LA
ARGENTINA QUE VI (7): LA CIUDAD PALACIEGA DE LOS MUERTOS
Aparte
de estar muerto, se precisa de un requisito esencial para ser enterrado en el
cementerio de La Recoleta: haber alcanzado la fama. Por fortuna, a los vivos no
se nos exige esa segunda condición para traspasar su umbral y pasear entre sus
muros.
Los da Dios y ellos se juntan, aun después
de exhalar el último de los suspiros. Nadie reposa aquí que no haya sido una
celebridad. Según avanzamos, nos salen al paso espadones que fueron. Y jurisconsultos,
estadistas, científicos, deportistas, literatos, músicos, cómicos, pintores… y
hasta Evita Perón. Vivieron en olor de multitudes, y se diría que no se
resignan, ya fallecidos, a perder esa prebenda, pues somos muchos quienes,
venidos de todo el mundo, nos constituimos en su público, según deambulamos por
esta ciudad palaciega de los muertos.
No obstante, una cripta marca la diferencia,
y la regla se hace excepción. La escultura que reproduce al joven enterrado en
ella no casa con sus ilustres vecinos. Es la de un humilde trabajador con una regadera y un escobón
a sus pies. En el relato de su historia, viene en nuestro auxilio la leyenda. Se
llamaba David y era cuidador del camposanto. Dicen que se obsesionó con la idea
de que allí reposasen sus restos. Y que ahorró, y levantó con sus manos la que
había de ser su última morada. Concluida la construcción, no aguardó a que la
naturaleza siguiese su curso y diese fin a su existencia, y se suicidó, por
habitarla cuanto antes. ¡Lo que habría hecho Bécquer de este argumento!
Pasa la suntuosa necrópolis por encima de
cualesquiera expectativas. Pensaba encontrar de cuando en cuando, entre lápidas
y nichos, monumentos que me abrieran la boca y me agrandaran los ojos. No entraba
en mis cálculos que la una y los otros no retornarían a su estado habitual
hasta salir de allí. Y es que a lo mejor la hay, pero no he visto una sola
tumba corriente.
Caminé calles y calles y todo fueron, para
flanquearlas, bóvedas, mausoleos o panteones. A unos los hacía vistosos su desmesura,
otros brillaban por su refinamiento, en los de más allá destacaba el buen gusto
del diseño. Se sucedían escalinatas, columnas, torres, se adintelaban las
entradas o las enmarcaban arcadas. En consonancia con tal magnificencia, la
fábrica de esas sepulturas se hacía de materiales nobles. Y eso mismo ocurría
con las placas que identificaban a las personalidades o sus familias, o con las
estatuas esculpidas en piedra, bronce o mármol, que, si se juntaran todas,
harían multitud.
Entre las tallas de ángeles o de prebostes, llamó mi atención la de una muchacha con
su perro, y aún más cuando conocí su historia. Liliana Crociabi expiró durante
su viaje de luna de miel y cuentan que el can, que se había quedado en Buenos
Aires, no la sobrevivió ni un día. Modeladas en bronce, sus figuras abren, en
medio de tanta ostentación, un espacio para la ternura.
Tengo muchas ganas de conocer La Recoleta. He leído de ese cementerio en varias novelas.
ResponderEliminar¡¡Cómo llegaría hasta allí el cadáver de Evita Perón con el periplo que recorrió antes!!
Un beso.
El problema, en Buenos Aires, es que todas las visitas -ésta también- son indispensables, y hay tanto que ver...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, Rosa, y que 2018 se acomode a tus deseos