LA
ARGENTINA QUE VI (25): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (I)
Sólo
en el topónimo se vuelve fuego el paisaje. En parte alguna comparecen
llamaradas. Nada nos llama a desprendernos del anorak en las paradas, cuando
descendemos del bus y exploramos espacios cercanos. Y es que, paradójicamente,
fue el frío quien motivó el nombre de este acabose de las Américas. Desde el
mar, la tierra ardía en el imaginario de los primeros navegantes europeos. Eran
únicamente las hogueras con que los indígenas buscaban el calor que les negaba
la naturaleza. Pero qué descubridor de mundos, para bautizar una geografía, no
ha preferido la hipérbole a la realidad anodina. ¿Acaso no late un poeta en el
alma de un aventurero?
El
tren del fin del mundo nos ha traído hasta una estación terminal y
diminuta, que es principio de un recorrido por la zona visitable del parque
nacional. Un autocar releva al ferrocarril como medio que nos lleva. A la
vista, todo es grandioso. Omnipresentes, nos ceden paso los Andes, siempre
coronados de blanco. Los bosques hacen impenetrables vastos dominios y casi conquistan las cumbres.
Veo muchos troncos caídos, algunos provistos de sus enramadas: no los tumbó el
hacha, que fue leñador el viento con su filo cortante y helado. Y no tuvo que suceder ayer, que las bajísimas temperaturas eternizan su descomposición.
Pero más que esos árboles muertos me
interesan los vivos. Como es 3 de noviembre y estamos en plena primavera
austral, a ninguno le faltan hojas, aunque los haya caducifolios. Me admira que
subsistan sin congelarse en condiciones tan extremas. También me sorprenden sus
formas, que en algún caso me recuerdan a viejos conocidos de mi entorno
habitual. A veces los creo hayas o laureles, pero cuando pregunto por sus identidades
me contestan con nombres que nunca antes había oído. Las lengas van achaparrándose, perdiendo altura a medida que la ganan
ladera arriba; el coigüe o guindo siempre verde se despliega como
bandera cuando crece donde sopla el vendaval; al ñire lo llamaban así los mapuches porque ñires eran los zorros que cavaban madrigueras al pie de sus troncos;
el canelo, árbol sagrado, alcanza los 30
metros y es fama que su corteza se utilizaba para combatir el escorbuto y sus
frutos como condimento, y aún tiene poder para desinfectar y cicatrizar
heridas.
Oigo hablar de farolitos chinos, de barba de
viejo, de pan de indio. Entre la
espesura de las copas, la botánica da lugar a la metáfora. De algunos árboles
pende, como candil, el falso muérdago; otros parecen barbados, recubiertas sus
ramas de finos hilos verdes. Y de los frutos de hongos que parasitan a las
lengas se alimentaban los aborígenes. Todo tiene a mis ojos el encanto de lo
insospechado. Y eso que todavía no hemos echado pie a tierra, que enseguida…
Sí que llegasteis al fin del mundo. Qué frío por favor, aunque sea primavera, aunque sea verano. Está claro que los árboles no echan las hojas por la temperatura, sino por las horas de luz. Si fuera por la temperatura se quedaban desnudos por siempre jamás.
ResponderEliminarPrecioso tu post.
Un beso.
Si hay un ser vivo al que admiro sobremanera, ése son los árboles. No hay frío ni calor que pueda con ellos. Sólo, ay, nosotros, los humanos, si tenemos la razón perturbada.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, Rosa, espero que algún día nos cuentes qué te pareció Argentina y su Tierra del Fuego. Ojalá no tardes mucho en visitarla.