LA
ARGENTINA QUE VI (21): POR ENCIMA DE LOS ANDES
Son
de un blanco prístino y de una altitud que hace buena a la palabra desmesura. Como
extraños cofrades, lucen caperuzas o hábitos de nieve las moles de los Andes. A
veces encierran valles de agua o tapizados de un verde de hierba, y de sus
laderas se apodera un arbolado muy denso,
que se apretuja como para darse el calor que le niega el aire.
No hay un solo rastro de vida humana. Ni
un pueblo que desde arriba parezca diminuto, ni el dibujo zigzagueante que
trazaría una carretera, si existiese. Tampoco despunta columna de humo alguna
que delate una presencia. A lo largo de kilómetros sin fin, la soledad se
adueña de estos parajes escarpados, helados. Únicamente las cumbres, que desfilan
en inacabable procesión, se hacen compañía las unos a las otras. Sobrecoge
mirar el inmenso vacío de este territorio inhóspito.
Es un mundo condenado al silencio, y no ya
de voces, impensables. Sin oídos que lo oigan, faltará el ruido, aunque vengan
aludes o desprendimientos, o muja, desesperado,
el vendaval. Sólo el sentimiento de quienes nos asombramos, siquiera sea
tras una ventanilla, y de paso fugaz, deja una huella de humanidad en el
paisaje. Entonces, es como si todo cobrase el sentido de una estética atroz, de
una belleza que atrae y asusta a partes
iguales, todo depende de dónde uno se sitúe, si tras la protección del cristal
u hollando, ahí abajo, con la
imaginación, el panorama de planos inclinados, de verticalidades que nadie habrá escalado, de picos tan agudos que podrían cortar el cielo que surcamos.
Esas cimas se nos acercan, poco a poco.
Después de tres horas, el avión, ya en el último tramo de su vuelo, ha empezado
a descender, aunque durante un tiempo no se adivina adónde, pues no se divisa
un solo espacio concedido a la planicie. Cuando estoy pensando si el aparato
será de aterrizaje vertical, sin apenas necesidad de pista, se abren las
montañas y enmarcan un claro con un aeropuerto chiquito y una localidad que veo
en un fondo cada vez más próximo, al lado del océano que la orilla.
Estamos en Ushuaia, la ciudad donde, al Sur,
se acaba el mundo.
Hay una cosa que cada vez que la pienso, me pone muy nerviosa y es sobrevolar los Andes. Me imagino que la peripecia de aquellos jugadores del equipo de rugby que terminaron por comer carne humana, me pone los pelos de punta. Y no por el canibalismo que, dadas las circunstancias era la única salida, sino por lo que tuvieron que pasar todo ese tiempo allí perdidos (solo el frío, ya me repeluzna), eso sin tener en cuenta los que no volvieron para contarlo.
ResponderEliminarBien es verdad que has hecho una descripción tan poética del vuelo que casi se le quita a una el miedo sustituido por el ansia de belleza, blancura y silencio.
Me sonaba Ushuaia y no sabía de qué. Es de donde salen las expediciones a la Antártida y lo sé porque en febrero, con los chicos de 1º de bachillerato, tuvimos una videoconferencia con una de las estaciones científicas españolas en ese continente.
Un beso.
Sí que por un instante me acordé del accidente que citas. Pero la visión de aquellas montañas podía con todo. Tenían un efecto hipnótico y nada sino ellas ocupó mi tiempo...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte