LA
ARGENTINA QUE VI (23): EL TREN DEL FIN DEL MUNDO (UNO)
Confieso
que fue una expresión que me enamoró. Y me resultó aún más irresistible cuando
supe que no se trataba de una mera creación verbal. Tenía su correlato en la realidad, existía un
ferrocarril que respondía a ese nombre, que se llamaba así. A ver quién
se sustrae a la tentación de subirse a El
tren del fin del mundo. Yo, al menos, no. Creo
que fui a Tierra del Fuego sobre todo a saber de él, y quien piense que exagero
es que no me conoce.
“Vengo a proponerles un sueño”, decía una
pintada que leí, de pasada, sobre un muro de Ushuaia. En pos del mío, subo al
bus que nos conducirá a la estación, a unos kilómetros de la ciudad. Dejamos
atrás barrios humildes, de casitas bajas y compostura variable. A algunas no
les faltan verjas primorosamente pintadas.
“Aquí descansan los restos de quienes nos
precedieron en la vida. Es un lugar respetable que merece ser respetado”,
advierte, a ojos todavía somnolientos, un cartel, desde la pared de un
cementerio.
El mar está picado y oscuro, y le escapamos,
yendo tierra adentro. Por todas partes, se hacen visibles las encanecidas jetas
de los Andes y sus faldas verdes. De colorearlas se encargan las lengas, árboles de madera muy liviana,
que a menudo multiplican sus troncos. En algún trecho, nos hace compañía un río
de poco caudal, que promete frío en la transparencia de sus aguas. Pasamos ante
un campo de golf y al poco las montañas se abren y el valle se ensancha, como
para dejar espacio a la diminuta estación de ferrocarril que buscamos.
Predomina el azul en la nave que nos acoge. Cuelgan de las paredes relojes, que
siguen el horario de diferentes ciudades del mundo y recuerdan al viajero la
relatividad del momento que vive.
Parecen de juguete los trenecitos menudencios
que aguardan en los andenes, y que no nos superan en altura. De las locomotoras
sale un humo blanquecino, pues son, como lo eran antaño, de vapor. Los vagones
están pintados de verde o de rojo y sólo seis personas cabemos en su único
departamento. Fuera cae una lluvia menuda y el aire tiene un color helado.
La sirena que avisa de la partida suena. Nos
vamos. Un despacioso traqueteo nos conduce a parajes desolados. Abunda la
arboleda, que trepa laderas y se espesa también en los llanos. A veces concede
una oportunidad a la mirada, que se expande entre herbazales o choca con la
nieve que se enseñorea de las crestas. Hacemos un alto en un lugar despejado,
con río y pequeña pradería, y bosques y montañonas de fondo. El entorno sería
ideal para un picnic, pero nadie se
sienta sobre el verde húmedo y frío. Hemos parado para que subamos hasta una
cascada, que vagamente recuerdo como Macarena.
Ni un alma nos saldrá al paso durante el
viaje, a no ser que la tengan lo que semejan ser solitarios halcones, o pájaros
que me recuerdan a las urracas, aunque su color pardo desmienta esa identidad. Veo
aves mayores, pero lejanas, y no sé ponerles nombre. Caballos aislados pastan,
sin ataduras, libres, en campos que no tienen otros límites que los que les
imponen la floresta o la cordillera.
Verdaderamente, estamos en el fin del mundo.
Intrigada quedo por saber a dónde conduce ese tren, que pueda ser considerado "el fin del mundo". me entran tentaciones de mirar en Google, peroprefiero esperar a tu próxima entrega para saberlo.
ResponderEliminarUn beso.
Has hecho bien en esperar...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte