lunes, 25 de marzo de 2019

TEATRO CON VIDA

Adelanto que no fue a propósito. No se trató de una performance, una escenificación que ocultara su intención de espectáculo bajo visos de realidad. No se buscaba engañar, en el mejor sentido de la palabra, a un público ocasional que pasara por allí, incluso de hacerle partícipe de la mojiganga. Era únicamente un ensayo, pero a cielo abierto y, encima, sin director que lo animase y advirtiese con su presencia e indicaciones de que sólo se procedía a preparar la representación de una obra de teatro. Encima, no contribuía a disipar confusiones el espacio donde se llevaba a cabo, un pasillo del instituto en que yo ejercía de profesor y, simultáneamente, estaba al frente de su colectivo de dramatización.
   “Una mora frente a mí, en el espejo”, se titulaba el texto que presentaríamos aquel curso a los espectadores: escenas cortas, con diferentes tramas y personajes, bajo el denominador común de desvelar discriminaciones, poner en la picota la xenofobia; mostrar cómo en cada uno de nosotros cabe un mundo, puesto que un mundo a todos conforma.
   Ese día, yo me había quedado en el aula de teatro con la mayor parte del grupo, pero pedí a quienes intervenían en una escena referida a los gitanos que se fueran a ensayar fuera, en las proximidades. Debían centrar sus esfuerzos en un momento donde se hacía explícita la actitud racista, y cumplieron con su cometido. Lo supe cuando, poco después, los vi entrar por la puerta que antes les había servido para salir y me contaron. No venían nada contentos. Más bien denotaban desconcierto y preocupación.
   Los había sorprendido una chica gitana, estudiante como ellos, pero no actriz, oyéndoles decir frases que, acertadamente, había considerado ofensivas para su gente, y se les había encarado para afearles su conducta. Aunque habían intentado explicarse (era teatro, y el argumento daba un vuelco antirracista en el desenlace), no estaban nada seguros de haberlo conseguido. Querían que hablase con ella. Me comprometí a hacerlo, pero antes los felicité.
   Habían hecho creíble la ficción. Muy bien debía haber ido el ensayo para que el mundo de lo real interfiriese de esa forma en él. Aunque, ciertamente, lo hubieran facilitado los prejuicios existentes contra los gitanos, se habían comportado como excelentes actores. Hasta tal punto, que no había parecido que lo fueran.

lunes, 11 de marzo de 2019

LA SABIDURÍA DE LOS LOBOS, de Elli H. Radinger

Ya de entrada, este libro me resultaba atrayente. La Naturaleza es para mí algo más que una afición. Me relaja y me expande recorrer sus caminos, saber de sus criaturas, sorprenderme con encuentros inesperados que me depara. Cuanto más conozco, más quiero averiguar. En mis salidas campestres, lobos en estado salvaje no he visto todavía ninguno. Así que me interesan sobremanera estudios que traten de ellos. Y este ensayo prometía.
   ¿Cumplieron sus cerca de trescientas páginas mis expectativas?
   Se lee bien. El estilo es ágil y carente de alardes literarios. Con todo, eso no significa que la autora vaya siempre al grano, que se quede en la frialdad de los testimonios que aporta No habla del cánido con neutralidad, y entre observación y observación se extiende en digresiones cordiales hacia el animal y su comportamiento. La suya es una mirada afectiva, más que científica o meramente empírica. Cierto que desvela datos, que da cuenta de numerosas experiencias sobrevenidas durante su trabajo de campo en el parque nacional de Yellowstone (EE.UU.), que relata muchas anécdotas, o se extiende en el análisis de facetas de la vida de este predador, del que muestra ser excelente conocedora, y entonces es cuando más me gusta. Pero se diría que la domina la admiración, que está entregada. La objetividad cede ante el mundo de las emociones, y el resultado no puede ser otro que una visión humanizada.
   Llega a decir:
“Todos los que observamos animales salvajes durante un período prolongado de tiempo establecemos una conexión con ellos. Tenemos una visión íntima de sus vidas y los conocemos. Es como una relación amorosa”.
   Incluso extrae de su conducta enseñanzas modélicas para sí misma y para los otros:
“Los lobos me han enseñado a respetar profundamente mis raíces y mis orígenes y me han aportado la conciencia de saber a qué lugar pertenezco”.
“Sobre todo, he aprendido (de los lobos de Yellowstone) a aceptar lo que no puedo cambiar, a adaptarme y disfrutar de la vida al máximo, y a hacerlo todos los días”.
   Más allá –o más acá- de disquisiciones filosóficas, o en algún caso cuasi místicas, yo me quedo con lo mucho que he aprendido de cómo es la realidad del lobo. No sólo a través de las palabras de la autora, también del discurso de imágenes, de fotografías de extraordinaria calidad que acompañan al texto. Y una cosa lleva a la otra y como suele ocurrir en este tipo de libros se dedica atención al paisaje y surgen hermosas descripciones, o se nos presentan otros seres, presas (ciervos, bisontes…) o competidores (coyotes, osos, águilas…), que comparten el ciclo vital de los protagonistas de este libro. Por no hablar de la a menudo conflictiva interrelación con nuestra especie, que no se obvia. Y, además, está esta cita de un proverbio ruso:
“Tu hogar no es el lugar donde conoces todos los árboles, sino el lugar en que todos los árboles te conocen a ti”.