LA
ARGENTINA QUE VI (27): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (y III)
Sólo
una parte mínima del parque nacional se puede visitar. Pero ya se sabe que lo
pequeño en América se vuelve de ordinario enorme para nosotros, europeos. Los ojos no dan
abasto para hacer inventario del formidable panorama que se va desplegando ante
una mirada que no se cansa de mirar, ya vaya al encuentro de las cumbres
nevadas, ya se enrede en las masas boscosas, se dilate en la contemplación de
espacios lacustres o siga cursos fluviales.
El río Lapataia
se esfuerza en hallar el camino que lo conducirá a morir en el canal de Beagle. Pero al paso nos deja
una sorpresa. Allá donde se anchea en un remanso, protegido en su margen
derecha por un ribazo escarpado, dos cisnes emparejados se adueñan de la
soledad y nadan. Trazan coreografías sutiles, que son pura elegancia. Un
contrapunto delicado en el paisaje, que semeja ilusión de unos sentidos ya
acostumbrados a la grandiosidad. Son de una especie para nosotros desconocida, de cuello negro, y nos felicitamos por
no estar entre tantos como vienen a Tierra del Fuego para verlos y se van sin
llevárselos en la memoria. Yo permanecería horas contemplándolos, pero el hyde que supone el bus y que nos ha
permitido observarlos sin que se den a la fuga se pone de nuevo en marcha.
A la Laguna
Negra llegamos caminando un sendero que nos hace un hueco por entre una densa arboleda.
Llaman la atención las aguas oscuras, que contrastan con la blancura de los
picos. Deben su tonalidad al lecho que las cobija: vegetación comprimida
durante siglos, a la que la falta de oxígeno ha ido privando de la vida hasta transformarla
en turbera.
Encaraba yo un cielo cubierto, por si para
mi felicidad lo estuviera surcando un cóndor, pues hay próximo un cerro al que
esa ave presta su nombre, cuando me alertan de un hallazgo inesperado. Un zorzal patagónico hurga la tierra húmeda
ambicionando lombrices que llevarse a su pico anaranjado y se las arregla para
ser esbelto, pese a la cortedad de su estatura.
Tiempo después, estamos a 17.848 km de
Alaska. Lo dice un panel levantado en mitad de la nada. Hemos alcanzado el
punto donde culmina la carretera panamericana, que recorre el continente
de norte a sur. También sabemos que nos separan 3.079 km de Buenos Aires. Más
allá, nos espera el mar. Al final de unas pasarelas de madera, a nuestros pies,
la bahía Lapataia nos dilata la
pupila. Custodian su inmensidad los Andes, que, tras cederle espacio, se acercan
para dibujar su embocadura, dejándole sólo una estrecha salida al canal de Beagle, que aún, como si fuera
amplia, tiene plantificada una isla redondeada en el medio.
Miro al agua, a la que las nubes restan azul,
y distingo en la superficie una estela delgada, que va dejando tras de sí un
ave. Lo curioso es cómo mueve sus alas, a modo de aspas que la propulsaran.
Cuando oigo que la llaman pato vapor no
volador, ya lo entiendo…
Es lo último que recuerdo de Tierra del Fuego.
Esa carretera Panamericana tiene que ser maravillosa de recorrer, aunque creo que la parte del norte me atrae más que la del sur. Tengo muchísimas ganas de conocer Argentina, sobre todo Buenos Aires, pero la fascinación que ejerce sobre mí Estados Unidos es insuperable.
ResponderEliminarDespués de Tierra de Fuego, ¿no se acaba el mundo?
Un beso.
Aún queda la Antártida. Me gustaría decir que todo se andará, pero no sé yo...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte