viernes, 27 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (24): DESPERTAR DE LEONES

Es como si fueran una ilusión de los sentidos. Quizás sólo sea una manifestación de mis miedos, que engrandece su tamaño hasta hacer de ellos algo extraordinario. Pero he de reconocer que la envergadura de estos leones sobrepasa cualquier expectativa, por resultar tan fuera de lo común. Son como aquellos enormes parientes suyos de las cavernas de los que habla la paleontología, que han sucumbido al transcurrir de los tiempos. ¿O se trata de un resto vivo, relicto, de esos arcanos antepasados, que por milagro se han salvado de la quema? Cuando pregunto por la razón de semejante desmesura, la respuesta no me sorprende menos que si confirmase esta última hipótesis. Necesitan ser tan excesivos porque se han especializado en la caza de elefantes.
   Estamos en el área natural de Savute, en una encrucijada de caminos de arena, adonde hemos llegado montados en un todoterreno descubierto, con el que intentamos mimetizarnos por no ser notados. En el centro de ese espacio, unas acacias se achaparran y dan sombra a ocho felinos gigantescos, que dormitan. De ellos, dos son machos jóvenes, lo que deduzco por la crin que les recorre la línea del lomo, sin desparramarse todavía en una melena.
   Son las cinco y cuarto de la tarde, y empiezan a desperezarse de un sueño que a saber cuánto ha durado. No nos perciben como amenaza, ni ven afortunadamente en nosotros, que permanecemos en modo estatua, presas. Se lo toman con tanta calma que se diría que tienen asegurada la cena de esta noche.
   Observo el ritual del espabile, consciente de que asisto a un momento que será, para mí, único. Veo cómo se yerguen los más madrugadores; cómo, aún con el andar vacilante de quien lleva la modorra a cuestas, se dirigen a otros y les dan un lametazo en la cara, como para rescatarlos de los dominios de Morfeo. El trayecto que emprenden es corto de ambiciones, porque enseguida se sientan y se quedan casi tan quietos como nosotros.
   De pronto, veo que una leona se agazapa. Está al otro lado del carril arenoso y se ha pegado al suelo, como si pretendiera pasar inadvertida, la cabeza adelantada, recta, formando línea con la espalda. Miro a donde miran sus ojos ambarinos y distingo, lejana, la grácil figura de un antílope. Me gustaría que mi corazón latiese con menor intensidad, por que no sea notado y estorbe un lance de caza, que contemplarlo sería ya el summum. Pero creo que si, a la postre, tras arrastrarse un metro escaso, desiste la leona de sus intenciones sólo es debido a que le ha entrado un súbito ataque de realismo..

lunes, 23 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (23): LA IRRUPCIÓN DEL LEOPARDO

