sábado, 22 de septiembre de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (34): PERITO MORENO

No hubo previo acuerdo entre los pasajeros, pero todos emitimos la misma interjección admirativa al pasar la curva de los suspiros. Muy insensibles seríamos, si no hubiera sido así, cuando de repente se nos apareció, a su término, el glaciar Perito Moreno. Nos bastó una única palabra para manifestamos, porque en ese momento sólo éramos ojos.
   Divisamos una vastísima llanura blanca que viene de lejanías que la mirada no abarca, para caer a plomo sobre un brazo del Lago Argentino. Poco después, desde la cubierta de un catamarán, a prudente distancia, las pupilas escalan el paredón. Son 60 metros de altura, que ofrecen un relieve sin lisura, tan escarpado como si pretendiera imitar la rudeza de los Andes que lo circundan, tallarlos en hielo. Nadie busque regularidad en ese frontal amurallado que salpican  torres, contrafuertes, grutas o picachos.
   Deslumbra su blancura, pero cautivan la mirada vetas de un azul cobalto que se dibujan en la verticalidad. A veces son líneas rectas, como trazadas con regla  En ocasiones, parece que el aire mismo fuese de ese color, como iluminado por lámparas celestes que tintaran desde dentro la boca de las cuevas.
   Oigo estallidos, trallazos, estampidos como disparos. Son roturas en el hielo, que cae al agua con estruendo, mayor que lo esperable cuando lo que se derrumba es sólo un poco del farallón. Percibo ruidos incluso si, a la vista, nada se desprende. Tal vez sean, entonces, producto de una resquebrajadura esos chasquidos.         
   El barco permanece un tiempo detenido ante la línea del glaciar. Al principio, todo el mundo hace fotos. Tal parece que nadie se conformara con que su visión durase sólo un rato y quisiera llevarse a casa lo que tiene ante sí. Luego viene una contemplación silenciosa, desbordada por una naturaleza que reta a la imaginación y la vence. No me cansaría nunca de observar ese murallón, que constantemente deja de ser él mismo, pues no cesa de alterarse su forma, aunque los cambios sean inapreciables.
   Nos aguarda un paseo de unos 3 kilómetros. Andamos, sin guía ni en grupo, una pasarela, abundante en miradores, que costea un lateral del glaciar, que no es sólo uno, sino varios, confluyentes. Al verlo desde arriba y tan cerca, nos damos cuenta de que nada hay en su superficie de descansada planicie. Multitud de accidentes rompen de continuo su horizontalidad, proporcionándole una forma muy disforme, donde toda figura geométrica tiene cabida.
   Recuerdo un detalle que realzaba mi emoción estética ante el paisaje. Eran las flores bellísimas, de un rojo intenso, del notro, un arbusto que crecía montaraz  a nuestro alrededor.
   De cuando en cuando, fotógrafos ambulantes se ofrecían a inmortalizar un momento irrepetible. Un grupo de señoras entradas en años posaban, apandilladas y rientes.
   - ¡Sáquenos guapas!, solicitaban al cámara.
   - ¡Me da error!, respondía el tunante, con una cara grave que paradójicamente realzaba la intención humorística de su réplica.
   Por un instante, consiguieron distraer mi atención de la masa de hielo del Perito Moreno.