DE
CENIZOS Y TEATRO
Fue
una tarde de invierno de hace mucho, y, para mi pesar, el episodio duró un buen
espacio de tiempo. Iba al frente de unos cuarenta estudiantes de entre 16 y 18
años a los que sus ganas y mi empeño convertirían en actores. Estábamos en
las horas previas al estreno de “Érase una vez la televisión”, una parodia de
la programación de la pequeña pantalla que no excluía a los televidentes.
Ensayábamos y a mi alrededor todo era una algarabía de nervios, de voces que
constataban faltas y reclamaban la presencia de los ausentes, de correcciones
últimas y de risas.
De entre aquel maremágnum se vinieron hacia donde
yo estaba tres integrantes del elenco. Por atenderlos, tuve que distraer la
atención del escenario, donde parte del grupo se esforzaba en encarnar a los
personajes del capítulo mil quinientos de una telenovela muy melodramática y a
un supuesto espectador que, conmovido, se enjugaba las lágrimas con una sábana,
de copioso que era su llanto. Hube de aguzar el oído para que me llegase su
voz.
-
¿Tú crees que va a salir algo de aquí?
Entendí perfectamente que se trataba de una
interrogación retórica, de esas que no precisan de respuesta. La contestación
ya la tenían ellos. Pero yo hice como si no.
-
¡Claro! –dije con convencimiento, a
sabiendas de que contravenía su opinión.
Me miraron con una desconfianza infinita, y
esta vez abandonaron el circunloquio y se dejaron de preguntas que no
preguntaban. Sus palabras sonaron lúgubres, más que como predicción, como
sentencia inapelable.
-
Será un desastre -dictaminaron
sucintamente, reafirmándose en sus agoreros vaticinios.
Sólo les restó añadir que yo los había
conducido a la debacle que nos aguardaba. Y, ciertamente, en eso, de
producirse, no les faltaría razón. Yo había fijado la fecha de la actuación y,
además, había buscado para el estreno una localidad que no era la nuestra. Ni
familiares, ni compañeros, ni amigos iban a disculpar nuestros fallos. Aunque,
ciertamente, yo esperaba que, de haberlos, fueran eclipsados por los aciertos.
-
Quedará bien, ya veréis –les repliqué. Y
di por concluido un diálogo que sólo podía aportarme desazón.
A punto estuve, si es que no lo hice, no lo
recuerdo, de dictarles una orden de alejamiento, que les impidiera acercárseme
hasta donde pudiera oírlos. Y evité también encarar en lo posible sus rostros
enfurruñados. “Tienen miedo escénico”, pensé, quién sabe si por disculpar su
prevención o por que no minaran mi propia autoconfianza. Con todo, reconozco
que algo mal sí lo pasé. Luego, cuando dio comienzo la función, y a medida que
se desarrollaba, miré a las caras del público y los vi reír con ganas, por un
instante elucubré sobre los males que trae consigo el pesimismo. Máxime si,
además, quienes lo padecen representan, como fue el caso, espléndidamente sus
papeles.
Allí aprendí algo que posteriores
experiencias habían de corroborar. A veces, en el teatro lo más difícil no es
dirigir, aunque se ejerza de director.
El miedo escénico es inevitable. Por muy bien preparado que esté todo, siempre hay un cierto temor a que todo se venga abajo. Puede que cuanto mejor esté preparado, mayor sea el miedo porque es más lo que hay que perder.
ResponderEliminarAunque de eso sabrás tú mucho más que yo.
Un beso.
Sí, pero el problema se duplica cuando ese miedo de un actor se vuelca, por parte de éste, sobre quien dirige...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte