viernes, 29 de junio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (27): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (y III)

Sólo una parte mínima del parque nacional se puede visitar. Pero ya se sabe que lo pequeño en América se vuelve de ordinario enorme para nosotros, europeos. Los ojos no dan abasto para hacer inventario del formidable panorama que se va desplegando ante una mirada que no se cansa de mirar, ya vaya al encuentro de las cumbres nevadas, ya se enrede en las masas boscosas, se dilate en la contemplación de espacios lacustres o siga  cursos fluviales.
   El río Lapataia se esfuerza en hallar el camino que lo conducirá a morir en el canal de Beagle. Pero al paso nos deja una sorpresa. Allá donde se anchea en un remanso, protegido en su margen derecha por un ribazo escarpado, dos cisnes emparejados se adueñan de la soledad y nadan. Trazan coreografías sutiles, que son pura elegancia. Un contrapunto delicado en el paisaje, que semeja ilusión de unos sentidos ya acostumbrados a la grandiosidad. Son de una especie para nosotros desconocida, de cuello negro, y nos felicitamos por no estar entre tantos como vienen a Tierra del Fuego para verlos y se van sin llevárselos en la memoria. Yo permanecería horas contemplándolos, pero el hyde que supone el bus y que nos ha permitido observarlos sin que se den a la fuga se pone de nuevo en marcha.
   A la Laguna Negra llegamos caminando un sendero que  nos hace un hueco por entre una densa arboleda. Llaman la atención las aguas oscuras, que contrastan con la blancura de los picos. Deben su tonalidad al lecho que las cobija: vegetación comprimida durante siglos, a la que la falta de oxígeno ha ido privando de la vida hasta transformarla en turbera.
   Encaraba yo un cielo cubierto, por si para mi felicidad lo estuviera surcando un cóndor, pues hay próximo un cerro al que esa ave presta su nombre, cuando me alertan de un hallazgo inesperado. Un zorzal patagónico hurga la tierra húmeda ambicionando lombrices que llevarse a su pico anaranjado y se las arregla para ser esbelto, pese a la cortedad de su estatura.
   Tiempo después, estamos a 17.848 km de Alaska. Lo dice un panel levantado en mitad de la nada. Hemos alcanzado el punto donde culmina la carretera panamericana, que recorre el continente de norte a sur. También sabemos que nos separan 3.079 km de Buenos Aires. Más allá, nos espera el mar. Al final de unas pasarelas de madera, a nuestros pies, la bahía Lapataia nos dilata la pupila. Custodian su inmensidad los Andes, que, tras cederle espacio, se acercan para dibujar su embocadura, dejándole sólo una estrecha salida al canal de Beagle, que aún, como si fuera amplia, tiene plantificada una isla redondeada en el medio.
   Miro al agua, a la que las nubes restan azul, y distingo en la superficie una estela delgada, que va dejando tras de sí un ave. Lo curioso es cómo mueve sus alas, a modo de aspas que la propulsaran. Cuando oigo que la llaman pato vapor no volador, ya lo entiendo…
   Es lo último que recuerdo de Tierra del Fuego

jueves, 21 de junio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (26): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (II)

