intentarlo.
  La atracción se multiplica en el paseo marítimo. No dan abasto las pupilas para abarcar lo que les sale al paso. Las reclaman la variedad de estilos y la alegría de colores de las fachadas, los comercios, que son tiendas chiquitas y de abigarrados expositores, algún hippy entrado en años que sueña a la vera del camino con vender un cuadro que ha pintado u otra artesanía... Un corro que empieza siendo pequeño y se va agrandando anuncia un espectáculo callejero, de mucho mimo y contorsión y se deshace con mayor rapidez que se formó, dejando tras de sí el tintineo de unas monedas en la gorra de los cómicos.
   Huelo en algún momento a maría y veo una expendiduría de marihuana, que no se esconde. Un cartelón dice en su puerta abierta que por 40 dólares puede obtenerse el certificado médico que autoriza al interfecto a adquirirla y consumirla, supongo que por prescripción facultativa...
   Cada paso es un descubrimiento. Y si damos muchos, acabaremos por saber, sin que se precise de más explicación que la brindada por la vista, por qué Venice es Venice. La tierra se abre en cuatro canales, que salvan puentes arqueados. Faltan gondoleros y canciones en las aguas. Pero no barcas amarradas a embarcaderos y chalets que pueblan las orillas.
   Hemos conocido una Venecia estadounidense antes que la italiana…  

miércoles, 26 de octubre de 2016

POR EE UU (17): SANTA MÓNICA VERSUS VENICE

No es que Santa Mónica sea lo más de lo más, pero sí que aparenta mayor riqueza que Venice, su vecina. Son dos localidades próximas a Los Ángeles, a las que hermana una playa en la que, como estamos en la costa Oeste de los Estados Unidos, rompe el océano Pacífico. El arenal se extiende kilómetros más acá y más allá de ambas villas, como si no tuviera fin, pero a mí lo que me sorprende es, sobre todo, su anchura. Menudas caminatas habrá de emprender para llegar al agua quien desee bañarse. Y sería difícil experimentar la sensación de agobio, aun cuando el gentío que pulula por el paseo marítimo decidiese, de consuno, bajar a dorarse al sol o a zambullirse.
   Cientos de comercios abren sus puertas en las calles que dan al mar, tanto en Santa Mónica como en Venice. Los de Santa Mónica son grandes espacios donde asoma la modernidad. A la curiosidad de miles de transeúntes se ofrece la más amplia gama de mercancías que uno pueda imaginar. Entramos en un establecimiento enorme, una planta baja que es como una nave diáfana. Sobre muchas mesas se exponen para su venta variedad de productos tecnológicos de Apple; también paramos en otro local, que por sus dimensiones no desmerece de un hipermercado, en este caso de calzado deportivo.
   Las calles son amplias, casi avenidas, y las casas no emparedan, por su altura, la mirada. Por todas partes se respira un aire vacacional y consumista, como si no hubiera otra cosa que hacer que ir de un lado a otro, ver y, acaso, comprar. El puerto está especialmente atestado. Al atravesar sobre una pasarela que ejerce de puente, la muchedumbre se adelgaza y forma una línea que desde muy arriba parecería fila india de hormigas, de no ser por el variado colorido de las vestimentas. Casi sin querer, pienso en un cuadro que alterase a cada momento su composición cromática.
  Y sí, al fin comimos nuestra primera hamburguesa desde que llegamos a Estados Unidos. Fue en un restaurancito que llaman Jonny Rocket. Husmeamos por entre la oferta de su carta y nos decantamos por una modalidad que habían servido cuando inauguraron el local. Estaba deliciosa. Y, al más puro estilo americano, la acompañamos con una ración de patatas fritas. Allá donde fueres, haz lo que vieres.
  Estábamos al aire libre, viendo pasar gente y atendidos por un camarero latino que, tan pronto nos oyó hablar, cambió el inglés por el español. ¿Podíamos pedir más?

  Pues aún nos esperaba Venice.  

viernes, 21 de octubre de 2016

POR EE UU (16): UN PASEO POR LOS ÁNGELES

La del lunes 8 de agosto fue mañana de tour. Embarcados en una furgoneta, en compañía de otra familia y con un guía que habla español, nuestro periplo se inicia a la vista de las imponentes torres de cristal del barrio financiero.
   Atravesamos Downtown, el casco viejo. De pasada, la calle nos deja imágenes de bellos e impolutos edificios, de escasa altura, que conviven, en extraño maridaje, con otros que llaman la atención por lo destartalados que están. Reflejan, plásticamente, la dualidad de sus residentes. Es zona de gente con escasos recursos que, no obstante, está experimentando una mutación. Últimamente se viene convirtiendo en polo de atracción para profesionales con posibles, que remozan las viviendas antiguas. Lo hacen usando en mayor medida de la madera que del ladrillo, más letal si hubiera, como ha habido, terremotos. En paralelo al cambio de población, una cohorte de comercios nuevos se instala en el vacío que dejan las tiendas de toda la vida, que van echando el cierre.
   Ya fuera de esa zona, nuestro vehículo aparca en los límites de una plaza, que paseamos solos. Es un espacio grande y vacío. En su centro, se levanta una puerta, que es sólo marco. Ese dintel enmarca la efigie lejana del ayuntamiento de la ciudad, que se nos aparece a través de su vano.
   Andamos hacia un sitio próximo que bien podría llamarse foro de las artes. De camino, pasamos por delante de un teatro que antaño fue escenario de entrega de los Oscar. Cerca, vemos a un lado un museo dedicado a la pintura, y, en otro punto, el palacio de la música. Nos detenemos ante este último.
   Es muy moderno, con planchas metálicas que no lo fían todo a las líneas rectas. Y tiene su anécdota. Lo construyeron con un material que refulgía al sol. Tal vez ese brillo atrajese las miradas, pero de igual modo las apartaba de sí, al deslumbrarlas. Y peor aún era que cegase a los conductores. O que la refracción recalentara el ambiente, volviendo un cocedero las inmediaciones. Así que hubieron de deshacer lo hecho, o casi, pues en la parte trasera dejaron el recubrimiento original, como recuerdo de lo que había sido.
   La Inglaterra victoriana nos aguarda en otro punto de la ciudad. Parecen sus chalets un adorno que orlase sus pocas calles. Estamos en Los Ángeles, y, cómo no, algunas de estas casas han servido de escenario en secuencias de películas. Constan de dos, tres plantas a lo sumo y siempre las circunda un jardín. Son como una concesión a la nostalgia de un tiempo pasado. Quizás, hoy en día, también a la estética. Me gusta el sosiego que se respira aquí… 

lunes, 17 de octubre de 2016

POR EE UU (15): LA PARAMOUNT NOS ABRE SUS PUERTAS

   La cabeza de Brad Pitt nos observa desde una mesa. No puedo apartar de ella la mirada, que sólo de pasada ha entrevisto las estatuillas doradas de los Oscar con que han premiado películas de la Paramount, o los trajes que han vestido a sus intérpretes. Únicamente tengo ojos para la jeta del actor. Sólo que no haya un cuerpo que la sustente revela su impostura. Creo que no me asombraría nada que me hablara.
   El juego entre realidad y ficción se repetirá constantemente durante las dos horas que dura la visita. De las dimensiones de este estudio de cine da fe que lo recorramos subidos en un minivehículo. Circulamos por calles que son un remedo de las de verdad. Quien disfrute de buena memoria las recordará como escenario de esas persecuciones de automóviles tan queridas de los filmes americanos. También en sus aceras se iniciaron romances y despedidas de mentira, sucedieron intrigas, se cruzaron figurantes por decenas. ¡Menudo vivero para cinéfilos! Al lado de un banco se fotografía una pareja. Me acerco y leo una placa. Ahí se sentó Forrest Gump.
   Dos mujeres caminan. Una va de rosa. La otra es una estrella, nos dicen. Siempre se les asigna una empleada, mientras permanecen en los dominios de la compañía.
   Me admiran los edificios de época que delimitan la calzada. A algunos no les falta siquiera una de esas escaleras exteriores, metálicas, para escapar de un incendio. Es tal su verismo, que dan ganas de llamar a sus puertas, por ver si alguien nos abre y visitamos sus estancias y nos recreamos con su mobiliario. Aunque el intento sería vano, pues nada esconden muchas de esas fachadas tras de sí. Como la boca de metro a la que nos acercamos. La corona el nombre de la estación, a la que descienden unos escalones que parecen de verdad. Pero si los bajásemos, nos encontraríamos en un callejón sin salida.
  Sobran trucos con que engañar a los sentidos del espectador. Por ejemplo, nos detenemos ante una casa con dos entradas casi idénticas. Lo único que las diferencia es el tamaño. Un actor parecerá de mayor o menor estatura, según convenga, dependiendo de la altura del marco que atraviese.
   Entramos en un gran habitáculo. Vemos coches con el esplendor que dan los años y su mucha largura y mucha chapa, y hasta el morro de un camión, que no están ahí como antigüedades, sino porque han sido utilizados en tales o cuales películas. Enseguida la vista se me va a una muerta, que reposa en un ataúd abierto al morbo de los visitantes. Algunos se hacen selfies ante el cadáver. A mí me parece que su color cerúleo demanda un entierro digno y pronto.
   Otros espacios se abren a nuestra curiosidad. Uno, inmenso, diáfano, con múltiples accesos, nos muestra de lo que son capaces la imaginación y el trabajo de los decoradores. Cuelgan de las paredes fotografías que revelan cómo ha mutado, según las exigencias de los guiones demandasen que fuera uno u otro lugar.
   Ambientes distintos aparecen también, en esta ocasión simultáneamente, en una nave donde nos metemos. La han compartimentado para recrear las viviendas de dos familias de diferente posición social. Se alternan los aposentos de ambas: sendos salones, cocinas, cuartos. ¡Nadie diría que está tan próximo lo que en la pantalla se ve distanciado!
   Hay un local que parece lo que es, un enorme almacén donde se amontonan enseres muy diversos, con cuyo concurso podría amueblarse una casa, sea del estilo que fuere. Y si aquí no halla el director lo que busca, siempre le quedará la opción de acudir a uno de los talleres que, en el interior de grandes pabellones, dan forma a los objetos más varios.
   Con lo que yo no contaba era con que una explanada, ligeramente hundida y llena de coches aparcados, se transformaría, mediando previa inundación, en un mar navegado y embravecido. No lo creería, de no mostrárnoslo la guía en su Tablet.
   Me gustaría presenciar la proyección primera de las películas que se hace en un teatro integrado en este estudio de cine, antes de darles el placet definitivo. Pero todo no puede ser, así que me contento viéndolo por dentro. Y ese espacio sí que no es de mentira. 

martes, 11 de octubre de 2016

POR EE UU (14): EN EL METRO DE LOS ÁNGELES

Localizamos una boca de metro. Peleamos un poco con la máquina expendedora de billetes. Un guarda de seguridad viene y nos echa una mano amable, que resuelve el conflicto a nuestro favor, pues el artilugio mecánico  suelta dócilmente los tickets que un instante antes se resistía a entregarnos.
   Habla castellano nuestro mediador, y quisiera ir con nosotros hasta el andén que buscamos, pero tareas de mayor importancia lo reclaman en otra parte, y va a dejarnos. “Yo los acompaño”, oímos decir a nuestras espaldas cuando ya el guarda se aprestaba a indicarnos el camino que hemos de seguir. Miramos adonde proviene esa voz que suena tan amistosa y nos encontramos con la sonrisa de un joven español. Es abogado y participa en un programa de intercambio con Estados Unidos.
   Él y nosotros llamamos la atención en el vagón. Algunos pasajeros nos miran con indisimulada sorpresa. Enseguida me doy cuenta de por qué. Nuestra piel es demasiado blanca para no chocar con el entorno humano que nos rodea. Lo componen en exclusiva gentes latinas y afroamericanas. Al percatarme de ello, el extrañado soy yo. Sé que no hay medios de transporte que discriminen por tipo de usuario, pero no puedo evitar la sensación de habernos metido en territorio ajeno.
   Me vuelvo hacia nuestro improvisado ángel de la guarda. A la claridad de la epidermis suma traje, corbata y maletín de letrado, que hacen de él un bicho aún más raro que nosotros en este contexto. ¿Dónde están los rostros sonrosados de los estadounidenses de antepasados europeos?, le pregunto.
   Andan ahí fuera, en el exterior, en sus coches, sumidos en algún atasco, tal vez. En su concepción de la vida, utiliza el transporte suburbano quien no tiene vehículo propio. Se ve obligado a compartir espacio el que no posee el suyo en exclusiva. Es una filosofía individualista, que atribuye a los servicios públicos un carácter meramente subsidiario, del que no usan, precisamente, los triunfadores. Echando una ojeada alrededor, pienso que lo que comienza por ser una cuestión social acaba por devenir en étnica, en racial, hacedora de guetos.
   Interfiere en mis cavilaciones un desconocido. Parece mejicano por sus trazas y su acento, y todavía es joven, aunque no tanto como para prescindir del adverbio que matiza su edad. Me señala un asiento que acaba de dejar libre, para que lo ocupe. Ha sido lo suficientemente perspicaz para darse cuenta de que hace tiempo que cumplí los años que aparento. Con una sonrisa rechazo –qué palabra más fuerte, para describir un gesto tan afectuoso como lo fue el mío- su ofrecimiento.
   Cuando me dispongo a seguir con mis elucubraciones, la megafonía anuncia que la próxima parada es la nuestra. Y la voz que oigo habla en inglés y en español. 

jueves, 6 de octubre de 2016

POR EE UU (13): EN BEVERLY HILLS

Sobre lo alto de un monte verde, grandes letras blancas, mayúsculas, propalan a los cuatro vientos que nos hallamos en Hollywood.
   Entre la vegetación de la ladera, se abren unas pocas calles, sin apenas tráfico. Están vedadas a los buses que muestran la ciudad de Los Ángeles a los turistas. No así a los automóviles particulares, que, no obstante, tienen prohibido detenerse ante cualquiera de las lujosas residencias del famoseo, protegidas como búnkeres de la curiosidad ajena. Incluso si alguien se aventurase a caminar esas aceras, es muy probable que le saliese al paso algún guarda, que se interesaría por su destino.
   Cuestan esas mansiones un potosí. A poco que uno tienda la oreja, se enterará de que su precio se calcula en varios millones de dólares. Si al agraciado con una estrella en el Paseo de la Fama le sale ese recuerdo para la posteridad por 30.000 $, ni te cuento lo que le supondrá vivir en Beverly Hills.
   Por un momento, pienso en qué hará que esas casas valgan tantísimo. Ni que fueran construidas con metales preciosos o estuviesen en medio de una finca que alcanzara las dimensiones de un parque. O que su diseño lo hubiese firmado un reconocidísimo arquitecto. Y aun así.
   Caigo en la cuenta de que el quid estriba en otras consideraciones. Cuando una vivienda sale a la venta se cuantificará en dólares si en su vida anterior ha sido habitada por Mengana o Zutano, o quiénes son los vecinos. Se pagará el prestigio social, la inclusión grupal, la exclusividad. Y a la postre, una cantidad cuantiosa deja de serlo para quien dispone de muchísimo más.  El culto a la personalidad se asocia aquí no sólo al talento interpretativo, sino al dinero.
   Imposible sacarse esa conclusión de la cabeza mientras se permanezca en este mundo. La calle Rodeo Drive, adonde vamos a parar, da otra vuelta de tuerca a la misma idea. En sus comercios, todos de grandes firmas, adquieren las celebrities aquello que apetecen. En algunos está mal visto, nos dicen, preguntar por el precio de las cosas. Simplemente se elige lo que se quiere y entrega la tarjeta para que pasen el cargo a la cuenta: ¡si será por numerario! Dentro de esas tiendas no vemos a nadie que no sean dependientes, siempre varios. La clientela está ausente, pese al gentío que abarrota la calle. Se supone que con un comprador de alto nivel que entre en uno de estos establecimientos se obtiene ganancia suficiente para una temporada.
   Se me ocurre que a los actores donde hay que admirarlos es en la pantalla...

lunes, 3 de octubre de 2016

POR EE UU (12): HOLLYWOOD WALK OF FAME

Una procesión de gente anda a la caza de estrellas. No las busca en un cielo azul y sin mácula. Mira a tierra, donde forman constelación inacabable, cada astro individualizado con nombre y apellido. Para su identificación no se precisan nociones de astronomía, sino de artes escénicas, o más bien de artistas (de cine, de teatro, músicos, magos incluso). No menos de dos millares figuran en esta original vía láctea, dispuesta ordenadamente sobre la superficie de una acera de Los Ángeles.
   Pasea arriba y abajo la multitud ávida de hallazgos, en un hormigueo incesante. De cuando en cuando y de trecho en trecho, esquivamos a un grupo que se detiene, formando un corrillo alborozado de risas y voces, que posa para inmortalizar el momento con sus móviles o sus cámaras. Es que se han encontrado el sujeto de su devoción. Quien es el interfecto y el símbolo de su arte destacan en amarillo, como el reborde de cinco puntas de la estrella que lo aloja, sobre un fondo que se colorea de un terrazo rosa suave.
   Michael Jackson goza de especial fervor en este firmamento, como también Elvis Presley o Charles Chaplin. No todos los que están son venerados por igual. A muchos se les regala, al paso, que no se para a reverenciarlos, una mirada de reconocimiento, o, ay, se les ve sin que la vista se fije en ellos, como no sea para un apresurado descarte.
   La mitomanía se nutre asimismo de actores, que encarnan a personajes objeto de culto. Cuando más desprevenido estés, tal vez se te aparezca Marilyn Monroe, o te sientas observado por El Zorro; quizás Superman se te sitúe al lado, como si pretendiera salvarte de un peligro que ignoras. Si condesciendes a su pretensión de fotografiarse contigo, no deberías olvidar que de eso viven, pues no siempre el escenario ofrece tarea a todos, y éste es, ahora, su trabajo.
   Quien no se satisfaga con sucedáneos siempre podrá optar por los originales, basta  acertar con la fecha adecuada. En el Kodak Theatre  se entregan los Óscar del año, y el espectáculo se inicia fuera, donde estamos, con los famosos pisando alfombra roja. Y si no, tal vez se consuelen los fans ante las huellas de pies y manos de sus ídolos, que eterniza el cemento en el patio del también próximo Grauman´s Chinese Theatre.
   Vanitas vanitatis.