LA
ARGENTINA QUE VI (30): EL PENAL DE USHUAIA
Hay
algo de inquietante en esa figura que me mira desde el interior de un calabozo.
Tal vez se deba a que acabo de conocerle la biografía, pero su expresión me
parece malévola, y me escalofría el nudo corredizo que está haciendo con un
cordel. Quizás sea como los que usaba para asesinar a niños en el Buenos Aires
de 1912, cuando todavía él mismo lo era. Petiso
(“de baja estatura”, 1.55 m en su caso) Orejudo,
le sobrenombraban a quien nació como Santos Godino. Durante su reclusión,
estranguló un gato y al hacerlo firmó la propia sentencia de muerte, pues sus compañeros
vengaron al felino y lo mataron.
Cuando convirtieron en museo del presidio uno
de los cinco pabellones de que constaba éste, perpetuaron la memoria de ese
criminal y la de otros cautivos. Igualmente esculpidos en yeso, continúan
alojados en las mazmorras que ocuparon en vida, bien visibles los pliegos de
cargos que los condujeron hasta aquí. Tales son los casos de Mateo Banks, apodado
el Místico, de quien se dio por
probado que acabó con tres hermanos suyos, una cuñada, dos sobrinas y dos
peones de haciendas familiares que quería para sí; o el de Serruchito, el descuartizador de los lagos de Palermo. No falta en
esta galería de imágenes la efigie del anarquista Simón Radowitzky, que atentó
con éxito contra el jefe de policía de la capital y que consiguió evadirse de
esta cárcel, si bien por breve tiempo.
Es como si todos ellos hubieran sido
condenados a una cadena perpetua que trascendiera a su misma existencia y
fueran expuestos por siempre al escarnio público. A la vista de la talla del
guardia que desde el piso superior todo lo controla, me pregunto si refleja los
rasgos de algún carcelero de entonces.
Pasamos rápido ante alguna celda donde se
exhiben instrumentos de castigo, como bastones o bolas
de hierro con cadenas y abrazaderas para los tobillos; y nos detenemos ante las
que muestran trabajos de los internos en los talleres de carpintería, calzado,
vestuario… Algunos objetos llaman la atención por su finura…
Todo está restaurado en este pasillo, bien
pintado y adecentado. Y aun así, pese a esa cara amable, no consigo evitar un temblor, una sensación que me angustia.
Casi he logrado olvidarlo interesándome por
maquetas y fotografías de otros museos que alberga el que fue presidio –de la
Antártida, de Tierra del Fuego, de Arte Marino…- cuando, desde el lugar donde
convergen las cinco galerías –hoy habilitado como sala de conferencias,
exposiciones o conciertos- entro en un corredor que no he explorado y me doy de
bruces con el espanto.
Este
pabellón no ha sido reconstruido, está tal cual era. Las paredes de las celdas
son de piedra sin revestir y rezuman humedad. Por todas partes afloran
desconchados y resquebrajaduras. Añádase la escasez de luz y se tendrá una
imagen aproximada –para que sea exacta, hay que experimentarla in situ- de la desolación. Los espacios
de reclusión parecen reducirse al mínimo. Y todavía falta en la pintura de este
lóbrego cuadro un frío que congela cuanto toca. Una única estufa de leña le
hacía frente inútilmente en el pasillo central.
Más que conmovido, que también, salgo de
allí horrorizado, así sea con efecto retroactivo. No sufro un cacheo como el
obligado para quienes iban a cortar madera a los bosques: si así hubiera sido,
me habrían encontrado conmiseración a manos llenas.
La verdad es que hay museos que en vez de la paz de la belleza te transmiten el horror de la crueldad humana, crueldad de todo tipo y de todo signo; crueldad del asesino y crueldad de unos métodos de castigo desproporcionados y salvajes. Y no obstante, hay que ver esos museos para no olvidar de lo que somos capaces.
ResponderEliminarUn beso.
Nunca, en ningún viaje, voy a ver ningún presidio. A éste me llevó el haber viajado en el "tren del fin del mundo", sucedáneo de aquel "tren de presos" que llevaba a los encarcelados a cortar leña en pleno invierno (y se consideraba castigo que no les dejasen ir...).
ResponderEliminarUn abrazo de los fuertes