viernes, 28 de junio de 2019

LOS SECUNDARIOS DEL LOBO

Nos lo habían sugerido y nosotros seguimos a rajatabla la recomendación: “No subáis de 40 km/hora y llevad las luces largas”.
   Ciertamente, la carretera no daba para muchas alegrías, y menos aún en la cercanía del anochecer o a la luz todavía en ciernes del alba. Decaía el firme, a menudo una curva sólo dejaba de ser para que se iniciara la siguiente, y la vegetación amenazaba con tragarse la estrechez de la calzada. Y, sin embargo, había un motivo aún mayor para  tensar la mirada y no pisar el acelerador: no éramos los únicos que transitábamos  el entorno de la Sierra de la Culebra a horas tan intempestivas.
   Querenciosa del asfalto, la fauna del lugar se dejaba ver de cuando en cuando a la luz de los focos, que la sacaba de las tinieblas. Protagonizaban entonces los animales salvajes escenas de huida, que siempre terminaban bien, pues de esos finales felices ya nos encargábamos nosotros, aunque nos lo pusieran difícil.
   Se llevaban la palma fugitiva las perdices, por cómo nos escapaban. Casi esbeltas de puro erguidas, corrían sin mesura delante del automóvil. Como si hiciesen gala de un extraño pundonor, o de un exacerbado sentido de la competitividad, ponían todo su esfuerzo en no ser alcanzadas, y no en ocultarse a los faros que tenían a sus espaldas. Incomprensiblemente, no hacían un quiebro en su carrera para emboscarse entre la frondosidad de los matorrales. Y parecían asimismo olvidadas de que a su ser de aves convenía más el aire que el suelo para la huida.
   Sentados en la vía, muy quietos, esperaban los chotacabras a que el morro del coche casi los tocara para transformarse en pájaros de alas alocadas y vuelo espasmódico, como desnortado. Hasta entonces sólo los había conocido como protagonistas de la leyenda que les atribuía mamar de las ubres de ovejas o cabras. Muy creída debió ser esa fabulación, para que le deban nombre tan equívoco. Mala fama la de esta ave, que si se aproxima a los apriscos es para tragarse los insectos que atosigan al ganado.
   Somos un peligro para muchos seres, y menos mal que lo sabemos. Un gazapo saltimbanqui aparece en lo que sería una cuneta, si la hubiera, para inspirarnos ternura. Le damos un susto de muerte. Se le nota desorientado, perdido, sin saber a qué atenerse ante un encuentro que lo sobrepasa. Qué de preguntas no se haría, si no fuera un puro nervio, al vérselas con un coche, aunque se trate del nuestro, que acomoda su velocidad a la suya, o la aminora.
   Estábamos todavía celebrando no haberlo atropellado cuando ahogamos un grito ante la imagen que durante unos segundos nos descubren los faros. Subrepticia y taimada, como una sombra sorprendida por la luz, una marta ha cruzado la carretera a unos diez metros de distancia. Juraría que no nos ha prestado la atención que nosotros le dedicamos. Nos hacemos lenguas de su cola ancha y más larga, y qué patas tan cortas, era como si caminase arrastrándose.
   Y luego fueron los ciervos, que de repente irrumpían, imprevisibles, ante nosotros, presas de una atracción que podría resultarles fatal, de no ser por la extremada precaución con que conducíamos. Más de uno hubo, y algún corzo que también se entrometía, que nos debe la vida. Lo único que hubiera compensado el esfuerzo continuo por verlos y no embestirlos hubiera sido que tras ellos se viniera el lobo a reclamar su papel protagonista ante los focos, pero quién sabe dónde andaría. En este marco natural, tuvimos que conformarnos con los personajes secundarios y dejar para otra ocasión al principal. Y hay que reconocer que no nos fue mal.

jueves, 13 de junio de 2019

A LA ESPERA DEL LOBO

Al noroeste de Zamora, donde esa provincia ya casi es Portugal, la Sierra de la Culebra dibuja la forma sinuosa que le da nombre. Oteamos desde un alto con el auxilio del telescopio, y aun así el paisaje se vuelve inabarcable. Miremos donde miremos, se nos escapa el horizonte. Entremedias, hasta vislumbrar lejanías remotas, se despliegan lomas y llanos, matorrales innúmero, retales de pradería sembrados para pasto de herbívoros salvajes, alguna arboleda que no nos estorba la visión. Nadie camina los senderos, ninguna canción llega al oído, como no sean las que entonan los pájaros. Estamos solos, al acecho del lobo.
   Fue primero en un atardecer. El declive paulatino de la luz hizo más intenso, menos llevadero el frío. Nos encogíamos, como si así fuésemos a pasarle desapercibidos, estirábamos los gorros en un vano afán de proteger la cabeza. Pateábamos el suelo, sin ruido por no espantar un posible avistamiento; alentábamos en las manos, ya no para calentarlas, sino para evitar que se helasen. A la par, las sombras se iban apoderando de nuestros ojos, empeñados en adivinar la identidad de lo que apenas veían, cuánto cuesta darse por vencidos.
   Me gustó mucho más el segundo aguardo, que iniciamos a las seis y media de la mañana. El campo parecía un decorado, al principio sumido en una semipenumbra, luego alumbrado por una luz lechosa que anunciaba un amanecer inmediato. Cierto que apenas se entreveía el entorno, pero sabíamos que todo iría a mejor según transcurriesen no ya las horas, sino los minutos. Enseguida vino el sol a deshacer incertidumbres y a poner cada cosa en su lugar. Asomó en lontananza, más rojo que amarillo, como una promesa de lo que sería el día. De algunos puntos de agua arrancó cortinas de vapor y, al ascender, nos regaló una caricia tibia, que nos templó.
   Escrutamos caminos blancos y vacíos, buscamos entre el monte bajo un movimiento extraño que dotase de corporeidad a huellas que se nos habían mostrado kilómetros más allá. Espiamos a venados, por si con gestos de alarma delataran la presencia del predador. Pero no lo encontramos, y casi que me alegro de que no haya comparecido en el escenario como actor principal. Diréis que soy un masoquista, o que no se consuela el que no quiere, peo no es eso. Me reconforta que la naturaleza siga sin ser un zoo. ¿Y sabéis qué? Ya volveré.