LA
ARGENTINA QUE VI (34): PERITO MORENO
No
hubo previo acuerdo entre los pasajeros, pero todos emitimos la misma
interjección admirativa al pasar la curva de los
suspiros. Muy insensibles seríamos, si no hubiera sido así, cuando de
repente se nos apareció, a su término, el glaciar Perito Moreno. Nos bastó una
única palabra para manifestamos, porque en ese momento sólo éramos ojos.
Divisamos una vastísima llanura blanca que
viene de lejanías que la mirada no abarca, para caer a plomo sobre un brazo
del Lago Argentino. Poco después, desde la cubierta de un catamarán, a prudente
distancia, las pupilas escalan el paredón. Son 60 metros de altura, que ofrecen
un relieve sin lisura, tan escarpado como si pretendiera imitar la rudeza de
los Andes que lo circundan, tallarlos en hielo. Nadie busque regularidad en ese frontal amurallado que salpican torres,
contrafuertes, grutas o picachos.
Deslumbra su blancura, pero cautivan la
mirada vetas de un azul cobalto que se dibujan en la verticalidad. A veces son
líneas rectas, como trazadas con regla
En ocasiones, parece que el aire mismo fuese de ese color, como
iluminado por lámparas celestes que tintaran desde dentro la boca de las cuevas.
Oigo estallidos, trallazos, estampidos como
disparos. Son roturas en el hielo, que cae al agua con estruendo, mayor que lo
esperable cuando lo que se derrumba es sólo un poco del farallón. Percibo
ruidos incluso si, a la vista, nada se desprende. Tal vez sean, entonces,
producto de una resquebrajadura esos chasquidos.
El barco permanece un tiempo detenido ante
la línea del glaciar. Al principio, todo el mundo hace fotos. Tal parece que
nadie se conformara con que su visión durase sólo un rato y quisiera llevarse a
casa lo que tiene ante sí. Luego viene una contemplación silenciosa, desbordada
por una naturaleza que reta a la imaginación y la vence. No me cansaría nunca
de observar ese murallón, que constantemente deja de ser él mismo, pues no cesa de alterarse
su forma, aunque los cambios sean inapreciables.
Nos aguarda un paseo de unos 3 kilómetros.
Andamos, sin guía ni en grupo, una pasarela, abundante en miradores, que costea
un lateral del glaciar, que no es sólo uno, sino varios, confluyentes. Al verlo desde arriba y tan cerca, nos damos cuenta de que nada hay en su superficie de
descansada planicie. Multitud de accidentes rompen de continuo su
horizontalidad, proporcionándole una forma muy disforme, donde toda figura
geométrica tiene cabida.
Recuerdo un detalle que realzaba mi emoción
estética ante el paisaje. Eran las flores bellísimas, de un rojo intenso, del notro, un arbusto que crecía montaraz a nuestro alrededor.
De cuando en cuando, fotógrafos ambulantes
se ofrecían a inmortalizar un momento irrepetible. Un grupo de señoras entradas
en años posaban, apandilladas y rientes.
- ¡Sáquenos guapas!, solicitaban al cámara.
- ¡Me da error!, respondía el tunante, con una
cara grave que paradójicamente realzaba la intención humorística de su réplica.
Por un instante, consiguieron distraer mi
atención de la masa de hielo del Perito Moreno.
Tiene que ser grandioso. Una cosa que me llamó la atención en el único glaciar que he visto, "La mer de glace" en Chamonix, es su color azul. Siempre pensamos que el hielo es blanco y, aunque en clase explicamos que la nieve al apelmazarse toma ese tono azul, me di cuenta de que no lo tenía asumido cuando me sorprendió tanto ante el glaciar.
ResponderEliminarTiene que ser grandioso y a la vez un poco estremecedor, estar ante una manifestación de la naturaleza tan grandiosa y esos crujidos continuos son de poner los pelos de punta.
Lo has transmitido de maravilla.
Un beso.
Es como el decorado de una obra teatral sin trama. Por sí mismo, se constituye en argumento. Cualquier cosa que pasara ahí quedaría empequeñecida ante esa magnitud blanca...
ResponderEliminarEstás a punto de terminar la serie argentina, Rosa.
Un abrazo fuerte