martes, 24 de abril de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (21): POR ENCIMA DE LOS ANDES

Son de un blanco prístino y de una altitud que hace buena a la palabra desmesura. Como extraños cofrades, lucen caperuzas o hábitos de nieve las moles de los Andes. A veces encierran valles de agua o tapizados de un verde de hierba, y de sus laderas se apodera  un arbolado muy denso, que se apretuja como para darse el calor que le niega el aire.
   No hay un solo rastro de vida humana. Ni un pueblo que desde arriba parezca diminuto, ni el dibujo zigzagueante que trazaría una carretera, si existiese. Tampoco despunta columna de humo alguna que delate una presencia. A lo largo de kilómetros sin fin, la soledad se adueña de estos parajes escarpados, helados. Únicamente las cumbres, que desfilan en inacabable procesión, se hacen compañía las unos a las otras. Sobrecoge mirar el inmenso vacío de este territorio inhóspito.
   Es un mundo condenado al silencio, y no ya de voces, impensables. Sin oídos que lo oigan, faltará el ruido, aunque vengan aludes o desprendimientos, o muja, desesperado,  el vendaval. Sólo el sentimiento de quienes nos asombramos, siquiera sea tras una ventanilla, y de paso fugaz, deja una huella de humanidad en el paisaje. Entonces, es como si todo cobrase el sentido de una estética atroz, de una belleza que atrae y  asusta a partes iguales, todo depende de dónde uno se sitúe, si tras la protección del cristal u hollando, ahí abajo,  con la imaginación, el panorama de planos inclinados, de verticalidades que nadie habrá escalado, de picos tan agudos que podrían cortar el cielo que surcamos.
   Esas cimas se nos acercan, poco a poco. Después de tres horas, el avión, ya en el último tramo de su vuelo, ha empezado a descender, aunque durante un tiempo no se adivina adónde, pues no se divisa un solo espacio concedido a la planicie. Cuando estoy pensando si el aparato será de aterrizaje vertical, sin apenas necesidad de pista, se abren las montañas y enmarcan un claro con un aeropuerto chiquito y una localidad que veo en un fondo cada vez más próximo, al lado del océano que la orilla.
   Estamos en Ushuaia, la ciudad donde, al Sur, se acaba el mundo. 

miércoles, 18 de abril de 2018

LA ARGENTINA QUE VI  (20): SALIENDO DE BUENOS AIRES

Estamos a 2 de noviembre de 2017. Es hora de abandonar Buenos Aires, aunque no Argentina. Salimos en pos de nuevos horizontes, hacia el extremo sur del continente, donde América se mira ya en la Antártida: la isla Grande de Tierra del Fuego será nuestro próximo destino.
   A primeras horas de la mañana, enfilamos la autovía que nos conduce al aeropuerto de vuelos nacionales. No puedo sustraerme a la impresión de que todos los ciudadanos motorizados se hubieran despertado al mismo tiempo para lanzarse a pilotar sus vehículos. Abruma la densidad de tráfico, en particular cuando la cita con el avión no admite retraso. Sin embargo, la inquietud que siento por la posible pérdida del vuelo de inmediato se ve sustituida por otra que, curiosamente, trata de ponerle remedio.
   Quien nos lleva maneja el volante con tal pericia que yo, de natural precavido, vivo el trayecto en continuo sobresalto. Cambia con frecuencia de carril y donde parece que el espacio, de tan justo que es, se quedaría corto incluso para aparcar, allí lo encaja. Como la maniobra se reitera una y otra vez y no es el único que la protagoniza, y a la postre resulta incruenta, cuesta creer que no está uno dentro de un videojuego.  
   Mientras gobierna el auto, nuestro chófer habla y deshace una ilusión óptica. Circulamos en paralelo a lo que diríamos un mar y es en realidad el Río de la Plata. Pero qué diferencia hay cuando doscientos kilómetros separan sus orillas y ahí mismo asoma ya el Atlántico. Miro las aguas ligeramente encrespadas y escucho que su color azul oscuro no les viene del cielo, como por un momento pensé, sino de la cantidad de sedimento que arrastran.
   Enseguida, desplazo la atención a tierra, porque el conductor, que gusta de transfigurarse en guía, se está refiriendo a la cantidad de árboles que dejamos atrás o que nos salen al paso. Verdaderamente, esta ciudad parece un bosque con edificios. Obedece esa abundancia a una planificación que, se nos informa, viene de antiguo. Su explicación dota de sentido a lo que vemos y lo vuelve más admirable. Se pretendía que durante todo el año hubiera flores en las calles o en los parques y que, cuando coincidiesen las de especies diferentes, combinaran adecuadamente. Cuidado del medioambiente y estética se dan la mano.
  Es el último conocimiento que adquiero antes de abordar el avión. Porque, en efecto, hemos llegado a tiempo.  

