lunes, 28 de mayo de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (24): EL TREN DEL FIN DEL MUNDO (DOS)

Por momentos, siento que he encogido y vuelvo a ser niño, y que por eso quepo en el vagón. Su pequeñez saca de mi memoria tiovivos de infancia. De cuando en cuando, suena su sirena, como si hubiera en esta soledad austral a quien advertir de que debe apartarse de la vía; como si el parsimonioso andar del trenecito pudiera sorprender a cualquier ser vivo, por atontolinado que estuviera.
    Miro por la ventanilla. A menudo parece que nos hubiesen precedido cuadrillas de leñadores caprichosos, que dejaran tras de sí numerosos tocones de los árboles que fueron. Me llama la atención la diversidad de alturas de esos muñones. Deberían ser gigantes quienes talaron algunos troncos, o haberse subido a una escalera, y la incógnita sería por qué los cortaron tan arriba y desaprovecharon tanta madera como había debajo. Pero sólo es que estamos en latitudes donde, durante el otoño y el invierno, la nieve se aposenta en los valles, no como lámina escasa en grosor, sino como manto de mucha hondura. Y únicamente podía cercenarse lo que sobresalía de esa blancura, no lo que quedaba debajo, tapado, por mucha elevación que tuviera.
   Si nos fuese dado retroceder en el tiempo, veríamos a los causantes de la deforestación, que llegaban a los aledaños del monte Susana al despuntar el alba, con sus pesadas hachas. Repararíamos enseguida en su vestimenta, un uniforme de rayas negras sobre fondo amarillo, como usaban los presidiarios de antaño, al que se añadía en invierno un tapado azul. Venían a por leña con que abastecer de combustible la rácana calefacción del penal o sus fogones, o al vecindario del pueblo, al que se vendía el sobrante, y en ese empeño la emprendían sin orden ni concierto con los bosques, yendo cada día más lejos, según los iban devastando.
   No estaban solos. En su derredor había guardias, con la bayoneta calada de sus mosquetones presta para la herida; la lengua afilada para la imprecación. Aunque más disuasorio aún frente a una escapada sería el aire, transfigurado en omnipresente pared de hielo, que amenazara con servir de translúcida mortaja a los fugados. Nos lo recuerda “Pipo”, el río que a veces fluye a la par de las vías. Ese topónimo fue antes el apelativo de quien quiso huir y fue hallado cerca del agua, muerto por hipotermia.
   El tren del fin del mundo que nos acoge es deudor de aquel otro, El tren de los presos, que, desde las inmediaciones de la cárcel de Ushuaia, traía al destacamento de penados. Antes que ellos, ya había salido otro grupo, punta de día, que limpiaría de nieve los raíles o tendería nuevos tramos. Seguimos su trazado, pero nuestra comodidad no era la suya. Hay que imaginarlos, sentados sobre plataformas, que eso eran los vagones, sin otro parapeto frente a la ventisca que no fuera el que les ofrecía el encogimiento de sus propios cuerpos. El fin del mundo no estaba para ellos sólo donde la geografía dice...

domingo, 20 de mayo de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (23): EL TREN DEL FIN DEL MUNDO (UNO)

Confieso que fue una expresión que me enamoró. Y me resultó aún más irresistible cuando supe que no se trataba de una mera creación verbal.  Tenía su correlato en la realidad, existía un ferrocarril que respondía a ese nombre, que se llamaba así. A ver quién se sustrae a la tentación de subirse a El tren del fin del mundo. Yo, al menos, no. Creo que fui a Tierra del Fuego sobre todo a saber de él, y quien piense que exagero es que no me conoce.
   “Vengo a proponerles un sueño”, decía una pintada que leí, de pasada, sobre un muro de Ushuaia. En pos del mío, subo al bus que nos conducirá a la estación, a unos kilómetros de la ciudad. Dejamos atrás barrios humildes, de casitas bajas y compostura variable. A algunas no les faltan verjas primorosamente pintadas.
   “Aquí descansan los restos de quienes nos precedieron en la vida. Es un lugar respetable que merece ser respetado”, advierte, a ojos todavía somnolientos, un cartel, desde la pared de un cementerio.
   El mar está picado y oscuro, y le escapamos, yendo tierra adentro. Por todas partes, se hacen visibles las encanecidas jetas de los Andes y sus faldas verdes. De colorearlas se encargan las lengas, árboles de madera muy liviana, que a menudo multiplican sus troncos. En algún trecho, nos hace compañía un río de poco caudal, que promete frío en la transparencia de sus aguas. Pasamos ante un campo de golf y al poco las montañas se abren y el valle se ensancha, como para dejar espacio a la diminuta estación de ferrocarril que buscamos. Predomina el azul en la nave que nos acoge. Cuelgan de las paredes relojes, que siguen el horario de diferentes ciudades del mundo y recuerdan al viajero la relatividad del momento que vive.
   Parecen de juguete los trenecitos menudencios que aguardan en los andenes, y que no nos superan en altura. De las locomotoras sale un humo blanquecino, pues son, como lo eran antaño, de vapor. Los vagones están pintados de verde o de rojo y sólo seis personas cabemos en su único departamento. Fuera cae una lluvia menuda y el aire tiene un color helado.
   La sirena que avisa de la partida suena. Nos vamos. Un despacioso traqueteo nos conduce a parajes desolados. Abunda la arboleda, que trepa laderas y se espesa también en los llanos. A veces concede una oportunidad a la mirada, que se expande entre herbazales o choca con la nieve que se enseñorea de las crestas. Hacemos un alto en un lugar despejado, con río y pequeña pradería, y bosques y montañonas de fondo. El entorno sería ideal para un picnic, pero nadie se sienta sobre el verde húmedo y frío. Hemos parado para que subamos hasta una cascada, que vagamente recuerdo como Macarena.
   Ni un alma nos saldrá al paso durante el viaje, a no ser que la tengan lo que semejan ser solitarios halcones, o pájaros que me recuerdan a las urracas, aunque su color pardo desmienta esa identidad. Veo aves mayores, pero lejanas, y no sé ponerles nombre. Caballos aislados pastan, sin ataduras, libres, en campos que no tienen otros límites que los que les imponen la floresta o la cordillera.
   Verdaderamente, estamos en el fin del mundo.

viernes, 4 de mayo de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (22): USHUAIA

Al sur del Sur, donde todos los sures alcanzan su fin, en el término de las Américas, el continente se vuelve archipiélago. Tierra del Fuego, le dicen a este espacio helado, por las numerosas hogueras con que buscaban el calor sus habitantes primigenios. En la isla Grande está la localidad de Ushuaia, y en Ushuaia (necesito repetir ese nombre para creérmelo) nos hallamos ahora –un 2 de noviembre- nosotros.
   Cualquiera que nos vea se hará de inmediato a la idea de que somos foráneos. Nos sobraría alguna capa de ropa para asemejarnos a los naturales. Venimos forrados en prendas polares y bufandas y camisetas térmicas, y embutimos los pies en calcetines de lana gruesa y pisamos con botas de monte. A mayores, yo, además, protejo la cabeza con un gorro que me tapa las orejas y me proporciona un lejano parecido con un gnomo. Vestidos de tal guisa, quizás un algo exagerada, nos disponemos a enfrentarnos a la primavera en la vecindad de la Antártida.
   Un puerto generoso abre la ciudad al mar. Si le damos la espalda, nos encontramos con calles que transcurren paralelas y rectilíneas, cómodas para el paseo, aunque dispuestas a progresiva altitud. Otras, perpendiculares, se les atraviesan, y éstas son muy cuestas. Vienen de una zona boscosa que verdea encima del pueblo y desembocan en el océano. En derredor y al fondo, enormes montañas encaperuzadas de blanco ponen coto a la mirada, ya la orientemos a tierra ya la fijemos en el mar.
   Me llama la atención la arquitectura de la población, cómo son los edificios. No veo casas altas, la mayoría sólo tienen dos plantas; aunque lo más curioso son los materiales que las conforman: láminas de madera, planchas metálicas, uralita o lo que semeja ser tal, y en ocasiones piedra. Y siempre cristal, mucho cristal para asomarse al mundo o permitir que los ojos del mundo se cuelen dentro. Imposible pasar por alto la policromía de las fachadas. Los colores, porque todas están pintadas con diversidad de tonos, les dan un tipismo peculiar.
    Da gusto saberse en los confines de la Tierra, andar sin prisa el paseo marítimo, bordear un lago que se abre en uno de sus extremos y que es reserva para la nidificación de aves, incluso detenerse ante un escaparate donde se expone un belén protagonizado por esquimales. Supongo que si un artesano lo ha tallado será porque ha pensado en un comprador, y me pregunto quién será éste.
   Todo eso hacemos, y se va yendo la tarde.