LA
ARGENTINA QUE VI (6): UN CAFÉ EN LA BIELA
Me
adentro en el café La biela de La
Recoleta y al pronto casi me da un pasmo. A escasos metros de la puerta,
comparten velador dos parroquianos singulares. Visten con una elegancia
exquisita, que contrasta con el atuendo informal de los turistas que van y
vienen a su alrededor. Uno de ellos sonríe y posa las manos sobre un libro entreabierto;
su contertulio tiene el gesto grave y la mirada como vacía y reconcentrada, y
se apoya en un bastón.
Son Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges,
y qué de extraño tiene, si estoy en Buenos Aires, que los inmortalicen, cuando
por mérito propio ya son inmortales. Eso me digo, mientras, como hay una silla
libre, me siento a su lado y entablo con ambos una conversación imaginada.
Cuando aún no existían como estatuas, en
carne y hueso frecuentaban La biela.
Algo hay en este establecimiento para que de alguna manera lo hicieran suyo, y
en su búsqueda indagan ahora mis ojos. Y sí que tiene encanto.
Sobra el espacio en torno. Alberga su
amplitud numerosas mesas, sostenidas en el aire por un solo soporte central.
Son de madera, como sus sillones, de brazos curvos y respaldo aéreo. Si estuviesen todas ocupadas,
estaríamos entre cuatrocientas personas. Sin embargo, no se apretujaría esa
multitud y apenas se oiría sino un murmullo, salvo que se hable muy alto, como ahora
un grupito de alemanes, que se acomodan en nuestra vecindad y ríen y gritan como
si una gran distancia separase a los unos
de los otros.
Veo columnas que, truncadas, no aguantan
techos. Ofician como peanas de plantas, que se exhiben desde la altura. A su
encuentro viene de todas partes la luz. Entra, tamizada ya afuera por la sombra
de toldos de franjas blancas y verdes, a través de enormes ventanales,
enmarcados por cortinones; y se agranda con la proveniente de lámparas
esféricas y amarillas que, en racimos de a tres, penden de la techumbre. Entre
ellas giran, incansables, las largas aspas de los ventiladores.
Por entre el público, se deslizan discretos
y callados camareros, que toman nota o traen en bandejas lo ya encargado.
Parecen, como el propio local, formar parte de un decorado finisecular, que
chocara con quienes hubiéramos dado un salto atrás en el tiempo olvidando
cambiar de vestimenta.
Testigos mudos, y sin embargo elocuentes, de
otra época, ilustran las paredes piezas de coches antiguos. Es la impronta que
dejaron quienes, allá por los años 50, trajeron a sus conversaciones la afición
por las carreras de automóviles. Tal hubo de ser su peso, que incluso
rebautizaron el establecimiento, cuya existencia venía de atrás. Dicen que por
aquí pasó el mismísimo Fangio.
Pero ¿y Bioy Casares y Borges? Ah, sí,
detrás del mostrador que está al fondo volvemos a saber de ellos. Las
fotografías que se exponen fueron tomadas por el primero y sirvieron para un
libro que escribieron los dos...
La cantidad de sorpresas que esconde esa ciudad es algo que la convierte en una de las más atractivas del mundo. También la he oído calificar como la más bella.
ResponderEliminarDesde luego mitología literaria, debe tener mucha y el café Biela, del que había leído es uno de los lugares para no perderse.
Un beso.
Buenos Aires sorprende a cada paso, ya verás... ¡Y qué encanto trae consigo recordarlo, volver a vivirlo!
ResponderEliminarUn abrazo de los fuertes, Rosa