CLAMOREO
DE CIERVOS
Atardece
en las dehesas de Monfragüe. Hace rato que el sol de finales de septiembre ha
dejado de arrancar tonalidades rojizas a los alcornoques. Sus troncos
descorchados ya no semejan llamaradas en
medio de un campo sin lluvia. Apenas son ahora distinguibles de sus vecinas las
encinas. Muy al fondo, el llano se torna serranía. Los árboles, que se aclaraban
en la planicie para dar una oportunidad al pasto, se aprietan sin que quede
espacio para un respiro.
El paisaje, de pura quietud, parece pintado.
También yo, y no por una suerte de extraña mímesis. Condiciona mi estatismo la
atención con que miro y, sobre todo, el silencio que me impongo por que no se
me escape un ruido, y que estorbaría cualquier movimiento, por mínimo que fuera.
Se oyen voces poderosas, que vienen de todas
partes. Aquí y allá, rompen el anochecer gargantas que no temen despellejarse
en su empeño por gritar más alto. El monte entero resuena como un eco
multiplicado, un coro extraño, cuyos componentes no cantaran al unísono. Al
bramido de un astado en celo sucede otro, que lo replica.
Son sonidos guturales, oscuros, tan duros
como si salieran de los canchos de granito que sobresalen en el cordal que
dibujan las cumbres. Duran poco, pero compensa su brevedad la reiteración y el
volumen con que se emiten. Un ciervo laringítico se esfuerza por no faltar al
concierto, aun a riesgo de quedarse mudo. Y, entre la barahúnda, me sobresalta
un como ladrido de solo tono, o tosido de perro gigante, como si fuera a salirle y no le
saliera berrear.
Se dirían esos mugidos en su cadencia
lamentos, cuando son pura expresión de fuerza y dominio, como embestidas
acústicas, que midieran a distancia el poderío de la filigrana afilada de las
cuernas, sin necesidad de llegar a las manos. Está lleno el aire de desafíos.
Otorgaría quien callara. Nadie disimula, ni
saca ventaja del silencio. Ninguno de estos machos quiere pasar desapercibido y
obtener ganancia de no ser notado. Antes bien, se trata, en buena lid, de
hacerse presente y sobreponerse al adversario, de advertir de su control sobre
un harén y un territorio. Y, de paso, de regalarnos un espectáculo de los que
no se olvidan.
Maravilloso Monfragüe, donde estuve hace muchísimos años, pero la berrea la escuché en la Sierra de Cazorla, más maravillosa para mi gusto, hace tantos años o más.
ResponderEliminarMucha nostalgia, muchos recuerdos.
Un beso.
Yo estaba en un alojamiento rural, en medio de una dehesa. Cenaba y me desayunaba con ese trompeteo del bosque, y a veces entreveía fugazmente a sus hacedores. Y un amanecer descubrí a un águila imperial ibérica en su posadero. Era como si los ciervos le regalaran sus voces, mientras ella se acicalaba. ¡Monfragüe, adonde siempre vuelvo...!
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