miércoles, 18 de julio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (29)

Una línea alada cruza el mar, sin que el azul grisáceo, plúmbeo, de la superficie acierte a reflejar las figuras en vuelo.
   Navegamos el canal de Beagle, a un lado Chile, Argentina en el opuesto, sobre aguas que son encuentro de dos océanos, pasillo acuático que conduce del Atlántico al Pacífico, o viceversa, y que se abre camino entre montañas siempre encanecidas por la nieve y de evocadores nombres, como Monte Olivia (arpón, en lengua indígena), o Cinco Hermanos. Tras de nosotros, va quedando Ushuaia.
   Peregrinamos de un islote a otro, porque son muchos los que emergen en medio de la inmensidad. En el de Casco, nos confundimos de aves. La primera impresión es que la colonizan pingüinos. Lucen una pechera blanca que casa más con esos palmípedos que con los cormoranes de nuestras costas, que se visten totalmente de negro. Pero es que éstos que ahora vemos son imperiales. Se diría que no cabe un ejemplar más sobre el roquedo estrecho y alargado. En la zona más elevada, un cauquén común mira con displicencia a la muchedumbre que se arracima bajo sus pies.
   Aquí cazaban los indios yamanes, antes de que la llegada de los europeos los llevara a la extinción. Los lobos o leones  marinos ya habrán olvidado el peligro que suponían para ellos sus incursiones y no los alarma la proximidad de nuestra embarcación. Tan gregarios como los cormoranes imperiales, juntan piel con piel en la isla Alicia o en las del archipiélago Los Iluminadores. La mayoría, bebés incluidos, sestea; a veces perturban su modorra las querellas de las gaviotas. Una hembra muestra cierto interés por la pelea entre dos de esas aves y sigue la disputa sin moverse del sitio que ocupa. Cerca, en medio de la multitud, vocifera un macho que la dobla en tamaño. A ojo de buen cubero, calculo que ese corpachón de apariencia gelatinosa no debe de pesar menos de 350 kilos.  Sé que se alimentan de peces, mariscos, calamares… Qué riqueza submarina no ha de haber en estos confines de la Tierra, para dar vida a tanto predador como encontramos en nuestra singladura.
   Los habitantes de la isla Lucas son cormoranes roqueros. Podrían presumir de las órbitas rojas de sus ojos, que combinan muy estéticamente con la negrura del cuello. Anidan en su cantil, más seguros que cuando los primitivos pobladores de estas costas saqueaban su puesta o sus polluelos, descolgándose en la noche con teas desde lo alto del paredón.
   En otra isleta donde también son moradores, creo ver un curioso individuo albino, que contrasta vivamente con la negrura de sus vecinos. Pero se trata de un caranca. Curiosamente, lo que me saca de dudas con respecto a su identidad es su pareja, de color oscuro, que dibuja estrías en el vientre.
   Dos horas y media después de haber zarpado, retornamos a Ushuaia, que, vista desde el mar, se nos aparece a modo de gigantesco anfiteatro, cuyas gradas escalan la montaña que le guarda las espaldas.
   A algún viajero hay que despertarlo al llegar a puerto. Se ha perdido un sueño que muy probablemente no volverá a soñar… 

sábado, 7 de julio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (28): D.E.P.

No fue hasta días después de regresar a España cuando, mediado noviembre, supe de la tragedia. Todavía durante un tiempo se esperaba que no lo fuera. Los medios de comunicación seguían los avatares de una búsqueda que se volvía más angustiosa por momentos. La esperanza  de hallar con vida a la tripulación de un submarino argentino perdido en el Atlántico Sur iba siendo menor, según transcurrían las horas sin que se tuviesen noticias de su paradero. Y finalmente esa posibilidad desapareció del todo. Aún hoy, cuando publico estas líneas, se desconoce la ubicación del fondo marino donde reposa el casco del ARA San Juan, y cuarenta y cuatro cadáveres aguardan un rescate improbable.
   Ese buque había zarpado de Ushuaia. Donde nunca llegaría sería a su base, que estaba en Mar del Plata, 400 Km al sur de Buenos Aires.
   Todas las desgracias lo son, pero las hay que llevan añadido un plus de cercanía y nos afectan en mayor medida. La casualidad hace que eso me ocurra  a mí, así sea tangencialmente, en este caso. El 4 de noviembre, cuando nos disponíamos a navegar dos horas y media por el canal de Beagle a bordo de un barco turístico, vi la silueta inconfundible de un submarino atracado en un muelle de Ushuaia. Incluso lo fotografiamos y recuerdo que había en ese instante personal sobre la cubierta. Y no puedo quitarme de la cabeza que, dada la proximidad de las fechas, esa nave que entonces llamó nuestra atención y la desaparecida fueran la misma.