LA ARGENTINA QUE VI
(20): SALIENDO DE BUENOS AIRES
Estamos
a 2 de noviembre de 2017. Es hora de abandonar Buenos Aires, aunque no
Argentina. Salimos en pos de nuevos horizontes, hacia el extremo sur del continente,
donde América se mira ya en la Antártida: la isla Grande de Tierra del Fuego será nuestro
próximo destino.
A primeras horas de la mañana, enfilamos la
autovía que nos conduce al aeropuerto de vuelos nacionales. No puedo sustraerme
a la impresión de que todos los ciudadanos motorizados se hubieran despertado al
mismo tiempo para lanzarse a pilotar sus vehículos. Abruma la densidad de
tráfico, en particular cuando la cita con el avión no admite retraso. Sin
embargo, la inquietud que siento por la posible pérdida del vuelo de inmediato
se ve sustituida por otra que, curiosamente, trata de ponerle remedio.
Quien nos lleva maneja el volante con tal
pericia que yo, de natural precavido, vivo el trayecto en continuo sobresalto.
Cambia con frecuencia de carril y donde parece que el espacio, de tan justo que
es, se quedaría corto incluso para aparcar, allí lo encaja. Como la maniobra se
reitera una y otra vez y no es el único que la protagoniza, y a la postre
resulta incruenta, cuesta creer que no está uno dentro de un videojuego.
Mientras gobierna el auto, nuestro chófer
habla y deshace una ilusión óptica. Circulamos en paralelo a lo que diríamos un
mar y es en realidad el Río de la Plata. Pero qué diferencia hay cuando
doscientos kilómetros separan sus orillas y ahí mismo asoma ya el Atlántico.
Miro las aguas ligeramente encrespadas y escucho que su color azul oscuro no
les viene del cielo, como por un momento pensé, sino de la cantidad de sedimento
que arrastran.
Enseguida, desplazo la atención a tierra, porque
el conductor, que gusta de transfigurarse en guía, se está refiriendo a la
cantidad de árboles que dejamos atrás o que nos salen al paso. Verdaderamente,
esta ciudad parece un bosque con edificios. Obedece esa abundancia a una planificación
que, se nos informa, viene de antiguo. Su explicación dota de sentido a lo que vemos
y lo vuelve más admirable. Se pretendía que durante todo el año hubiera flores
en las calles o en los parques y que, cuando coincidiesen las de especies
diferentes, combinaran adecuadamente. Cuidado del medioambiente y estética se
dan la mano.
Es el último conocimiento que adquiero antes
de abordar el avión. Porque, en efecto, hemos llegado a tiempo.
La verdad es que con conocer Buenos Aires me conformo. Si puedo viajar por Argentina, tanto mejor, pero mi gran ilusión es la capital. A ver qué nos cuentas del resto. Seguro que termino también con muchísimas ganas de verlo.
ResponderEliminarUn beso.
También yo tenía muchas ganas de conocer Buenos Aires. Pero había tanto que ver después y tan diferente... Espero que, si sigues leyendo los artículos que faltan, no te conformes, cuando vayas a Argentina, con pasear su capital...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, Rosa