miércoles, 11 de abril de 2018

LA ARGENTINA QUE VI  (19): CÓMO OLVIDAR

   Sobre el suelo de la plaza de Mayo, en torno a un monolito con forma de pirámide, se reitera el dibujo estilizado de un pañuelo blanco. El cuello al que se anuda  y el cabello que cubre, y hasta el óvalo de la cara que enmarca, son puro hueco. Simbolizan a quienes son, en Argentina, un símbolo.
   El sábado 30 de abril de 1977, en plena dictadura militar, 14 mujeres dieron dos vueltas al monumento en una reclamación silenciosa de que aparecieran sus desaparecidos. El régimen secuestró a varias de ellas, como antes había hecho con sus familiares. A los cadáveres de algunas, el mar no quiso esconderlos en su seno y los depositó en playas del vecino Uruguay. Puso así de relieve lo que se pretendía encubrir, cómo se deshacía el aparato represivo del Estado de los torturados en los centros de detención.
   Es difícil concebir un escenario tan horrible. Sobre el Río de la Plata o el océano próximo, las nubes tras las que se ocultaban los aviones militares se abrían ante el vértigo de una caída. La de opositores arrojados al vacío, vivos, adormecidos con pentotal, previamente embarcados con el engaño de ser llevados a otro destino que no fuese la muerte que les aguardaba. Estampados contra la superficie acuática, devorados sus restos por las criaturas marinas, los cuerpos de esos hombres y mujeres no serían, en el imaginario de los dictadores, testimonio de sus crímenes, dejarían de existir incluso muertos.
   Las madres de la plaza de Mayo siguieron caminando alrededor de la Pirámide una vez por semana, como el primer día. Su coraje y el de  tantos otros argentinos evitaron el olvido. Y quienes quisieron borrar las huellas de la memoria de aquellos tiempos oscuros, hoy, paradójicamente, la perpetúan, cumpliendo condena en las cárceles. 

martes, 3 de abril de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (18): DE TANGOS

Es una tarde noche de primavera en Buenos Aires. Nos aguarda la tanguería Querandi, vecina del barrio de San Telmo, vivero de ese arte, donde no das un paso sin toparte con un establecimiento que te lo ofrezca. Entramos en un local no pequeño ni muy grande, hecho de madera oscura y techos y espacios blancos, con columnas y espejos. Nos sirven primero una cena de carne argentina y vino de la tierra, que pedimos, desechando otras opciones. El menú se acomoda de tal modo al espectáculo que semeja formar parte de él.
   La cosa va de la historia del tango, y se manifiesta en vivo, con cuerpos enlazados y palabras desgarradas, que la música parece traer consigo.
   En el tablado, desde una esquina, conversan entre sí, pero también  monologan, según los casos, piano, contrabajo, acordeón y violín. A veces actúan estos instrumentos de consuno, como orquestina, pero también saben hablar solos. Ya llenen el vacío que dejan los bailarines cuando se cambian, ya hagan posible el diseño de sus pasos tras su retorno, la interpretación siempre conmueve. A menudo se funden con voces de arrabal que cantan en lunfardo y suenan tristes o exasperadas,  habitualmente en clave de amor o desamor. Pero no se completaría el cuadro sin la comparecencia de varias parejas que danzan sobre el escenario, y bajan a veces a ras de suelo. Incluso, en un momento dado, su virtuosismo se afina encima del estrecho sitio que les concede una barra de bar.
   Viendo cómo evolucionan, no podría decir si fue primero la canción o el baile, aunque sí sé que ahora son indisociables.
   El tango se asoma al vértigo erótico, sensual y contenido, siempre apostando más que llegando: hace gala de una desenvoltura que linda con el descaro, más popular que refinado. Aunque nunca se pase de la raya, sí la roza. Piel con piel, se sincronizan los movimientos, hombre y mujer son como un ser bifronte y disímil, que en su asimetría siempre va a la par. Es la suya una coreografía arrebatada, de posturas atrevidas e instantáneas, que dibujan en el aire un flirteo, una pasión, un desengaño. No se besan los labios, aunque en ocasiones pudieran, dicen las miradas, se deslizan las piernas jugando a mimar poses impensables. Y uno descubre, más allá del tópico, algo parecido a una esencia. Como en Andalucía sucede con el flamenco, cuando es verdadero.
   Dan ganas de escribir poesía.