domingo, 31 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (8)): EL TEATRO COLÓN

Venía en el grupo de visitantes –escaso, cabíamos en un palco- un invidente. Lo observé nada más iniciar nuestro periplo por el teatro Colón. Estaba palpando con suma delicadeza una maqueta expuesta en la enorme antesala que nos recibió. Parecía ver con las manos. Nada más ponernos en marcha, me llegaron los ecos de su bastón tanteando el suelo suavemente, como si quisiera no hacerse notar en aquel templo dedicado a la ópera, a la danza, a la música. Al principio, me preguntaba qué sacaría él en claro del recorrido, con qué se quedaría. Luego resultó ser, con diferencia, de entre nosotros, el  mejor conocedor del teatro, tal vez con la excepción de quien nos conducía. Hacía comentarios sabios, formulaba interrogantes que denotaban cuán docto era, más que aprender parecía enseñar. Recordé, entonces, que hay muchas formas de acercarse a la realidad, de ir al encuentro del fondo de las cosas.
   ¡Y qué cosas…! Siento mi pequeñez donde todo es inmensidad. Mientras subo escalinatas o camino entre columnas de mármol de diversos colores y procedencias, y vislumbro  de pasada ampulosos salones, voy haciendo un ejercicio de imaginación. Desde los corredores de arriba o desde sus balconadas, se puede mirar a los de abajo o ser visto por ellos. Aquí se escenifica  una obra sin argumento, cuyos motivos son encuentros y desencuentros, la presunción y la soberbia, la admiración o la envidia. Las grandes pasiones cuentan, ya antes de entrar en la sala de espectáculos, con su representación, y es (y era) el público quien la protagoniza.   
   En el teatro propiamente dicho, todo está en penumbra, y nos lo habían advertido, pues es momento de poner a punto luz y sonido para una próxima actuación. Hablamos bajo, que este espacio es mundialmente famoso por su acústica, y no es cuestión de interferir en las voces que, desde el escenario, para hablar, están cantando.
   Enseguida nos damos cuenta de que la magnificencia no se ha quedado fuera de la sala. También en ella es como si no existiera el sentido de la medida, si no fuera para sobrepasarlo. Son siete plantas  las que vuelan sobre la platea, y el escenario, de abrirse en su totalidad, no sería menor que el patio de butacas. En el centro del techo, una cúpula eleva la mirada hacia sus pinturas, referidas a las artes. Desde su altura, disimulados en un balcón, diz que tocan músicos o cantan intérpretes, y son como armonías y voces que procedieran del cielo, y aún algún actor puede descolgarse como ángel.
   Me gustaría ser uno más entre los 2500 espectadores que tomarán asiento en sus butacas, incluso de los 500 que asistirán de pie a alguno de los montajes de la programación. Esta vez no podrá ser, pero no creáis que lo lamento. Ya tengo un motivo más para volver a Buenos Aires.

martes, 26 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (7): LA CIUDAD PALACIEGA DE LOS MUERTOS

Aparte de estar muerto, se precisa de un requisito esencial para ser enterrado en el cementerio de La Recoleta: haber alcanzado la fama. Por fortuna, a los vivos no se nos exige esa segunda condición para traspasar su umbral y pasear entre sus muros.
    Los da Dios y ellos se juntan, aun después de exhalar el último de los suspiros. Nadie reposa aquí que no haya sido una celebridad. Según avanzamos, nos salen al paso espadones que fueron. Y jurisconsultos, estadistas, científicos, deportistas, literatos, músicos, cómicos, pintores… y hasta Evita Perón. Vivieron en olor de multitudes, y se diría que no se resignan, ya fallecidos, a perder esa prebenda, pues somos muchos quienes, venidos de todo el mundo, nos constituimos en su público, según deambulamos por esta ciudad palaciega de los muertos.
   No obstante, una cripta marca la diferencia, y la regla se hace excepción. La escultura que reproduce al joven enterrado en ella no casa con sus ilustres vecinos. Es la de un  humilde trabajador con una regadera y un escobón a sus pies. En el relato de su historia, viene en nuestro auxilio la leyenda. Se llamaba David y era cuidador del camposanto. Dicen que se obsesionó con la idea de que allí reposasen sus restos. Y que ahorró, y levantó con sus manos la que había de ser su última morada. Concluida la construcción, no aguardó a que la naturaleza siguiese su curso y diese fin a su existencia, y se suicidó, por habitarla cuanto antes. ¡Lo que habría hecho Bécquer de este argumento!
   Pasa la suntuosa necrópolis por encima de cualesquiera expectativas. Pensaba encontrar de cuando en cuando, entre lápidas y nichos, monumentos que me abrieran la boca y me agrandaran los ojos. No entraba en mis cálculos que la una y los otros no retornarían a su estado habitual hasta salir de allí. Y es que a lo mejor la hay, pero no he visto una sola tumba corriente.
   Caminé calles y calles y todo fueron, para flanquearlas, bóvedas, mausoleos o panteones. A unos los hacía vistosos su desmesura, otros brillaban por su refinamiento, en los de más allá destacaba el buen gusto del diseño. Se sucedían escalinatas, columnas, torres, se adintelaban las entradas o las enmarcaban arcadas. En consonancia con tal magnificencia, la fábrica de esas sepulturas se hacía de materiales nobles. Y eso mismo ocurría con las placas que identificaban a las personalidades o sus familias, o con las estatuas esculpidas en piedra, bronce o mármol, que, si se juntaran todas, harían multitud.
   Entre las  tallas de ángeles o de prebostes, llamó mi atención la de una muchacha con su perro, y aún más cuando conocí su historia. Liliana Crociabi expiró durante su viaje de luna de miel y cuentan que el can, que se había quedado en Buenos Aires, no la sobrevivió ni un día. Modeladas en bronce, sus figuras abren, en medio de tanta ostentación, un espacio para la ternura.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (6): UN CAFÉ EN LA BIELA

