LA
ARGENTINA QUE VI (26): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (II)
Acabo
de pisar tierra cuando lo veo. Sería difícil que me pasase desapercibido, dado
su tamaño, no de pájaro menor, sino de ganso enorme con cuello de entre garza y
avutarda. Se mueve con una lentitud que parece impostada, a pocos metros, en un
espacio libre de matorral. Hace como que
no se entera de nuestra presencia, pero no nos quita ojo. Entonces, quien
oficia de guía comete un error, y no porque lo llame cauquén común, que ésa es su alcurnia.
Debía haber callado que suele el macho
exponerse a las miradas ajenas para que, centradas en su figura, olviden a su
pareja, que, recatada, se estará alimentando, oculta en las inmediaciones. Esa
medida de prudencia habría evitado que, con más timidez primero y mayor audacia
enseguida, algunos del grupo se internaran, cámara en ristre, en la espesura
donde suponen ha de hallarse.
Así azuzada, sale sin tardanza la presa a
campo abierto, y me parece la suya la imagen encogida y medrosa de quien
quisiera desaparecer. Y aun con todo, hermosa.
Estamos a un lado del lago Roca. Como si
quisieran contemplar en un espejo sus crestas de nieve, se han abierto los
Andes para dejar espacio al agua dulce. Un glaciar de tiempos remotos que
pasaba por aquí los auxilio. Y lo hizo a la medida de lo gigantes que son. Once
kilómetros se alarga la superficie acuática, y uno con cinco se separan las
orillas. Esa configuración inspiró la metáfora: Acigami fue el nombre que le dieron los aborígenes. Con ese acierto
para nombrar que tienen las lenguas primitivas, qué otra expresión podían
inventarse los hablantes en yagún que
no significase “cesto alargado”.
Quien sabe nos habla de plantas en medio de
un paseo entre arbustos. Yo miro, toco las hojas con las yemas de los dedos,
acaricio troncos. Conozco texturas y formas, y me hago la ilusión de dejar una
huella efímera en este paisaje que en todos los sentidos tanto dista del mío.
Me gustaría que fuese febrero, que es cuando
fructifica el calafate: dicen que
quien prueba una de sus bayas retorna a su vera, para servirse alguna más. Pero
es noviembre, y me contento con el espectáculo que nos ofrecen sus flores amarillas,
de las que disfruto con la vista y el olfato, pues exhalan un olor fuerte. Las
del michay, su pariente, ofrecen, en
cambio, una tonalidad anaranjada.
Ante una mata
negra, me pregunto el porqué del adjetivo que la apellida, si es verde por
entero, salvo las como margaritas con que se adorna. Tal vez ese apelativo no
tenga que ver con nada que esté en su ser. Quizás se deba al color del humo con
que se comunicaban los yamanes, y que
conseguían usándolo como combustible.
A punto de subir de nuevo al bus, tiendo la
oreja al entorno y afino el oído, por si me llegase el canto de un ave que
llaman bandurria y que anuncia la
primavera. Sólo el silencio responde a mi requerimiento. Sería una redundancia
oírla, para advertir de que ha venido la estación florida. Pero me haría
ilusión.
Aunque lo sé y lo entiendo, no deja de sorprenderme que la primavera pueda llegar en noviembre y la navidad en verano. Aunque en esas latitudes, la primavera será relativa y hará bastante frío, pero las plantas igual florecen y las aves se preparan para la reproducción.
ResponderEliminarUn beso.
El asombro se incrementa si sales de España en otoño y allí, de un día para otro, te encuentras con la primavera. Ya lo verás...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte