martes, 29 de octubre de 2019


LOS MANTRAS DEL INDEPENDENTISMO CATALÁN (1)

El pueblo catalán como un todo, sin fisuras ni otredades. En su nombre hablan como si fuese uniforme y no hubiese en su seno planteamientos diferentes, incluso contradictorios. Excluyen a los no independentistas del concepto de pueblo.
   Ese tomar la parte por el todo es lo que en literatura se conoce como sinécdoque, sólo que en un poema o una novela se utiliza con finalidad estética o expresiva, en tanto que en boca de los secesionistas comporta una simplificación, un uso abusivo del lenguaje, que persigue un fraude: se niega la diversidad, se desaparece lingüísticamente al que no piensa igual, como si no existiese más ideario que uno, el suyo.
   En semejante prevaricación del lenguaje, todo son ventajas, alto rendimiento. Se refuerza de modo falsario la posición propia frente al Estado (Cataluña, en bloque, frente a España), y a la vez se pasa por alto que el conflicto está presente en la propia comunidad, entre catalanes.
   Pero ¿qué hacer cuando emerge el disentimiento? La realidad es tozuda, obviar las diferencias no significa que no las haya. En la huida hacia la ficción se echa mano de un último recurso: negar la catalanidad a los disidentes. Son botiflers, traidores. Se les degrada incluso a la categoría de “bestias con forma humana”.
   Mal que les pese, no obstante, a los soberanistas, el problema lo tienen, antes que con el Estado español, en su misma comunidad: es un mundo de mundos con riqueza de matices, plural, donde conviven –tal como están las cosas, mejor sería decir que coexisten, a veces a duras penas- gentes con sensibilidades varias. El independentismo pretende borrarlas de un plumazo. Es fácil hacerlo en el discurso, pero la sociedad y la vida son otra cosa, mucho más compleja. A poco que se escarbe, aparece, bajo el ruido y la furia de un monólogo de un solo tono, una polifonía de voces, que se resisten a ser engullidas por esa apropiación indebida, monocorde, del nombre de Cataluña, y a las repercusiones que conlleva.

viernes, 18 de octubre de 2019

LA AMAZONIA, LOS NIÑOS Y EL ALCALDE DE MADRID

Cuentan las crónicas que el alcalde de Madrid, del Partido Popular, visitó días pasados una escuela, donde contestó a preguntas que le formularon los alumnos. A tenor de alguna de sus respuestas, tal vez hubiera sido mejor verlo sentado en un pupitre atendiendo a una que otra lección que le impartieran los escolares.
   Para quien desconozca el caso, diré que una pequeña quiso saber a qué donaría dinero el regidor de poder hacerlo únicamente a un sitio, si a la quemada Notre Dame o a replantar el Amazonas, que también ardió en fechas recientes. Eligió la catedral parisina. Sus atónitos oyentes le recordaron que la otra opción era el pulmón del mundo. Transcribo literalmente la contra-argumentación del edil, tal como la recoge el diario “La Vanguardia”:

“Efectivamente, es el pulmón del mundo, pero la catedral de Notre Dame es un símbolo de Europa. Y nosotros vivimos en Europa. Las mejores cosas que nos ha podido pasar a España, hace 30 años ya, es ingresar en la Unión Europea”.

   Vamos a ver, señor edil. Nadie discute el valor de la catedral parisina en nuestra cultura. No creo que exista una sola persona que no se haya apenado cuando se incendió. Pero, hombre, anteponerla a la Amazonia… Usted dice que Notre Dame es un símbolo europeo, y que nosotros vivimos en Europa, y en eso lleva razón. Oyéndolo, sin embargo, tal se diría que nuestro continente es un ente autónomo. Olvida que forma parte del planeta Tierra. No podemos ser ciudadanos europeos sin serlo, simultáneamente, del mundo. Sobre todo, considerando cómo anda la salud de éste, merced, además, a la contribución humana. Vivimos en Europa, es cierto. Pero para la vida es fundamental conservar lo que usted mismo reconoce como el pulmón del mundo. Si no le prestamos atención y ponemos medios para curar sus heridas, qué más dará ser europeo que sudamericano. Los criterios localistas no funcionan. Sin pulmones, no habrá quien respire...
   Yo creo que debería usted tentarse la ropa antes de decir esas cosas a los niños.

lunes, 7 de octubre de 2019

DE CUANDO FUE MÍO EL GRITO DE UN NOGAL

Al nogal del parque adonde se asoma mi ventana lo veo abundar en frutos este otoño. Verdean sus hojas al sol y sopla una brisa suave que le acaricia la copa. No es lo suficientemente intensa como para desproveerlo de su carga, pero a su roce un temblor le agita las hojas. Observo que alguien se le acerca, y ese estremecimiento cobra para mí un sentido diferente.
   El recién aparecido es un hombre de mediana edad que sujeta en la mano una vara. No la trae como auxilio para el camino, no se sirve de ella como apoyo, ni falta que le hace. Es un sujeto de apariencia sana, que no cojea, ni anda con dificultad. De hecho, ni siquiera toca con un extremo del palo el suelo. Lo quiere para otra cosa.
   Me gustaría que lo vierais ojear el entorno. Mira como si no mirase, como embozado, al descuido; no a la manera de un delincuente, pero sí con cierta cautela, que a cualquiera le suscitaría  sospechas. No hay nadie a la vista, si se me exceptúa a mí, que, además de compartir en la lejanía su espacio, espío sus movimientos. Mas para él ni estoy ni cuento, pues no me localiza atisbando tras los cristales, atento como anda a posibles paseantes como él. Bueno, él no es un paseante. A estas alturas, el nogal ya habrá descubierto, como yo, que no se trata de un senderista, ni de alguien que va a alguna parte, cuya ruta pasa precisamente bajo su sombra.
   El árbol mismo es la meta del desconocido. Más que fijar los ojos en él, lo escruta, y no tarda en revelar sus intenciones. Sólo hay que atender a sus manejos con la vara  para conocerlas. La blande como pica y comienza a golpear, inmisericorde, la espesura; no es que varee, apalea. Literalmente, le arrebata las nueces, que caen a tierra entreveradas con trozos de ramas y follaje que hablan de la violencia del castigo. Acaso sin pretenderlo, se trasmuta este individuo en símbolo. ¿Cuántos como él se dedican a expoliar los recursos que ofrece el planeta, sin preocuparse de si sobrevivirá a su ambición de cortas miras (coger ya todo lo que pueda, no sea que quede algo para quien venga detrás)?
   Cierto que no puede gritar el nogal. Pero el lugar de sus quejas lo ocupan sus chasquidos. Y yo mismo me sorprendo sufriendo por (con) él,  haciendo mía su protesta y dándole voz esta mañana de octubre. ¿Quién ha dicho que no tienen sentimientos los árboles?