Me adentro en el café La biela de La Recoleta y al pronto casi me da un pasmo. A escasos metros de la puerta, comparten velador dos parroquianos singulares. Visten con una elegancia exquisita, que contrasta con el atuendo informal de los turistas que van y vienen a su alrededor. Uno de ellos sonríe y posa las manos sobre un libro entreabierto; su contertulio tiene el gesto grave y la mirada como vacía y reconcentrada, y se apoya en un bastón.
   Son Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, y qué de extraño tiene, si estoy en Buenos Aires, que los inmortalicen, cuando por mérito propio ya son inmortales. Eso me digo, mientras, como hay una silla libre, me siento a su lado y entablo con ambos una conversación imaginada.
   Cuando aún no existían como estatuas, en carne y hueso frecuentaban La biela. Algo hay en este establecimiento para que de alguna manera lo hicieran suyo, y en su búsqueda indagan ahora mis ojos. Y sí que tiene encanto.
   Sobra el espacio en torno. Alberga su amplitud numerosas mesas, sostenidas en el aire por un solo soporte central. Son de madera, como sus sillones, de brazos curvos  y respaldo aéreo. Si estuviesen todas ocupadas, estaríamos entre cuatrocientas personas. Sin embargo, no se apretujaría esa multitud y apenas se oiría sino un murmullo, salvo que se hable muy alto, como ahora un grupito de alemanes, que se acomodan en nuestra vecindad y ríen y gritan como si una gran distancia separase  a los unos de los otros.
   Veo columnas que, truncadas, no aguantan techos. Ofician como peanas de plantas, que se exhiben desde la altura. A su encuentro viene de todas partes la luz. Entra, tamizada ya afuera por la sombra de toldos de franjas blancas y verdes, a través de enormes ventanales, enmarcados por cortinones; y se agranda con la proveniente de lámparas esféricas y amarillas que, en racimos de a tres, penden de la techumbre. Entre ellas giran, incansables, las largas aspas de los ventiladores.        
   Por entre el público, se deslizan discretos y callados camareros, que toman nota o traen en bandejas lo ya encargado. Parecen, como el propio local, formar parte de un decorado finisecular, que chocara con quienes hubiéramos dado un salto atrás en el tiempo olvidando cambiar de vestimenta.
   Testigos mudos, y sin embargo elocuentes, de otra época, ilustran las paredes piezas de coches antiguos. Es la impronta que dejaron quienes, allá por los años 50, trajeron a sus conversaciones la afición por las carreras de automóviles. Tal hubo de ser su peso, que incluso rebautizaron el establecimiento, cuya existencia venía de atrás. Dicen que por aquí pasó el mismísimo Fangio.
   Pero ¿y Bioy Casares y Borges? Ah, sí, detrás del mostrador que está al fondo volvemos a saber de ellos. Las fotografías que se exponen fueron tomadas por el primero y sirvieron para un libro que escribieron los dos...

lunes, 11 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (5): EL GOMERO DE LA RECOLETA

Desde la lejana India vino una plantita a dar a Buenos Aires. Eran tiempos en que sólo los pájaros y ciertos insectos surcaban los cielos, o sea que quien la trajo hubo de encomendarse al mar en su viaje. Debía de ser amante de los árboles, sin sus cuidados el pequeño vástago no habría sobrevivido a la larga travesía oceánica. Seguramente lo motivaba el afán de sumar a la vegetación de Argentina una nueva especie, porque aquí no había ningún semejante en que pudiera reconocerse.
   Fue plantado en una chacra, donde la ciudad apunta al norte. Hoy se levanta en esos parajes el barrio residencial de La Recoleta, nombre que le viene de los frailes que  erigieron en esos baldíos un convento. Desconozco si su porteador de entonces se atrevería a sospechar que doscientos años después seguiría en pie aquel mínimo retoño, sólo que transfigurado en mole de madera y espesura. Lo que hace dos siglos apenas era, es ahora un coloso descomunal. Con razón le llaman el abuelo: cuando en mi incesante vagabundeo por la capital veo otros ejemplares de buen porte, ya sé dónde está su origen.
   Impone su envergadura. Es tal su frondosidad que la pupila no consigue escalar a través del follaje –verdeoscuro el haz, más claro en el envés- en busca de la claridad del día. Varios troncos parecen abrazarse hasta ser el que son, únicamente uno. Abajo, su metro y medio de diámetro se ensancha considerablemente en la nervadura de raíces que, a la vista, lo circundan.
   Imposible no contener el aliento ante esta presencia, si no es para exhalar una interjección admirativa. Se basta él sólo para sombrear una plaza de no escasas dimensiones, que es, en su caso, la de Juan XXIII. El café La Biela se aorilla a su lado, la basílica del Pilar llama, cercana, a la oración y el cementerio de La Recoleta, también próximo, abre sus puertas de la eternidad a muchos próceres que han sido.
   Desparrama este gomero sus ramas, que discurren paralelas a tierra, y que se aproximan a los treinta metros de longitud y uno de diámetro, dónde se ha visto cosa igual. Podrían quebrarse, si el ingenio humano no corriese en su ayuda. En algunos de sus tramos se han dispuesto unos soportes ahorquillados, que las apuntalan. En uno de ellos se detienen la atención y las cámaras de fotos de los visitantes: tiene forma humana, es un Atlas quien ejerce de contrafuerte y aguanta el peso, que si no es el del mundo como en el mito griego, ya le llega. Como únicamente lo viste un taparrabos, es perceptible la tensión que el esfuerzo provoca en su musculatura de titán. Es tan verosímil, que dan ganas de prestarle ayuda. Estoy por asegurar que, si le paso un pañuelo por la frente, lo retiraré humedecido por su sudor. Me parece el otro gran protagonista de esta historia, una obra de arte urbano, forjada con restos de automóviles, que acude en auxilio de la que esculpió la naturaleza a lo largo de siglos. 

miércoles, 6 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (4): UNA FLORALIS GENÉRICA

Ahora deberíais cerrar los ojos e imaginar la mayor de las flores del mundo. Una que os haga sentiros Gulliver en el país de los gigantes. Y que no se marchite, como si no fuera con ella el devenir de las estaciones y viviera instalada en una eterna primavera.
   Estuve a su vera el 31 de octubre, y, en comparación, yo no era más que una menudencia, una diminuta insignificancia. Mide 23 metros de alto y su diámetro alcanza los 32. Pensaréis que fantaseo, aunque suceda en Argentina y todo en América cobre dimensiones colosales. Pero es cierto que haberla hayla, incluso no siendo del todo verdadera.
   Me explicaré, y veréis cómo en este caso realidad y ficción se hermanan. Son de metal sus seis pétalos, detalle que no los exime de cerrarse a la oscuridad, plegándose de  noche, para abrirse de nuevo a la luz cuando amanece el día. El colmo sería ya que oliera.
   No me preguntéis por qué planta la engendraría, bastante es que exista ella. Floralis genérica, la bautizó el arquitecto Eduardo Catalano, su hacedor, quien quiso que subsumiese en su ser la esencia de todas las flores del mundo. Al contemplarla, creo que lo consiguió.
   Está en un vastísimo parque verde, arbolado al fondo, que lleva el nombre de Naciones Unidas. Emerge en medio de un estanque, cual Narciso que se complaciera en contemplarse a sí mismo, ajena a que, al tiempo,  multiplicará el agua su vistosidad a ojos de quien, sólo con verla, ya no puede sino admirarla. Y mira que es difícil destacar en el barrio de La Recoleta, donde todo asombra.
   Parece Buenos Aires abrirse camino por entre un bosque, hasta tal punto se colma de árboles. Pero ya veis. Como si les supiera a poco y no les bastara esa naturaleza desbordante, aún han cultivado los bonaerenses esta flor, que será de mentira, pero no por ello deja de ser flor.

viernes, 1 de diciembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (3): PEQUEÑAS COSAS

A menudo la atención se me queda prendida en los detalles.
   Tomo nota de pintadas que nos salen al paso y me llaman a leerlas con su poético dramatismo: “Ni dioses ni maridos”, proclama, drástica, una; “O libres o muertos, jamás esclavos”, consigna, contundente, otra. Alguna desciende de la filosofía política revolucionaria a la concreción reivindicativa y echa en falta a Santiago (Maldonado) (1), como exigiendo que aparezca o denunciando su pérdida.
   Un letrero pillado al vuelo informa de la razón de ser de un establecimiento, que se dedica a la compostura de zapatos. Poco más allá, alguien habla de un motorista que ha dejado su vehículo aparcado y volverá pronto, y por mucho que busco la moto no la encuentro: es un auto el que aguarda a su conductor. Pregunto por una dirección y me indican, amables, a cuántas cuadras se halla. Oír español a diez mil kilómetros de España requiere de cierto aprendizaje. Y no deja de tener su encanto pedir en un asador un bife de chorizo y que te traigan una sabrosa carne, que creo solomillo de ternera, sin pizca de chorizo.
   Me meto por una calle estrecha y larga, y enseguida me parece haber dado, sin quererlo, con un gremio peculiar. Una tienda tras otra lucen idéntico cartel. Todas compran oro. No sé qué me sorprende más, si este insólito arrimo de competidores o que tanta gente posea el preciado metal y esté dispuesta a deshacerse de él. ¿Significará esto último que a glorias pretéritas se contrapone un presente de decadencia y apreturas?  ¿Y cómo decidirá el vendedor qué establecimiento se quedará con sus joyas?
    Sigo andando e inopinadamente se me ocurre que deben de gustar los argentinos de llevar muy limpios los zapatos. Me tropiezo, al amparo de soportales o al abrigo de una fachada cualquiera, con limpiabotas, que ejercen al aire libre su tarea. Un negocio humilde, que no necesita de más que una silla donde sentar al cliente, un banquito donde pose el pie y un taburete pequeño para el lustrador. Una caja de la que emergen betunes, bayetas y cepillos da fe de un oficio que casi tenía en olvido.
   En una calle que recuerdo como Florida, son legión otro tipo de empresas unipersonales, que no precisan de aditamento alguno para ejercer su función, ni siquiera de local. Tan sólo se necesitan dotes de fisonomista, muy útiles para detectar turistas, y un cierto desparpajo para dirigirse a ellos y ofrecerles cambiar su moneda por el peso del país. Me pregunto si cada uno trabajará para sí o si lo harán por cuenta ajena y a comisión, y concluyo que más bien lo segundo que lo primero, pues no me imagino a un banquero, siquiera sea en ciernes, que no disponga de un capital para el trueque, y no tienen éstos pinta de adinerados. Sin atender a sus cantos de sirena, continuamos nuestra andadura, que nos queda mucho por ver.


(1) Santiago Maldonado ha sido noticia en la prensa internacional. Murió ahogado en el río Chubut. La última vez que fue visto con vida, intentaba escapar de la represión de la Gendarmería sobre la comunidad mapuche. Tardaron tiempo en encontrar su cadáver.

sábado, 25 de noviembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (2): BUENOS AIRES, PRIMERA CATA

Salimos del hotel un 31 de octubre y nos damos de bruces con la primavera. Unos jacarandales son, ante nuestros ojos abiertos al asombro, sus heraldos. Florecidos en lila, anuncian el estacional renacer de la vida en las calles bonaerenses. No están solos. Árboles innumerables, de especies para nosotros desconocidas, pintan de verde los costados de las avenidas, sombrean las plazas, rompen la horizontalidad de los parques.
   Es como si la ciudad entera se resistiese a dejar atrás la naturaleza y se empeñase, exitosamente, en constituirse en vergel.
   Cada mirada trae consigo novedades. Según camino, voy descubriendo una disparidad que anuncia el ser ecléctico de la capital. Casas de mala apariencia y calidad conviven con joyas de corte modernista o clásico, en cuyos balcones no faltan cariátides y columnatas. Pared con pared con construcciones coloniales, torres de cristal tintado me inducen a pensar en la City londinense. Y de cuando en cuando un edificio de grandiosas proporciones avisa de que hemos encontrado un monumento que nos reclama una visita.
   Veo tantas pizzerías que por momentos me parece que he equivocado el destino y estoy en Italia. Sin embargo, los asadores, que nos aguardan tras doblar cualquier esquina, constatan que hemos llegado a ese templo donde se rinde culto a la carne que es Argentina. A la vista del viandante, como promesas que se formularan a su apetito, sobre brasas, se doran costillares de cordero ensartados en parrillas.
   Qué de librerías. Las hay de viejo y de impresión reciente, son grandes o enormes, de diseño funcional o que hacen del espacio que ocupan puro arte. Buenos Aires es una inmensa casa del libro, nunca conocí nada que se le iguale. Viven aquí tres millones de personas, y no creo que haya menor número de volúmenes. Miro con respeto y empatía a cualquier transeúnte, deben de leer mucho y ser muy sabios.
   Y cuántos teatros y cafés, y galerías comerciales que admiran menos por su amplitud que por sus techumbres abovedadas y las pinturas que las decoran.
    Qué cosmopolitismo…
    A ver cómo me las arreglo para contarlo. 

lunes, 20 de noviembre de 2017

LA ARGENTINA QUE VI (1): DESDE EL AIRE, BUENOS AIRES

Era el 30 de octubre, en 2017, y se me caían los párpados. A duras penas mantenía abiertos los ojos. Poco habían podido ver, además, durante el vuelo, que duraba ya doce horas y media. Había cerrado la ventanilla a la luz, que parecía resistirse a desaparecer a medida que avanzaba una tarde empeñada en no ser noche.
   A 10.000 metros de altitud y casi 1000 km por hora, nos dirigíamos, desde España, hacia el suroeste, en busca de Argentina, que está no sólo en América, sino al sur de todas las Américas.
   Había entretenido el tiempo y la fatiga en pensamientos, a veces gratos. Leí de cabo a rabo el periódico, incluidas las noticias y artículos de opinión sobre Cataluña, pese a que uno de los alicientes del viaje consistía en olvidar durante algo más de una semana el monotema. Y había visto una película y luego un documental de naturaleza.
   No había dejado pasar una sola de las dos o tres comidas que nos sirvieron, más por olvidar la monotonía y ganar tiempo al tiempo que por saciar el hambre o, en menor medida aún, homenajear al paladar.
    Pero, a la postre, terminaba por aburrirme y subía la persiana de la ventanilla para enfrentarme al mundo de afuera, con la esperanza de que hubiera cambiado. Allí seguía, sin embargo, el mismo panorama de nubes, blancas y rotas. A través de sus resquebrajaduras, divisaba, muy abajo, el océano, de un azul oscurecido. Era como si estuviera viendo un cielo invertido.
   Me sentía agotado, paradójicamente de no hacer nada, como no fuera permanecer en mi asiento o emprender una breve andadura de pasillo, siempre atento a que una turbulencia me devolviese a mi sitio.
   Amodorrado, aún sin dormir del todo, pero con la consciencia disminuida, llegaba a creer que el avión, baqueteado cuando encontraba un bache en el aire, era, con su traqueteo, un tren que circulaba por una llanura interminable. Esa impresión se reforzó cuando, al fin, el sol alcanzó el ocaso y se perdió entre las sombras. Yo miraba cómo cambiaba de color el horizonte, que iba pasando de naranja a amarillento, para acabar en finísima línea de luz.
   Y de repente apareció. Su avistamiento me hizo recordar un poema que, referido a A Coruña, recitaba en mi infancia: “Se me deran a escoller, eu non sei qué escollería: se entrar na Cruña de noite ou no ceo de día” (1).
   Parecía que todas las luciérnagas del mundo se hubieran puesto de acuerdo para asistir a una convención. Era un mar de luminarias que, bajo nosotros, dibujaban cuadrículas ordenadas, en una infinitud sin límites. Se diría que millones de viviendas encendían al unísono sus bombillas. Entre ellas había como látigos de fuego, que eran grandes avenidas o autopistas. Tan sólo el río de la Plata ponía coto a ese dispendio estético con la oscuridad de sus aguas.
   Buenos Aires nos recibía con un gran espectáculo. El suyo.    
  

(1). “Si me dieran a escoger, yo no sé qué escogería: si entrar en La Coruña de noche o en el cielo de día”.

lunes, 13 de noviembre de 2017

“UN ESCENARIO SIN FRONTERAS”: LA OPINIÓN DEL PÚBLICO

Ésta es una experiencia teatral única, y no por irrepetible (esperemos que a la primera actuación sigan otras), sino por quienes la protagonizan. Sus hacedores son participantes en el Taller de Inserción Socio-laboral DÍNAMO y trabajadoras del mismo. Cuentan con la colaboración de nuestra Agrupación Escénica UNOS CUANTOS: les  aportamos guiones de escenas y les prestamos dirección y apoyo técnico.
   “Un escenario sin fronteras”, se ha titulado este montaje. Y lo va a ser por su temática, pero también por sus intérpretes. Diversidad de tonos y acentos (subsaharianos y marroquíes, de Colombia y de Argentina, españoles…) conviven en un grupo que es en sí mismo un canto a la diversidad, un mundo en pequeñito.
   Nunca hasta ahora se habían subido a un escenario.                                                        
   Nadie es más que nadie, decía Antonio Machado, y eso mismo vienen ellos a decirnos: con otras voces y una mímica que, a fuer de expresiva, se vuelve palabra.
(El texto anterior fue publicado en este blog el 5 de julio pasado. Sirva para contextualizar lo que sigue).

   
Al final de la representación, el 8 de julio, entregamos a los espectadores un folio en blanco. Queríamos su valoración. Y esto nos dejaron escrito quienes nos las entregaron:
  
“Me encanta esta iniciativa. Pertenezco a una asociación de nueva constitución que, como vosotros, persigue y cree en la integración de las personas. […]. Estaría encantada de recibir información de vuestro trabajo”.

 “Me ha parecido un proyecto maravilloso, seguid con estas iniciativas que nos emocionan y nos hacen estar más cerca de personas que no conoceríamos en otras circunstancias. Gracias, gracias”.

“Mejor imposible. Muy expresivos, totalmente conseguido trasmitir la emoción y el mensaje. Como pega: la luz que se apaga para cambio de escena, molesta el cambio brusco, pienso que sería más agradable bajada de intensidad gradual”.

“Hemos vivido emociones. Hemos sentido, disfrutado, meditado,... en una palabra, habéis conseguido recrear situaciones, llegar al alma, hacernos sentir en una palabra. Un abrazo a todos. ¡ADELANTE!”

“Me ha encantado veros y escucharos, ojalá que este proyecto tan chulo siga adelante y hoy haya sido la primera de muchas veces. ¡ARTISTAS!”

“Maravilloso! Con casi nada se pueden hacer grandes cosas. Solo hay que ponerse a hacer algo”.

    “Emocionante, muy auténtico, muy natural y sorprendente e ilusionante. Enhorabuena. Con estas manifestaciones, el mundo puede cambiar”.

“Me ha parecido una experiencia positiva, refleja la sociedad de hoy en día. Un poco triste pero muy realista. Enhorabuena a todos los participantes y suerte para todos”.

“Como siempre ha sido estupendo. Desde los cuentos hasta el perro moribundo. Gracias por compartir y hacer sentir. ¡Viva el teatro!”.

“Fácil, la escena de los cuentos. Rica. Parecía incompleta la segunda. Me encantó, sobremanera, la estética de la tercera. La 4ª, dura de tragar. Gracias”.

“¡Me he emocionado! Una idea fantástica que esta gente haga teatro. Interesante. Me ha gustado mucho”.

“A mí me ha gustado mucho la puesta en escena de `Un tazón de caldo´. Me ha parecido muy original y muy didáctico. ¡¡¡Ánimo!!! A seguir trabajando”.

“Me gusta todo. Me alegro”.


“Emocionante la participación multicultural. Muy buena iniciativa. Se agradece el esfuerzo de quienes han tenido que contarnos su cuento en nuestro idioma. ¡Espero poder asistir al próximo espectáculo! Enhorabuena”.

domingo, 29 de octubre de 2017

ESTO NO PUEDE VOLVER A PASAR (y 3)

Confieso que, si es verano o, aun no siéndolo, hace calor y falta la lluvia, siento cierta prevención  cuando salgo a la montaña, sobre todo si está arbolada. Me da por pensar en que a lo peor se incendia y quedo atrapado por las llamas. Ese temor se incrementa cuando todavía no se ha disipado el humo en Galicia, en Asturias, en Portugal.
   Alguien puede prender un cigarrillo en el campo que asuela la sequía. Una brasa desprendida, una colilla mal apagada, que aviva la brisa, encontrarían un entorno propicio para propagarse. No sería la primera vez que una barbacoa hace de su derredor una pira gigantesca. O que a un vecino se le ocurre quemar rastrojos, o restos de una poda, o matorral, sin contar con las condiciones climatológicas o la voracidad del fuego.
   Y quién me dice a mí que no ronda los parajes que apetezco andar un pirómano, de ésos que se satisfacen en lo que a todos horripila, y que con tal de darse gusto son capaces de provocar una catástrofe. Quizá, alucinado por las llamas, haga oídos sordos a los gritos de auxilio. ¿Lo satisfará también, al día siguiente, la contemplación del paisaje carbonizado que deja tras de sí?
    Para rematar la lista de peligros a que me aventuro en mis excursiones, oigo que se habla en ocasiones de gentes, que, sin mediar escrúpulo, sacan partido de que se calcine el bosque y le arriman por ello la cerilla.
  Tal vez debería quedarme en casa mientras no decaiga el estiaje, pienso, en tanto me calzo las botas y requiero con los ojos los prismáticos pajareros o el bastón de caminante. Habrá que mirar el cielo por si trajera el aviso de la humareda, y oler, no sea que del aire estén desapareciendo las fragancias y huela únicamente a chamusquina.
   Se me ocurren tantas cosas, que pondrían freno a mis inquietudes y, sobre todo, a tanto drama comunal… Ni siquiera son ideas originales: desbrozar el sotobosque, cuidar los cortafuegos, incrementar la vigilancia, educar y concienciar a toda la población dentro y fuera de los centros escolares, prohibir totalmente el aprovechamiento de la madera o el suelo quemados, diseñar una política de reforestación que reniegue de especies pirófilas (eucaliptos, pinos) y, por supuesto, favorecer la ampliación de los medios anti-incendios… Algo se ha hecho, pero no es para darse por contento…
   ¡Será por dinero! ¿Cuánto se ha gastado en la extinción? ¿Cuánto se ha perdido en lo que ha ardido? Y esas vidas, que ya no serán.

lunes, 23 de octubre de 2017

ESTO NO PUEDE VOLVER A PASAR (2)

Veo una osa con un osezno, en una instantánea que me trae la prensa. Están muy quietos, en medio de un pedrero, dentro de un bosque, cerca de Cangas del Narcea, donde Asturias mira ya a Galicia. Contra lo esperable, el esbardo no se separa de su madre, no se dedica al juego o a la exploración del mundo. Ambos se tocan, de tanto que se juntan, y uno y otra dirigen los ojos al mismo punto del entorno, que acaso esté arrasando el fuego. Será esa circunstancia, pero me parece frágil la poderosa estampa del plantígrado.
    En otra página, aparece una cierva de buen porte. Quizás esté preñada, pues es tiempo de celo y berrea. Contraviniendo hábitos ancestrales, no se esconde en lo más remoto  del monte, donde un fotógrafo naturalista la haya sorprendido. Se halla en una carretera de Degaña, y nadie diría que está muerta. Tumbada sobre el asfalto, semeja durmiente, y, sin embargo, nunca despertará de ese sueño. Árboles carbonizados escoltan la vía, a un lado y otro. Pienso que, por huir del incendio, buscó refugio en la calzada, que no ardería y no pondría, en su lisura, obstáculos a la escapada. ¿Hacia dónde, si, delante y atrás, sólo fuego podía encontrar?
   Menudean en las ilustraciones de los periódicos imágenes oscuras, de campos sin pasto, de bosques de troncos negros, sin maleza, ni espesura, sin el follaje amarillo del otoño. Como si estuviese allí, percibo un calor que no viene del sol. Siento una extraña sensación de silencio, y es que me faltan trinos. ¿Qué ave habitaría esas soledades calcinadas? Y si, de paso hacia otras latitudes, detuviese su vuelo al alcanzar estos parajes, ¿le quedaría ánimo para cantar?

miércoles, 18 de octubre de 2017

ESTO NO PUEDE VOLVER A PASAR (1)

Galicia está de luto. Se ha vestido de negro lo que siempre fue verde.  El paisaje se hace ahora de campos y bosques que oscurecen la mirada, de ríos y fuentes de ceniza. Dante no encontraría mejor escenario para su infierno imaginado.
   Pareciera que tuvieran voz los árboles, pero sólo crepitaban, abrasados, como pidiendo un auxilio que les llegaría tarde. Y ardía como yesca la hierba, que esperaba lluvia tras larga sequía.
   Fue el día del fin del mundo para infinidad de animales. Muchos, más lentos que las llamas, no consiguieron escapar a su acoso, por más que se arrastraran, o corrieran, o volaran. Los que no perecieron sorprendidos por el fuego y quisieron huirlo se ahogaron en la humareda que, como maléfica niebla, los envolvía, sin prestarles humedad u oxígeno.
   Y estaba, también, la gente. En medio de la tea gigantesca que enrojecía la noche, cercados por el fuego, emprendían los vecinos escapadas de final incierto; veían cómo se rompían sus biografías, hechas de tiempo y de trabajo; cómo, tras de sí, perdían todo lo que hasta entonces había sido suyo. O se lo disputaban a la voracidad del incendio, codo con codo con mermados y esforzados  servicios de extinción, o solos, si no llegaban a donde ellos. Con calderos y mangueras, con escobones y palas y azadas, fueron  David contra un Goliat que se multiplicara azuzado por el viento.
   ¿Cuánto costará reparar este desastre? (y nadie devolverá la vida a cuatro personas que murieron). A buen seguro, muchísimo más que lo que habría supuesto prevenirlo.

   ¿Por qué no se hizo, entonces?

viernes, 13 de octubre de 2017

DE TRASHUMANCIA

Detengo un caminar que se hace de buen paso, no por recuperar el aliento, aunque se me haya acelerado la respiración, sino por mirar atrás. Sólo demoro la parada un instante, y enseguida vuelvo a las andadas, que es ir deprisa, deprisa. Si me quedo quieto, así sea unos segundos, una manada de vacas, que unos metros tras de mí ocupa todo el frente de la vereda, amenaza con venírseme encima. Reses que brillan de puro lustrosas, avanzan casi corriendo. En la negrura avileña de su estampa se destaca una cornamenta blanca y larga, tan afilada como si estuviera hecha exclusivamente para la herida.
   Quisiera que fuese respeto lo que me infunden, pero es que meten miedo a mi ser de urbanita bisoño en estos lances. Y eso que esta aventura no me la he encontrado, que he venido a ella exprofeso.
   La partida se hizo recién nacida la mañana y acumulan las pezuñas del rebaño una veintena de kilómetros cuando nos incorporamos a la marcha. Estamos descansados, pero nos hemos perdido las migas a la usanza extremeña que hubo en el desayuno campero. Vienen de donde el arco romano de Cáparra y con ellos nos dirigimos a las inmediaciones del pueblo judío de Hervás. Somos como actores que interpretaran el papel de pastores en ciernes.
   A un lado y otro de la cañada, el sol asfixia la hierba que fue. En el paisaje abrasado, sólo en los árboles se refugia el verde. Vaqueros de verdad, que van a pie o a bordo de tres o cuatro todoterrenos nos van colocando a los neófitos donde se abre una bifurcación en el carril o ante un espacio sin vallado de protección. Está la vía pecuaria muy deteriorada y hemos de evitar que el ganado se nos vaya de la ruta.
   Yo pruebo a conminar a los cuadrúpedos con la mirada, sin mucho aspaviento, aparentando un aplomo y unas dotes de mando que estoy lejos de poseer. En un momento dado, por guardar distancias con esa masa oscura que acaso ni repare en mí, retrocedo un poco y casi me ensarto en unas zarzamoras que tengo a la espalda.    
   Una vaca revirada burla nuestras medidas precautorias y abandona a sus congéneres para lanzarse a la aventura. Rebasa la línea que trazan nuestros cuerpos y se interna en un olivar, donde experimenta la sensación de libertad. Entonces entiendo por qué nos acompaña un jinete. Pronto galopa a la par de la rebelde y no ceja en la persecución hasta que consigue devolverla con los suyos. Lo más curioso, sin embargo, es lo que me sucede a mí, que, sin encomendarme a dios ni al diablo, ni pensarlo, salgo disparado, blandiendo un bastón y voceando interjectivamente al animal díscolo. En aras a la verdad, estoy por apostar que, dado el espacio que nos separaba, no se dio por enterada de mi enfado, ni, afortunadamente, enfrentó su determinación a la mía.
   De cuando en cuando, una carretera parte en dos la cañada. Mientras el rebaño cruza el asfalto, cortamos el tráfico, sin que se oiga un claxon de impaciencia o una queja. A todo lo más, nos encara una mirada curiosa, que revela a la gente venida de otros pagos. Si se fija en mí, tal vez, en el mejor de los casos, no sepa a qué carta quedarse, en cuanto a mi condición extemporánea de pastor.
   Llegamos a destino cuando ya pasan de las tres de la tarde. Las reses comen de un pasto seco y amarillo, y nosotros de una paella del mismo color, obsequio del mayoral, que sabe a gloria. A la sombra de una encina, pienso, no obstante, que el verdadero regalo fue habernos permitido vivir esta experiencia. 

viernes, 6 de octubre de 2017

CLAMOREO DE CIERVOS

Atardece en las dehesas de Monfragüe. Hace rato que el sol de finales de septiembre ha dejado de arrancar tonalidades rojizas a los alcornoques. Sus troncos descorchados  ya no semejan llamaradas en medio de un campo sin lluvia. Apenas son ahora distinguibles de sus vecinas las encinas. Muy al fondo, el llano se torna serranía. Los árboles, que se aclaraban en la planicie para dar una oportunidad al pasto, se aprietan sin que quede espacio para un respiro.
   El paisaje, de pura quietud, parece pintado. También yo, y no por una suerte de extraña mímesis. Condiciona mi estatismo la atención con que miro y, sobre todo, el silencio que me impongo por que no se me escape un ruido, y que estorbaría cualquier movimiento, por mínimo que fuera.
   Se oyen voces poderosas, que vienen de todas partes. Aquí y allá, rompen el anochecer gargantas que no temen despellejarse en su empeño por gritar más alto. El monte entero resuena como un eco multiplicado, un coro extraño, cuyos componentes no cantaran al unísono. Al bramido de un astado en celo sucede otro, que lo replica.
   Son sonidos guturales, oscuros, tan duros como si salieran de los canchos de granito que sobresalen en el cordal que dibujan las cumbres. Duran poco, pero compensa su brevedad la reiteración y el volumen con que se emiten. Un ciervo laringítico se esfuerza por no faltar al concierto, aun a riesgo de quedarse mudo. Y, entre la barahúnda, me sobresalta un como ladrido de solo tono, o tosido de  perro gigante, como si fuera a salirle y no le saliera berrear.
   Se dirían esos mugidos en su cadencia lamentos, cuando son pura expresión de fuerza y dominio, como embestidas acústicas, que midieran a distancia el poderío de la filigrana afilada de las cuernas, sin necesidad de llegar a las manos. Está lleno el aire de desafíos.
   Otorgaría quien callara. Nadie disimula, ni saca ventaja del silencio. Ninguno de estos machos quiere pasar desapercibido y obtener ganancia de no ser notado. Antes bien, se trata, en buena lid, de hacerse presente y sobreponerse al adversario, de advertir de su control sobre un harén y un territorio. Y, de paso, de regalarnos un espectáculo de los que no se olvidan.

martes, 3 de octubre de 2017

MI REPULSA

No se resuelven los conflictos como el de Cataluña a porrazos, ni con pelotas de goma, violentamente. Lo sucedido el pasado domingo merece repulsa y condena, sin paliativos. También una exigencia de responsabilidades. ¿Quién pudo ordenar semejante disparate? No se apaga un incendio con gasolina.
   El Partido Popular metió la pata una vez más. Ya lo hizo cuando, recurso al Constitucional mediante, tumbó el nuevo Estatut. Nada le importó que hubiese sido aprobado por el Parlament ni su refrendo por la población catalana o su paso por el Congreso de los Diputados. A ello siguió la inacción y falta de diálogo y negociación durante sus años de gobierno.
   Y ahora, esto…


Adenda: Lo dicho anteriormente no debe considerarse un apoyo a los planteamientos del Govern de la Generalitat y su mayoría parlamentaria. Una cosa es rechazar la represión y la política del PP y otra dar por válida la convocatoria de un referéndum sin garantías, el ninguneo de la oposición, el menosprecio de la mitad de los catalanes. O, ya sería el colmo que lo hicieran, una declaración unilateral de independencia. 

martes, 26 de septiembre de 2017

MICRORRELATOS (VIII)


Suena a contradictorio, pero me gustan los desenlaces que son a un tiempo previsibles e impredecibles. Surgen como piruetas inesperadas que, curiosamente, una vez conocidos, nos parecen tan lógicos que casi no podrían ser otros. En los microrrelatos, el componente sorpresivo es aún mayor: una sola frase quiebra un argumento mínimo y le pone punto final.  


El aire jugó un instante a ser viento y le arremolinó la falda. Al levantar la vista, los ojos de la chica encontraron a los del muchacho que la miraba. Era él quien se había puesto colorado.

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El cliente preguntó al camarero qué era el raxo, porque estaba en Galicia y ese nombre bautizaba, en la carta, un plato. Al interpelado le pareció que una imagen valía mil palabras: “Viene siendo esta parte de aquí”, respondió, señalando, sobre su propio cuerpo, el lomo. El comensal en ciernes pasó página apresuradamente. No era antropófago.

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Entreabrió los ojos a la luz y como si no, porque en torno sólo había negrura. Dejó que transcurriera un tiempo para que llegara el día. No fue hasta mucho después  cuando se dio cuenta de que la ceguera había entrado en sus pupilas.

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De un bocado, engulló la carnada el pez. Se cimbreó entonces violentamente la caña, como si se entregara a una danza alocada que no obedeciera a norma alguna. El pescador maldijo el hambre del animal, que en aquel momento identificó con la gula. Le había arrebatado el dolce far niente en que se había instalado.

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En busca de inspiración, un novelista leyó cuanto llegó a sus manos de un crimen real y de autoría desconocida. Luego, se puso a escribir un thriller. Resultó un relato  verosímil, que fue muy celebrado. Con lo que no contaba era que policías aficionados al género negro se presentaran en su domicilio y trajeran una orden de arresto. ¡Era tan convincente la trama que había urdido que venían a cerrar el caso!

lunes, 11 de septiembre de 2017

DE CENIZOS Y TEATRO

Fue una tarde de invierno de hace mucho, y, para mi pesar, el episodio duró un buen espacio de tiempo. Iba al frente de unos cuarenta estudiantes de entre 16 y 18 años a los que sus ganas y mi empeño convertirían en actores. Estábamos en las horas previas al estreno de “Érase una vez la televisión”, una parodia de la programación de la pequeña pantalla que no excluía a los televidentes. Ensayábamos y a mi alrededor todo era una algarabía de nervios, de voces que constataban faltas y reclamaban la presencia de los ausentes, de correcciones últimas y de risas.
   De entre aquel maremágnum se vinieron hacia donde yo estaba tres integrantes del elenco. Por atenderlos, tuve que distraer la atención del escenario, donde parte del grupo se esforzaba en encarnar a los personajes del capítulo mil quinientos de una telenovela muy melodramática y a un supuesto espectador que, conmovido, se enjugaba las lágrimas con una sábana, de copioso que era su llanto. Hube de aguzar el oído para que me llegase su voz.
-         ¿Tú crees que va a salir algo de aquí?
    Entendí perfectamente que se trataba de una interrogación retórica, de esas que no precisan de respuesta. La contestación ya la tenían ellos. Pero yo hice como si no.
-         ¡Claro! –dije con convencimiento, a sabiendas de que contravenía su opinión.
   Me miraron con una desconfianza infinita, y esta vez abandonaron el circunloquio y se dejaron de preguntas que no preguntaban. Sus palabras sonaron lúgubres, más que como predicción, como sentencia inapelable.
-         Será un desastre -dictaminaron sucintamente, reafirmándose en sus agoreros vaticinios.
   Sólo les restó añadir que yo los había conducido a la debacle que nos aguardaba. Y, ciertamente, en eso, de producirse, no les faltaría razón. Yo había fijado la fecha de la actuación y, además, había buscado para el estreno una localidad que no era la nuestra. Ni familiares, ni compañeros, ni amigos iban a disculpar nuestros fallos. Aunque, ciertamente, yo esperaba que, de haberlos, fueran eclipsados por los aciertos.
-         Quedará bien, ya veréis –les repliqué. Y di por concluido un diálogo que sólo podía aportarme desazón.
   A punto estuve, si es que no lo hice, no lo recuerdo, de dictarles una orden de alejamiento, que les impidiera acercárseme hasta donde pudiera oírlos. Y evité también encarar en lo posible sus rostros enfurruñados. “Tienen miedo escénico”, pensé, quién sabe si por disculpar su prevención o por que no minaran mi propia autoconfianza. Con todo, reconozco que algo mal sí lo pasé. Luego, cuando dio comienzo la función, y a medida que se desarrollaba, miré a las caras del público y los vi reír con ganas, por un instante elucubré sobre los males que trae consigo el pesimismo. Máxime si, además, quienes lo padecen representan, como fue el caso, espléndidamente sus papeles.

   Allí aprendí algo que posteriores experiencias habían de corroborar. A veces, en el teatro lo más difícil no es dirigir, aunque se ejerza de director.

lunes, 28 de agosto de 2017

MÁS QUE UN ABRAZO

Que un hombre y una mujer, vestidos ambos a la usanza occidental, se fundan en un  abrazo y compartan lágrimas con alguien a quien sus ropajes señalan como musulmán, ya sería de por sí destacable en estos días convulsos. Transmite un mensaje fraterno, de unidad, tras los atentados de Barcelona y Cambrils. Cobra aún mayor relieve cuando se conoce  la identidad de los protagonistas. La pareja son los padres de Xavi, un niño de tres años, que fue uno de los que perecieron en el atentado de La Rambla el jueves 17 de agosto. El otro es Dris Salym, imán en una mezquita de Rubi. La imagen está tomada durante una concentración de repulsa y de solidaridad, que congregó a unos setecientos vecinos, a los que se ve aplaudir.
   Están diciendo al mundo que no es el islam quien mata. Se lo dicen al Estado Islámico, para quien sería un regalo que nos dividiésemos en dos bloques, que considerásemos enemigos a los millones de seguidores de esa fe. ¿Imagináis lo que pensarán los del ISIS al ver esa fotografía? Se aviene tan mal con sus planes… Los condena al ostracismo, los aísla, los deja donde tienen que estar, solos, y, por ende, vulnerables.
   Qué más quisieran, que su crimen sirviese para que se señalase a la comunidad musulmana con dedo acusador, haciendo que pagasen justos por pecadores, propiciando sentimientos de exclusión y hostilidad mutua.
   No son los únicos que se llevarán las manos a la cabeza en señal de disgusto ante esa imagen. A rebufo del brutal atentado, se multiplican en nuestra sociedad actitudes y discursos islamófobos, con alguna agresión incluida. A menudo asoma detrás la torva faz de grupos extremistas de derecha.
   Pero esas reacciones alcanzan también a sectores de la población que, sin simpatía por esos ultras, se dejan llevar por sentimientos primarios. No se detienen a pensar. Si así lo hicieran, verían que bombas o atropellos masivos no distinguen de culturas cuando matan. Más aún: si así es en nuestro suelo, qué no sucede en África o en Asia, donde los musulmanes damnificados por el Daesh o sus secuaces se cuentan por millares.
   Es injusto culpar de la barbarie a quienes también la padecen. Y además, peligroso. Desenfocando el objetivo –los terroristas- éste se vuelve más ilocalizable. Y al culpabilizar a toda una creencia, se pierden entre sus fieles aliados para combatirlo, tal vez se favorezca incluso que algunos, resentidos, se sumen a las filas del odio y la sinrazón.

   Hay mucho de humanidad en ese abrazo. Pero también de lección. Gracias. 

lunes, 21 de agosto de 2017

BARCELONA


Tanto dolor inútil, tanto odio buscando sangre inocente en que satisfacerse... La Edad Media irrumpe, matando, en el mundo. Con siglos de retraso, vienen a enturbiar el presente palabras olvidadas (¡infieles, impíos, cruzados!). Salen de bocas que acusan y condenan, dogmáticas y sectarias. Mentes simples determinan que en la diversidad radica el mal. En su estrechez de miras, únicamente cabe una concepción de la vida, regida por principios inamovibles; y no sólo para ellos, para todos. Cualesquiera que no sigan sus dictados son enemigos y se arriesgan a convertirse en víctimas. Tras de sí dejan un reguero de cadáveres, de heridas en el sentimiento, de desolación. Pero también de voces que, por el ancho mundo adelante, se yerguen frente a ese fanatismo y la barbarie de que se acompaña, solidarias con quienes los padecen. La mía, una más.

lunes, 14 de agosto de 2017

HAY UN BARCO RACISTA EN EL MARE NOSTRUM  (y 2)

Desconozco qué habrá sido del  C-Star, el barco tripulado por racistas que se dirigía al Mediterráneo en busca y captura de migrantes o de quienes aspiran a obtener refugio en Europa. Tal vez se le haya dado el alto, impidiéndole así continuar adelante con sus siniestros propósitos, no sé.
   Podría parecer inconcebible su existencia, por fugaz (¿?) que fuera. O sentir la tentación de considerarla una excrecencia, un tumor surgido en una sociedad sana, a extirpar y ya está. Muerto el perro, se acabaría la rabia. Pero es de temer que las cosas no sean tan sencillas. La pregunta sería cómo es posible que aparezca semejante horror en el aquí y ahora que vivimos. O, dicho de otro modo, esos individuos ¿están solos o constituyen la punta visible de un iceberg de dimensiones mucho mayores?
   Un dato poco tranquilizador: según sus propias declaraciones, los cien mil euros que necesitaban para fletar el buque los consiguieron mediante suscripción pública. O sea, que estos desalmados no se cuentan únicamente por decenas. Admitamos, sin embargo, que, aunque tengan detrás a unos cuantos miles de mentes enfermas, no pasan de ser una exigua minoría en un continente poblado por millones de personas (507 en la Unión Europea). Lo verdaderamente preocupante aparece, no obstante, si consideramos otra cuestión.  A esos indeseables les conviene, más que a nadie, la máxima que enunciara en su día Ortega y Gasset: “yo soy yo y mi circunstancia”.
   Dondequiera que pueda arribar una patera, se levantan vallas, se ponen en funcionamiento radares y policías, se persigue a los que lleguen, se les encierra en centros de internamiento que en poco o en nada envidian de las cárceles. Proliferan los muros que impiden la libre circulación a quienes peregrinan por nuestro continente en busca de un país que los acoja y les permita laborar por una vida mejor. Últimamente, incluso se hostiga a las ONGs que evitan muertes en el Mediterráneo.
    No nos llamemos a engaño, ni miremos hacia un único punto. Con ese caldo de cultivo, el C-Star viene a ser como la espuma de las olas cuando llegan a las playas. Una espuma sucia, desprovista de toda estética que no sea la de lo feo, porque el agua de que proviene está contaminada.

sábado, 29 de julio de 2017

HAY UN BARCO RACISTA EN EL MARE NOSTRUM

Un buque lleno de miserables se dirige al Mediterráneo, si en estos momentos no navega ya sus aguas. Va a la busca y captura de otros a quienes se podría atribuir el mismo adjetivo, si bien con contenido bien distinto. A los primeros les conviene el término en sentido ético y peyorativo, para significar su estulticia moral; a los últimos, que son los perseguidos, se les aplica ese mismo calificativo en un sentido meramente denotativo, objetivo: su miseria es material: la de la pobreza extrema o la de la guerra de las que intentan escapar. A las dificultades que enfrentan en su huida, se añadiría, de no ponérsele coto, la agresiva actuación que intentan protagonizar los que fletan o tripulan el C-Star, el barco de Defend Europe, organización que agrupa a colectivos ultraderechistas de varios países del viejo continente. Pretenden interceptar a los migrantes y devolverlos a Libia. En su punto de mira tienen también a las ONGs, cuya solidaria labor de rescate se proponen dificultar.
   Ojalá, sin dejar de ser ellos, pasasen a ser, también los otros. Si estuviese en mi mano, los haría vivir su existencia. Invocaría a los vientos para que en volandas los llevaran a Senegal, a Nigeria, a Etiopía, a Sudán. O a Siria, por ejemplo, a Siria también. Y allí los dejaría, esquivando bombas, padeciendo hambrunas, sin otro futuro que un dramático  presente.
   Quisiera ver cómo, en un intento por burlar ese destino y retornar a Europa, caen en manos de mafias desalmadas. Cómo pierden el norte en el desierto o, apretujados en la caja de algún camión desvencijado, a duras penas logran dejar atrás esas masas de arena y sol. Cómo (¡tantos cómo!), cuando alcanzan, si los alcanzan, los países que bordean el Mediterráneo, desearían volverse invisibles a la policía que los maltrata, a las bandas que los secuestran y les roban o los esclavizan.
   Me gustaría que, embarcados al fin en una frágil patera, sin más horizonte que el mar, a punto de naufragar, se encontrasen con el peor de sus desafíos, esto es, consigo mismos, con lo que eran antes de emprender este viaje terrible Que se enfrentasen a lo que son y a lo que hacen.