LA ARGENTINA QUE VI (24): EL TREN DEL FIN DEL MUNDO
(DOS)
Por
momentos, siento que he encogido y vuelvo a ser niño, y que por eso quepo en el
vagón. Su pequeñez saca de mi memoria tiovivos de infancia. De cuando en
cuando, suena su sirena, como si hubiera en esta soledad austral a quien
advertir de que debe apartarse de la vía; como si el parsimonioso andar del
trenecito pudiera sorprender a cualquier ser vivo, por atontolinado que
estuviera.
Miro por la ventanilla. A menudo parece que
nos hubiesen precedido cuadrillas de leñadores caprichosos, que dejaran tras de
sí numerosos tocones de los árboles que fueron. Me llama la atención la
diversidad de alturas de esos muñones. Deberían ser gigantes quienes talaron
algunos troncos, o haberse subido a una escalera, y la incógnita sería por qué
los cortaron tan arriba y desaprovecharon tanta madera como había debajo. Pero
sólo es que estamos en latitudes donde, durante el otoño y el invierno, la
nieve se aposenta en los valles, no como lámina escasa en grosor, sino como
manto de mucha hondura. Y únicamente podía cercenarse lo que sobresalía de esa
blancura, no lo que quedaba debajo, tapado, por mucha elevación que tuviera.
Si nos fuese dado retroceder en el tiempo,
veríamos a los causantes de la deforestación, que llegaban a los aledaños del
monte Susana al despuntar el alba, con sus pesadas hachas. Repararíamos
enseguida en su vestimenta, un uniforme de rayas negras sobre fondo amarillo,
como usaban los presidiarios de antaño, al que se añadía en invierno un tapado
azul. Venían a por leña con que abastecer de combustible la rácana calefacción
del penal o sus fogones, o al vecindario del pueblo, al que se vendía el
sobrante, y en ese empeño la emprendían sin orden ni concierto con los bosques,
yendo cada día más lejos, según los iban devastando.
No estaban solos. En su derredor había
guardias, con la bayoneta calada de sus mosquetones presta para la herida; la
lengua afilada para la imprecación. Aunque más disuasorio aún frente a una
escapada sería el aire, transfigurado en omnipresente pared de hielo, que
amenazara con servir de translúcida mortaja a los fugados. Nos lo recuerda
“Pipo”, el río que a veces fluye a la par de las vías. Ese topónimo fue antes
el apelativo de quien quiso huir y fue hallado cerca del agua, muerto por
hipotermia.
El
tren del fin del mundo que nos acoge es deudor de aquel otro, El tren de los presos, que, desde las
inmediaciones de la cárcel de Ushuaia, traía al destacamento de penados. Antes
que ellos, ya había salido otro grupo, punta
de día, que limpiaría de nieve los raíles o tendería nuevos tramos.
Seguimos su trazado, pero nuestra comodidad no era la suya. Hay que
imaginarlos, sentados sobre plataformas, que eso eran los vagones, sin otro
parapeto frente a la ventisca que no fuera el que les ofrecía el encogimiento
de sus propios cuerpos. El fin del mundo no estaba para ellos sólo donde la
geografía dice...
¿Y no era más normal cortar la leña en verano para tenerla ya en invierno y hacerlo además en condiciones más favorables además de aprovechar mejor la madera? Claro que como la cortaban reclusos...
ResponderEliminarVeo que vamos a necesitar algún episodio más para que os cuentes lo que hay en "el fin del mundo"
Un beso.
Vendrán más entradas. Entre otras, una dedicada al presidio, que ya no lo es, y que visitamos. Era obligado, después de conocer el tren del fin del mundo...
ResponderEliminarUn abrazo de los fuertes, Rosa