LA
ARGENTINA QUE VI (29)
Una
línea alada cruza el mar, sin que el azul grisáceo, plúmbeo, de la superficie acierte
a reflejar las figuras en vuelo.
Navegamos el canal de Beagle, a un lado Chile, Argentina en el opuesto, sobre
aguas que son encuentro de dos océanos, pasillo acuático que conduce del
Atlántico al Pacífico, o viceversa, y que se abre camino entre montañas siempre
encanecidas por la nieve y de evocadores nombres, como Monte Olivia (arpón, en lengua indígena), o Cinco Hermanos. Tras de nosotros, va quedando Ushuaia.
Peregrinamos de un islote a otro, porque son
muchos los que emergen en medio de la inmensidad. En el de Casco, nos confundimos de aves. La primera impresión es que la
colonizan pingüinos. Lucen una pechera blanca que casa más con esos palmípedos
que con los cormoranes de nuestras costas, que se visten totalmente de negro.
Pero es que éstos que ahora vemos son imperiales.
Se diría que no cabe un ejemplar más sobre el roquedo estrecho y alargado. En
la zona más elevada, un cauquén común
mira con displicencia a la muchedumbre que se arracima bajo sus pies.
Aquí cazaban los indios yamanes, antes de que la llegada de los europeos los llevara a la
extinción. Los lobos o leones marinos ya habrán olvidado el peligro que
suponían para ellos sus incursiones y no los alarma la proximidad de nuestra
embarcación. Tan gregarios como los cormoranes
imperiales, juntan piel con piel en la isla Alicia o en las del archipiélago Los Iluminadores. La mayoría, bebés incluidos, sestea; a veces
perturban su modorra las querellas de las gaviotas. Una hembra muestra cierto
interés por la pelea entre dos de esas aves y sigue la disputa sin moverse del
sitio que ocupa. Cerca, en medio de la multitud, vocifera un macho que la dobla
en tamaño. A ojo de buen cubero, calculo que ese corpachón de apariencia
gelatinosa no debe de pesar menos de 350 kilos.
Sé que se alimentan de peces, mariscos, calamares… Qué riqueza submarina
no ha de haber en estos confines de la Tierra, para dar vida a tanto predador
como encontramos en nuestra singladura.
Los habitantes de la isla Lucas son cormoranes roqueros. Podrían presumir de las órbitas rojas de sus
ojos, que combinan muy estéticamente con la negrura del cuello. Anidan en su
cantil, más seguros que cuando los primitivos pobladores de estas costas
saqueaban su puesta o sus polluelos, descolgándose en la noche con teas desde
lo alto del paredón.
En otra isleta donde también son moradores,
creo ver un curioso individuo albino, que contrasta vivamente con la negrura de
sus vecinos. Pero se trata de un caranca.
Curiosamente, lo que me saca de dudas con respecto a su identidad es su pareja,
de color oscuro, que dibuja estrías en el vientre.
Dos horas y media después de haber zarpado,
retornamos a Ushuaia, que, vista desde el mar, se nos aparece a modo de
gigantesco anfiteatro, cuyas gradas escalan la montaña que le guarda las
espaldas.
A algún viajero hay que despertarlo al
llegar a puerto. Se ha perdido un sueño que muy probablemente no volverá a
soñar…
No os habéis privado de nada. Ni siquiera de navegar el canal de Beagle. Solo de pensarlo me muero de frío.
ResponderEliminarVas a terminar hecho todo un ornitólogo. Me encanta encontrarme con eso pájaros, alguno de los cuales conozco de cuando estudiaba, otros solo me suenan y muchos me son totalmente desconocidos. Me gusta mucho cómo los describes. No creo que nunca sospecharan llegar a ser protagonistas de descripciones tan poéticas.
Un beso.
Es fácil hacer poesía de lo que por sí es poético, Rosa.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte