martes, 24 de septiembre de 2019

ELECCIONES, OTRA VEZ

El 10 de noviembre se nos convoca a acudir de nuevo a las urnas. Yo iré a votar, sin que ello obvie mi disgusto por que no se haya conformado un Gobierno tras los pasados comicios de abril. En ese sentido, creo que hay muchos motivos para la decepción y que las responsabilidades del fiasco están muy repartidas. Nadie se halla aquí libre de polvo y paja, por más que unos y otros se dediquen a lanzar la primera piedra no sólo al contrario, sino al presunto aliado. Aunque lo más preocupante tal vez esté, todavía, por venir.
   Los indicios apuntan a que los resultados de otoño no diferirán mucho de los ya habidos en primavera. Para salir del atolladero, el quid residirá, en tal caso, ya que no en una variación numérica sustantiva, sí en un cambio de actitud  de los partidos con mando en plaza, para que sean capaces de llegar a donde ahora no lo han sido.
   La campaña electoral podría proporcionar una excelente oportunidad para iniciar una mudanza en las conductas. Sería buena ocasión para salir del lodazal en que los líderes se han metido y liberarnos a los ciudadanos de vergüenzas que nos son ajenas. Pero, sobre todo, para no ir, tacita a tacita, conduciéndonos de nuevo a un callejón sin salida, y peor que el anterior, aunque sólo sea por el efecto negativo que traería consigo una acumulación de fracasos. Obsérvese que hablo en condicional. Y es que razones para la desconfianza no faltan.
   Ya sea para sacudirse las culpas de encima por no haber llegado al buen puerto de los acuerdos, ya por alimentar la motivación pasional de los suyos, arguyen los dirigentes con la descalificación del contrincante y usan de palabras gruesas para denigrarlo. La otra cara de la moneda consiste en escapar de la autocrítica como lo harían de un toro de lidia en campo abierto.
   El estruendo de los improperios nos impediría escuchar, si los hubiera, análisis razonados de la situación pasada o propuestas de futuro, tal es su desmadre. Se comportan, además, como si después de este hoy no fuera a venir un mañana. ¿Cómo negociar, cuando llegue la hora, con quien has agraviado sustituyendo el argumento por el insulto?
   Flota en el aire la pregunta de si dejarán los manzanos de proveernos de peras este otoño.

jueves, 12 de septiembre de 2019

EN PUEBLA DE SANABRIA, MERCED AL LOBO

Yo no conocía Puebla de Sanabria y curiosamente fue el lobo quien me trajo hasta aquí. Él sigue siendo invisible para mí, pero si no hubiera ido a su encuentro en la cercana Sierra de la Culebra, donde habita, seguramente no me habría allegado hasta esta localidad y me hubiera perdido todo su encanto.
   Nos empingorotamos en un castillo que, a su vez, corona la villa. Subimos escaleras y escalones, nos acogemos a salas y habitáculos de piedra que a saber cuánta historia encierran; expandimos la vista desde miradores techados, incluso satisfacemos nuestra curiosidad ante un retrete de otra época, aledaño a una gran sala.
   Nos sumergimos en pasados siglos antes de salir al aire libre del adarve a hacerles guiños a las nubes. Abajo, se alejan los cuatro puntos cardinales. El horizonte pone a prueba la mirada, sólo quebrado en lontananza por montes de lomos suavemente curvados. Recuerdo a nuestros pies el azul de un río de aguas sin prisa, sobrevolado por puentes, contorneado de árboles que, en ausencia del viento, que hoy no sopla, se dirían pintados. Y edificaciones nuevas levantadas extramuros, como para no hacer un feo al casco histórico de la ciudad.
   Alcanzar la fortaleza nos ha supuesto trepar por una empinada avenida, que de vez en cuando abandonamos, para adentrarnos en un sinfín de callejuelas transversales. Ralentizamos la ascensión y, a la par que nos concedemos un respiro, admiramos un entramado de intenso sabor antiguo. Son vías estrechas, como para dificultar el asentamiento del frío o el calor extremos, o por que necesiten sentirse cercanos sus vecinos. Apenas hay viviendas, siempre de piedra y pocas alturas, que no tengan balconadas o galerías desde donde ver y ser visto, y  a cada paso tiestos y jardineras con flores  llaman a los ojos a disfrutar. En ocasiones, fachadas de más porte presumen de hidalguía con escudos nobiliarios ya pretéritos.
   En la cima del cerro cuyas laderas escala el pueblo, nos aguarda una iglesia de portalada románica. Su torre campanario exhibe en la altura grandes relojes. Ahí dispuestos, parecen una advertencia del tempus fugit y recordarnos nuestra propia finitud. Un ayuntamiento porticado la acompaña, y una y el otro, auxiliados de casonas blasonadas, dibujan los laterales de la plaza Mayor. En su proximidad, los muros, matacanes y troneras del castillo completan plásticamente la cúspide de la pirámide social, que no en vano están todos ellos tan arriba.
   Qué sitio más bonito, y yo sin catarlo hasta ahora… Al lobo ausente se lo debo…