Acabo de pisar tierra cuando lo veo. Sería difícil que me pasase desapercibido, dado su tamaño, no de pájaro menor, sino de ganso enorme con cuello de entre garza y avutarda. Se mueve con una lentitud que parece impostada, a pocos metros, en un espacio libre de  matorral. Hace como que no se entera de nuestra presencia, pero no nos quita ojo. Entonces, quien oficia de guía comete un error, y no porque lo llame cauquén común, que ésa es su alcurnia.
   Debía haber callado que suele el macho exponerse a las miradas ajenas para que, centradas en su figura, olviden a su pareja, que, recatada, se estará alimentando, oculta en las inmediaciones. Esa medida de prudencia habría evitado que, con más timidez primero y mayor audacia enseguida, algunos del grupo se internaran, cámara en ristre, en la espesura donde suponen ha de hallarse.
   Así azuzada, sale sin tardanza la presa a campo abierto, y me parece la suya la imagen encogida y medrosa de quien quisiera desaparecer. Y aun con todo, hermosa.
   Estamos a un lado del lago Roca. Como si quisieran contemplar en un espejo sus crestas de nieve, se han abierto los Andes para dejar espacio al agua dulce. Un glaciar de tiempos remotos que pasaba por aquí los auxilio. Y lo hizo a la medida de lo gigantes que son. Once kilómetros se alarga la superficie acuática, y uno con cinco se separan las orillas. Esa configuración inspiró la metáfora: Acigami fue el nombre que le dieron los aborígenes. Con ese acierto para nombrar que tienen las lenguas primitivas, qué otra expresión podían inventarse los hablantes en yagún que no significase “cesto alargado”.
   Quien sabe nos habla de plantas en medio de un paseo entre arbustos. Yo miro, toco las hojas con las yemas de los dedos, acaricio troncos. Conozco texturas y formas, y me hago la ilusión de dejar una huella efímera en este paisaje que en todos los sentidos tanto dista del mío.
   Me gustaría que fuese febrero, que es cuando fructifica el calafate: dicen que quien prueba una de sus bayas retorna a su vera, para servirse alguna más. Pero es noviembre, y me contento con el espectáculo que nos ofrecen sus flores amarillas, de las que disfruto con la vista y el olfato, pues exhalan un olor fuerte. Las del michay, su pariente, ofrecen, en cambio, una tonalidad anaranjada.
   Ante una mata negra, me pregunto el porqué del adjetivo que la apellida, si es verde por entero, salvo las como margaritas con que se adorna. Tal vez ese apelativo no tenga que ver con nada que esté en su ser. Quizás se deba al color del humo con que se comunicaban los yamanes, y que conseguían usándolo como combustible.
   A punto de subir de nuevo al bus, tiendo la oreja al entorno y afino el oído, por si me llegase el canto de un ave que llaman bandurria y que anuncia la primavera. Sólo el silencio responde a mi requerimiento. Sería una redundancia oírla, para advertir de que ha venido la estación florida. Pero me haría ilusión.

jueves, 14 de junio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (25): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (I)

Sólo en el topónimo se vuelve fuego el paisaje. En parte alguna comparecen llamaradas. Nada nos llama a desprendernos del anorak en las paradas, cuando descendemos del bus y exploramos espacios cercanos. Y es que, paradójicamente, fue el frío quien motivó el nombre de este acabose de las Américas. Desde el mar, la tierra ardía en el imaginario de los primeros navegantes europeos. Eran únicamente las hogueras con que los indígenas buscaban el calor que les negaba la naturaleza. Pero qué descubridor de mundos, para bautizar una geografía, no ha preferido la hipérbole a la realidad anodina. ¿Acaso no late un poeta en el alma de un aventurero?
   El tren del fin del mundo nos ha traído hasta una estación terminal y diminuta, que es principio de un recorrido por la zona visitable del parque nacional. Un autocar releva al ferrocarril como medio que nos lleva. A la vista, todo es grandioso. Omnipresentes, nos ceden paso los Andes, siempre coronados de blanco. Los bosques hacen impenetrables  vastos dominios y casi conquistan las cumbres. Veo muchos troncos caídos, algunos provistos de sus enramadas: no los tumbó el hacha, que fue leñador el viento con su filo cortante y helado. Y no tuvo que suceder ayer, que las bajísimas temperaturas eternizan su descomposición.
   Pero más que esos árboles muertos me interesan los vivos. Como es 3 de noviembre y estamos en plena primavera austral, a ninguno le faltan hojas, aunque los haya caducifolios. Me admira que subsistan sin congelarse en condiciones tan extremas. También me sorprenden sus formas, que en algún caso me recuerdan a viejos conocidos de mi entorno habitual. A veces los creo hayas o laureles, pero cuando pregunto por sus identidades me contestan con nombres que nunca antes había oído. Las lengas van achaparrándose, perdiendo altura a medida que la ganan ladera arriba; el coigüe o guindo siempre verde se despliega como bandera cuando crece donde sopla el vendaval; al ñire lo llamaban así los mapuches porque ñires eran los zorros que cavaban madrigueras al pie de sus troncos; el canelo, árbol  sagrado, alcanza los 30 metros y es fama que su corteza se utilizaba para combatir el escorbuto y sus frutos como condimento, y aún tiene poder para desinfectar y cicatrizar heridas.
    Oigo hablar de farolitos chinos, de barba de viejo, de pan de indio. Entre la espesura de las copas, la botánica da lugar a la metáfora. De algunos árboles pende, como candil, el falso muérdago; otros parecen barbados, recubiertas sus ramas de finos hilos verdes. Y de los frutos de hongos que parasitan a las lengas se alimentaban los aborígenes. Todo tiene a mis ojos el encanto de lo insospechado. Y eso que todavía no hemos echado pie a tierra, que enseguida…