RIBADELAGO,
DONDE OLVIDÉ AL LOBO (1)
Encontramos
Ribadelago y el lobo desaparece de nuestras mentes. La aldea se aorilla a la
vera de un rio, el Tera, de discurrir tan plácido que por veces se torna espejo
de árboles, de nubes y azules. El lago que quedó prendido en el topónimo del
pueblo es el de Sanabria. A escasa distancia, sus aguas abren un claro generoso
en un relieve escarpado, de laderas sin lisura, entre las que antaño trazaron
su camino los glaciares. De puro grandioso, semeja el paisaje haber sido
tallado por el fuego de volcanes o la conmoción de terremotos, aunque fue el
hielo quien lo esculpió. Dulcifican la mirada arenales que, lejos del mar,
amplían el concepto de playa y que, de cuando en cuando, bordean la superficie
acuática.
Pero es en Ribadelago donde estamos. Allí, una
mujer campesina acoge a un pequeño entre sus brazos. La inmovilidad de la
escultura no le resta un ápice de expresividad. Encabeza un memorial que da
sentido a sus ojos tristes. Bajo la figura, en una lápida de mármol, escribieron,
uno tras otro, 144 nombres de hombres, de mujeres, de niños. Los apellidos
revelan parentescos, identifican a familias enteras. A ras de suelo, una
jardinera les ofrece el humilde homenaje de sus flores y testimonia la
intensidad con que pervive el recuerdo de una tragedia.
Fallecieron todos en la madrugada del 9 de
enero de 1959, arrebatados de sus hogares por un caudal de agua que no era el
del Tera, aunque su cauce lo trajera. 8 kilómetros río arriba había reventado
el muro de contención de una presa de mal asentamiento y peores materiales. La
corriente desatada arrampló con puertas y ventanas, cuando no se llevó por
delante los edificios. Arrastró consigo a gentes, enseres, animales, e hizo del
lago, donde fueron a desembocar su ruido y su furia, depósito y sepultura.
Entramos en la aldea y nos parece, ella
misma, aunque humilde, todo un mausoleo. Al castigo sufrido antaño, va
sumándose la labor del tiempo. Estrechan las callejas construcciones medio
derruidas, cerradas con maderas viejas; y se abomban las techumbres de pizarra.
Por todas partes asoma el abandono que sucedió al drama. De cuando en cuando,
oímos cantar gallos, que no saludan a ningún amanecer. Es la única voz que llega
hasta nosotros.