“¡Lo veo, lo estoy viendo!”, exclamo, como para convencerme, más a mí mismo que a los demás, de que es verdad, por imposible que parezca. Lo digo conteniendo el grito, en un susurro que, apenas audible, expresa, sin embargo, la emoción que me embarga.
    Y me equivoco. Me pueden las ganas, la fuerza del deseo, la oportunidad de hacer realidad un sueño. He creído divisar puntos negruzcos sobre una piel amarillenta, donde sólo había hojas amarillas entremezcladas con la oscuridad de una enramada, en un arbusto grande.
   Pero ya no está allí el hallazgo de los hallazgos, donde alguien lo había localizado hace unos instantes, el tiempo que he tardado en dar con el sitio. Y me llevo la sorpresa de mi vida cuando, al pronto, me doy cuenta de que mis compañeros  miran con interés ya hacia otro lado, y el leopardo se me mete en los ojos, tan cerca está del jeep, porque en ese escaso intervalo se ha desplazado. Apenas un par de metros lo separan ahora de nosotros, que parecemos habernos vuelto invisibles a sus pupilas. Para él no existimos, es como si nos hubiéramos transformado en un accidente más del paisaje encantado del río Khwai y sus inmediaciones, donde manda el herbazal, que coexiste con espacios arbolados.
   El tiempo parece haberse ralentizado para que podamos observarlo a placer, pero sólo es que no lo mueve la prisa. Camina con un infinito sosiego, y le da el sol, que lo revela en toda su hermosura. Aprecio la elasticidad de su cuerpo, la belleza del manto moteado que lo cubre, la largura de una cola que acaba enroscada en la punta. Éste que nos ha tocado en suerte es un animal musculado y poderoso, y oculta la cara tras un antifaz negro.
   Se dirige, sin concedernos siquiera una mirada, a un árbol caído, que está a muy pocos pasos. Sobre su basta superficie, apoya las patas delanteras, en tanto mantiene las de atrás en tierra, como si buscara elevarse algo, para descubrir lo que hay más lejos. Y así nos regala un posado que no resultaría mejor si obedeciera a las indicaciones de un fotógrafo naturalista, ved de qué caprichos se alimentó nuestra fortuna.
   Luego de otear hasta donde seguramente no nos alcanzan los ojos, se encarama todo él arriba del tronco y se repantinga en una pose que, si le ofrece descanso, resulta menos airosa que la anterior. De cuando en cuando, emite un ronquido suave. Si era advertencia para que nos fuéramos, la verdad es que no nos dimos por enterados. Lo mirábamos con obstinación, como para fijarlo bien en la memoria. Y tuvo nuestra pertinacia recompensa, que aún volvió al suelo y, unos metros más allá, se emboscó, tumbándose de tal forma entre la hierba que, aun sabiéndolo allí, dejamos de distinguirlo.

   Desde luego, éstos no son campos para practicar senderismo, pienso, mientras, reanudada la marcha, va quedando atrás esa imagen, que no hemos soñado.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (22): DONDE EL CAMINO SE VUELVE DESTINO                            

De la épica del hipopótamo y su argumento (véase artículo anterior), a la lírica del entorno.  En Botsuana, cualquier desplazamiento se vuelve safari visual. Como cuando, costeando el río Khwai, vamos de la reserva natural de Moremi al área de Savute. El camino se erige a sí mismo en fin, como si fuese espacio donde apeteciera quedarse, y no mero trayecto hacia un nuevo destino.
   Jalonan nuestra ruta rebaños de más o menos impalas. Al paso del jeep, alzan en alerta las cabezas que pastaban y nos ven irnos sin apenas susto en sus hermosos ojos de gacela. Probamos a seguir el rastro de una manada de licaones. Intuimos muy próxima su desaliñada figura, y nos quedamos con las ganas de encontrarlos, aunque estar estuvieron por donde pasamos, y no deben de ser pocos, por la impronta que han dejado.
   Chapotea en una pradera inundada por el río un elefante muy grande, que no da muestras de habernos visto llegar. Su interés se concentra en la hierba. La arranca del suelo con la trompa, con tal cuidado que por un momento olvido su envergadura y pienso en una muchacha que recolectase rosas con que hacer un ramo. Bate con él el aire, como un pintor empeñado en colorearlo de verde a brochazos que, pese a su esfuerzo, no dejaran huella. Un reguero de gotas de agua y de arenas cae a tierra, y entonces se ofrece el bocado a sí mismo. Un buen rato permanecemos fascinados, observándolo, sin que halle nuestro interés ninguna reciprocidad por su parte.
    Al borde de la ribera, un ave serpiente entreabre las alas al sol, que seca sus plumas, y en su inmovilidad parece dormida. Poco después, un jaribú ensillado nos da el alto, pues fuera imposible no detenerse a admirar su hermosura. Es una zancuda que podría mirarnos de igual a igual, de tan alta como es. Semeja una cigüeña negra y enorme, con el lomo blanco. Pero lo que impresiona es su pico, de considerable longitud y mucha anchura, y todo un alarde de cromatismo. Sería por entero rojo, si no es por una banda negra y una a modo de silla de montar amarilla, que se le encabalga en la parte superior, y no en la grupa, como acaso fuera de esperar, dado su nombre. Es la suya una estética delicada, que evoca a una gran dama, que gozara contemplándose en el espejo del agua. Aunque no estoy seguro de que los peces compartan esa apreciación.
   La sigo con los ojos, aun después de que el jeep la deje atrás, y siento perderla. No obstante, enseguida tres grullas de cuello blanco, que hurgan en la tierra qué comer, compiten con ella en estilizada elegancia.
   A la vista de todo lo cual, se hace difícil creer que, todavía, en una revuelta del carril, nos aguarde un portento mayor. Pero estamos a un punto de que se haga posible lo improbable.

sábado, 14 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (21): HIPOPÓTAMO CON ARGUMENTO

El río Khwai burlaba a la vista,  discurría plácido, casi se volvía remanso, como si faltase corriente a su caudal. En una de las orillas estábamos nosotros, pie en tierra, fuera del jeep. Frente por frente, del otro lado del cauce, el agua calma duplica en su espejo a una manada numerosa de hipopótamos salidos de su seno.
   Están inmóviles, como queriendo no espantar al sol de media mañana, que los acaricia con tibieza. Con un gregarismo que envidiarían las ovejas, se aprietan tanto unos contra otros que o bien sienten frío o bien se quieren mucho.
   Son como de temblorosa gelatina, mantecosas masas de carne que de milagro no se desparramase, contenida por una piel negruzca, frágil en su lisura. Parecen, fofos y sin músculo ni velocidad, en remedo engañoso de sí mismos, apacibles vecinos de un espacio fluvial amigablemente compartido. Contemplándolos, apetece hacer oídos sordos a la mala fama de agresividad que arrastran, olvidar que son los animales salvajes que acaban con más vidas humanas en África.
   Una cría muy pequeña anda entre las moles de sus mayores, donde halla protección a su desvalimiento y acomodo para sus juegos. Es una estampa familiar, que todos observamos con indisimulada ternura.
    Contrasta esa imagen amable con otra presencia, ésta inquietante. A unos cien metros, ribera abajo, un adulto permanece aislado, en actitud que  lleva a pensar en un apartamiento no elegido. Produce la sensación de que encoge su tamaño, como si doblase la chepa y, caído de hombros, humillando la testuz, se hiciese menor. Se diría que, aun distante, inmóvil como está, busca el calor de sus congéneres, aunque únicamente lo haga con los ojos, que los miran de hito en hito, con la tristeza y el desamparo de los repudiados. Lastima esa exhibición de afligida soledad frente al  grupo, que lo ignora.
   De pronto, caigo en la cuenta de que el protagonismo no está en el rebaño. El personaje principal pasa a ser para mí este otro, tan fuera del mundo de los suyos. “Aquí hay una historia”, me digo, e imagino un argumento con la frustración de un príncipe que aspiraba a reinar o, por el contrario, un monarca destronado. Y el escenario apacible que tenemos delante, roto por olas de espuma, que se elevan al compás de un desaforado combate.
    Acaso esta ficción haya  formado, también, parte del paisaje…

martes, 10 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (20): EL LEOPARDO, COMO UNA SOMBRA

Renquea el jeep por las pistas arenosas de Moremi. Es todavía temprana la mañana, pero tengo muy abiertos los ojos. Voy mirando con atención los árboles que de cuando en cuando orillan la derecha del camino. Desecho los de escasa altura y me fijo, sobre todo, en los de mayor envergadura, allí donde las ramas se abren formando horquillas.
   Por un momento, detengo mi exploración y presto oído a las llamadas de aviso de los compañeros. Del otro lado de donde yo atendía, en medio de un espacio despejado, salta un topi. Es un antílope que trota unos pasos con normalidad y de pronto se eleva verticalmente en el aire, unos dos metros, y caído al suelo corre de nuevo, para volver a ascender otra vez, y ése es su modo de huirnos. Dan ganas de aplaudirlo como número de circo, pero sólo es pura naturaleza, quizás una manera original de desanimar a un predador con esa demostración de  buena forma.
    Tan insólita imagen no me lleva, sin embargo, a olvidar mi anterior dedicación y enseguida que el topi se aleja retorno a las copas de los árboles. No son ellos los que me atraen, ni las aves que tal vez alberguen en su seno. A mí lo que me gustaría sería dar con un leopardo tendido sobre una robusta quima, descansando de una noche de caza o al acecho de la presa que pueda venir. Ya sé que sería algo extraordinario hallar a uno de estos felinos, dado su apego por la soledad, pero no imposible, pues campan por estas heredades. Y al fin, lo que con tanta dedicación busco en las alturas parece haberlo encontrado el conductor en tierra.
   Son huellas, que él dice muy frescas, y deben de serlo, porque en su seguimiento abandona la pista que circulábamos y nos adentra en un ramal secundario, que conduce a una hondonada salpicada de árboles y arbustos. Mueve el vehículo de acá para allá, detiene la marcha o la reanuda, y todo lo examina con sumo cuidado, y nosotros como él.
   “Está muy cerca, ahí mismo”, nos comenta. Aguzo la vista hasta que me duele, y no lo veo, ni ningún otro lo consigue, por más que no dejemos matorral sin escrutar. “Se ha escondido, no ha podido ir muy lejos”, afirma el guía. Y nos aclara que la escandalera de pájaros que oímos al venir en pos de su rastro era de gallinetas de Guinea, que habrían advertido su presencia. Tal vez atrapó a una y se ha ocultado a degustar ese botín. Lástima que nuestros ojos no sean rayos X, pienso, mientras dejamos atrás el lugar. Ver un leopardo ya sería un sueño, me digo. No obstante, nadie podrá quitarme la emoción de haberlo sentido tan próximo. 

viernes, 6 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (19): FELINA GALBANA

Eso de encontrarte cuando menos te lo esperas con un par de leones, se las trae. Están a dos o tres metros de nosotros, bajo un mopane, en la reserva natural de Moremi. Los mopanes son árboles que semejan posaderos de mariposas verdes, que no otra cosa parecen sus hojas.
   Son dos machos adultos, y duermen, el uno tirado sobre un costado, paras arriba su compañero. No los saca de su sopor el ruido de nuestro jeep, que quisiéramos callado. A lo más que llegan es a emitir un suave ronroneo, a entreabrir un ojo que enseguida se cierra, a un cambio de postura que busca un acomodo mejor. Durante la media hora larga que permanecemos a su vera, no harán más.
   Su imagen resulta tan plácida que, de no ser por el pálpito de la respiración, pensaríamos que son tiernos peluches grandes. Otra cosa será si se despiertan, que es lo que aguardamos en nuestro todoterreno, abierto en sus costados. Dicen que nada temamos: salvo que nos movamos bruscamente, lo que nos delataría como individuos, percibirán vehículo y pasajeros como totalidad y no se vendrán a por uno cualquiera de nosotros. Yo miro en derredor, por si hubiera leonas, que son las que mayormente cazan. Pero puede que sean una pareja de solteros, o que se hayan quedado sin su harén y se busquen la vida por su cuenta. Y no debe de irles mal con su asociación, si las apariencias no engañan. No tienen, desde luego, el aspecto esperable en dos devotos practicantes del ayuno.     
   En el entorno, la vida juega a la ruleta rusa. Aunque no lo sepa, seguramente un herbívoro morirá esta noche, cuando estos felinos abandonen su galbana y se pongan en movimiento. Acaso quienquiera que sea el elegido por el destino se haya llevado hoy consigo nuestra mirada.
   Podría ser un cobo lichi, de cuernos estriados en forma de lira; o un antílope de agua, con 200 kilos de carne; tal vez uno de esos sasabi cuya grupa es más elevada que su cruz, o un cudú, o una cebra... ¡Nos hemos cruzado con tantos ejemplares de una u otra especie que nuestros ojos no daban abasto en su seguimiento! Pastaban en praderas altas o en hierbas acuáticas, bebían del río o de pozas bien surtidas, se quedaban expectantes ante nuestra presencia o, recatados, corrían a ocultarse entre la espesura protectora de las acacias... Hasta ahora, escaparon de la dentellada fatal de los cocodrilos que quizás fingían sestear en las orillas de las aguas, evitaron la bocaza del hipopótamo que se ha abierto a nuestro paso, dejaron vía libre al elefante que encontramos horas antes, no fueran a incurrir en su ira...

   De cuántos albures puede depender la vida. Por ejemplo, de no toparse con uno de estos leones que ahora duermen con tan inofensiva apariencia que casi apetecería bajar del jeep y acariciarlos. Es tentación a la que nadie cede, sin embargo. Todos preferimos, aun sin decirlo, que quien mañana no vea amanecer sea un animal cuadrúpedo.

domingo, 1 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (18): LA NOCHE DE LOS COCODRILOS

Ni en mis peores pesadillas me encontraba yo tan cerca de un bicho como aquél. Y, menos aún, había llegado a esa situación por haberla buscado.
    Ésta es una crónica del miedo (hablo por mí, claro). Era noche cerrada en el lago de Guma, y en mis recuerdos falta la luna. Un cañón de luz barría las riberas, taladrando la oscuridad a su paso. Navegábamos en una barca a motor, embutidos en chalecos salvavidas, sentados sobre bancos, en cubierta, amantados contra el frío y con los ojos muy abiertos.
   Un guía nativo manejaba simultáneamente, desde la popa, el timón y el foco. Nos había tocado un estajanovista, que estiraba la hora de su contrato y no parecía darse por conforme si no nos salía al encuentro un cocodrilo más, o si, aun sucediendo un nuevo avistamiento, estaba el animal muy allá. Tal era su afán por que lo viéramos bien que, para que ninguna de sus particularidades se nos escapase, no se contentaba con aproximar la barca a la ribera, ni siquiera aunque llegara a rozarla, sino que, literalmente, empotraba la proa entre los papiros que crecían a su amparo. A veces le costaba, luego, dando marcha atrás, desincrustarla y retroceder hacia el centro de la corriente. El saurio localizado hacía, generalmente, mutis por el foro, pero no era muy tranquilizador suponer que quizás su desaparición no implicase mucho alejamiento.
   Como en un complemento para goce de amantes de emociones fuertes, a ratos se paraba el motor, o lo apagaban. Pensé las primeras veces que se trataba de evitar un calentamiento excesivo del engranaje, o que tal vez estuviese algo averiado. No sé si me tranquilizó averiguar que las algas u otras plantas acuáticas se enredaban en las hélices y era imprescindible detenerse para que el barquero las limpiara. Siempre me inquietaba, en todo caso, cómo reanudaba la marcha. No solía arrancar a la primera, renqueaba, como con tos de mecanismo acatarrado, sembrando la duda de si volvería a funcionar o no. Quedarnos una noche en medio de un espacio infestado de cocodrilos, y también de hipopótamos, era un panorama que no me seducía especialmente.
   Un coro de voces, que en un primer momento no sabemos de dónde vienen ni qué las motiva, irrumpe en el silencio con siniestros alaridos. Y ni aun cuando se nos aclare que son aves, ibis que protestan el haz de luz que sobrevuela su dormidero, consigo sustraerme a la tétrica desazón que siento.
   Sin embargo, me aguarda, todavía, la fascinación del mal. En una orilla, apareció un saurio tan grande que resultaba difícil diferenciarlo de su entorno verde. Parecía, dormido y quieto, una monstruosa estatua en jade de sí mismo. El guía encalló, solícito, la lancha al pie del ribazo donde descansaba, y así quedamos por debajo de él, y yo pensé que a su merced. Pero debía de estar bien comido y su digestión ser pesada y profundo su sueño, porque no movió un músculo, ni abrió un ojo. Y dejó que lo admiráramos, confieso que por más tiempo del que yo quisiera.