domingo, 28 de octubre de 2018

LA FOTO

La traía en portada el diario El País, el miércoles 24 de octubre.
   En primer plano, dos hombres se saludan. Desde el fondo, se cuela en el espacio entre ambos un secundario: es un cámara que graba el encuentro. La kufiyya, una especie de toca de cuadritos rojos y blancos que les cubre la cabeza y los hombros y se sujeta con el agal, un cordón circular negro, pone una nota de color en sus túnicas de albura inmaculada. El personaje de la derecha completa, además, el atuendo con un aba,  un sobre-abrigo oscuro, ribeteado por un bordado dorado, símbolo de prestigio. Es el heredero de la corona saudí. Al pie de la imagen, un titular identifica también a su antagonista e informa de la situación. “El príncipe sospechoso recibe al hijo del periodista asesinado”, dice. El periodista asesinado es Jamal Khashoggi, a quien mató un tropel de agentes del servicio secreto de Arabia Saudí en el consulado de ese país en Estambul.
   El hijo de la víctima es casi un muchacho, lampiño, salvo por un apunte de bigote y sotabarba. Me llamó la atención por la dureza de su expresión, que realzaba la postura corporal. Miraba a quien se ha señalado por sus presuntas responsabilidades en el crimen de su padre con un gesto muy grave, de infinita seriedad. Los labios, cerrados, se hacían cómplices de los ojos. Me impresionó la determinación con que los clavaba en los de su oponente. Se mantenía erguido, la cabeza formando línea recta con el cuerpo. Tendía un brazo que no acortaba distancias, antes bien, se extendía como para mantener alejado de sí al otro. Y la mano no hacía sino reforzar esa actitud  de desapego. Tan sólo la palma se deslizaba por entre la de su oponente. Lo más llamativo eran los dedos, que sobresalían como si escapasen de un cepo.
   Del otro lado, la testa principesca se inclinaba muy levemente y entre la poblada barba casi sonreía la boca. No apretaba, pero si tomaba con su diestra la del chico. Se mostraba aparentemente relajado, frente a la evidente tensión del hijo del asesinado.
   Me temo que, si la monarquía saudí pretendía conseguir un lavado de cara ante la opinión pública mundial, el tiro le ha salido por la culata.
   Todavía no me he repuesto del todo del golpetazo emocional que me produjo esta escena. Aún, cuando la rememoro, siento espanto.

jueves, 18 de octubre de 2018

PALABRAS OTOÑALES

Miro a través de la ventana de mi estudio y olvido de qué iba a escribir para el blog. Afuera, tras el cristal, hay un parque.
   Ha venido el viento a pintar el aire. Siendo, como es, de otoño, ama el amarillo, que extrae del follaje de los tilos. Pero tampoco desdeña el rojo, que toma de arces o cerezos. Las pinceladas verdes las consigue con bufidos, que arrancan hojas aún vivas en las ramas, si no son de olivos o encinas, que resisten sus embates amparadas en un ser perenne y coriáceo.
   Es como un arco iris que cayese del cielo, quebrado en mil fragmentos. Y sin embargo, vienen de la tierra esos colores, que bailan incansables una danza sin reglas, bajo la caprichosa batuta de los vientos. Va de acá para allá la hojarasca, que si durante meses envidió a las aves desde su forzada quietud, las imita ahora en un vuelo tan caprichoso como incierto.
   Adónde irán a parar esas hojas. Trazan aéreas coreografías, dibujan formas cambiantes, ninguna combinación cromática les resulta suficientemente atrevida, por insólita que sea. Son un cuadro que nunca es el mismo ni se da por acabado, un museo de arte que viene del principio de los tiempos y es, sin embargo, muy moderno.
   No obstante, si el álamo que alza su esbelta figura sobre la arboleda deja de oponer su elasticidad al soplar del viento y recobra la rectitud, ocupado tan sólo en buscar alturas, entonces es que a la agitación sucede la calma. Y ya no es el vacío el teñido de colores, sino la tierra, donde las hojas esconden la hierba. El espectáculo se torna audiovisual. Un can corretón juega y a su paso levanta surtidores de diversos tonos y un crepitar de crujidos.
   Pero voy a tener que interrumpir mi ensoñación y bajar al parque. Una señora se cuelga de las ramas bajas de un nogal para acercárselas, cuando no está apaleando las que le quedan más arriba. Va en procura de los frutos que regala el otoño. Lo hace con tal vehemencia que existe el peligro de que alguna vara se desgaje o quede maltrecha.
   No sé si, antes de ir a su encuentro, pasarme por la cocina y coger nueces del frutero, para ofrecérselas...

sábado, 6 de octubre de 2018

LA ARGENTINA QUE VI  (y…35): FIN DE LA SERIE

Navegando brazos del inacabable Lago Argentino, casi me siento pasajero de un Titanic en miniatura. Sobre todo cuando avistamos icebergs,  de un tamaño que no desmerece del barco que nos lleva y aun lo vuelve menor.
   Son estructuras azuladas y de formas aleatorias, talladas hermosamente, a capricho del viento. Como isletas sin anclaje, se desplazan muy lentamente, sin marea que los arrastre. Si alcanzan muy grandes dimensiones, parecen fondeados en las aguas calmas y heladas.
    En estos témpanos reside el motivo de que el avistamiento del glaciar Upsala se produzca desde lejos. El catamarán no puede acercarse hasta sus pies, para no correr el riesgo de que una mole de hielo, como las que ya flotan por doquier, se desprenda sobre nosotros y nos sepulte en las profundidades. Antes de ahogarnos, ya habríamos perecido de frío. Al imaginarlo, miro a la superficie acuática con cierta aprensión. El paso siguiente lo doy para apartarme cautelosamente del borde de la cubierta.
   El Upsala ha recorrido 60 kilómetros hasta ofrecernos el espectáculo de su encuentro con el lago. Su lengua se anchea en esa desembocadura, se desparrama en una enorme planicie, para desplomarse luego desde una altura de 40 metros. Semeja un farallón más de los que delimitan el canal. Pero ningún árbol enraíza en esa blancura que hiere los ojos, ni su consistencia es la de la roca, ni siquiera la de la tierra de que sí están hechas las montañas de alrededor.
   Su grandiosidad contrasta con la pequeñez del glaciar Seco, que veremos más tarde de pasada. Con sólo 4 kilómetros cuadrados de superficie, muere aún antes de alcanzar el agua. Tal vez a ello deba su apelativo, que es casi un mote. Se viene ladera abajo, abriéndose camino entre el verdor del bosque, como un original cortafuegos de nieve que prensaron milenios. Ahora que está cambiando el clima, tal vez sólo unos años bastarán para acabar con él.
   El Spegazzini es otra cosa. ¿Os lo imagináis, cayendo sobre el canal que lleva su nombre, desde 135 metros de altura? Incluso entre glaciares, es un gigante. Como si no le bastase con sus fuerzas, acoge en este su tramo final el aporte del Peineta, que acude a juntársele desde arriba de un cerro que coronan dos picos, Los cuernos del diablo, les dicen. Lejos estaba yo de suponer que Pedro Botero habitase tan gélidos parajes…
   No nos aproximamos demasiado, y hacemos bien. Durante el tiempo que nos mantenemos al pairo, en observación muda, primero uno, otro enseguida, dos bloques de hielo se le desgajan y se precipitan abajo con un estruendo que silencia  exclamaciones de asombro.
   Permanezco en popa, al abrigo de los vientos que enfrenta la proa, mientras la embarcación se aleja. Creo que, si el Spegazzini no se perdiera de vista tras un recodo, aún estaría mirándolo.