LA
ARGENTINA QUE VI (32): EL CALAFATE, EL PUEBLO CON NOMBRE DE FLOR
Ushuaia
nos despide hoy, 5 de noviembre, con un sol radiante en un cielo sin nubes. Al
conductor que nos traslada al aeropuerto le falta poco para quejarse del calor,
si es que no lo hace. Yo, cobijado en mi anorak, sonrío. Nos vamos a El
Calafate, una localidad patagónica con nombre de flor. De la hora que dura el
trayecto, recuerdo el momento en que sobrevolamos el Estrecho de Magallanes. Se
distingue con claridad la lengua de agua que hermana el Atlántico con el
Pacífico, sus dos orillas son visibles desde tan arriba como navegamos.
Nos alberga un hotel que cabalga un
altozano. Las vistas son como para sentarse a admirar el mundo. Detrás, se
elevan las montañas que, cercanas, nos sobrepasan. Abajo de la ladera que trepa
suavemente hasta nosotros, el pueblo coloniza un llano, vecino de lo que sería
un mar, de no ser porque no estamos en la costa. Tiene el alojamiento un encanto antiguo, con
sus suelos enmoquetados, su chimenea encendida y la amplitud de pasillos y
salones. ¡Lástima que al poco amanezcamos con picaduras, que parecen provenir
de un microinsecto, parásito de la carcoma! Nuestra última noche la pasaremos
en un cuarto sin techo de madera, a petición propia.
Me asomo a la ventana de la habitación. Veo
un ave que aproxima un largo pico curvo a la hierba, una y otra vez. Como no sé
lo que es, apunto en mi cuaderno de viaje sus características. Luce en la
gargantilla un abultamiento que se mueve al compás de sus giros y desplazamientos.
La cabeza es de un ocre acanelado que se aclara en el cuello. El conjunto se
pinta de un gris que tira a plata azulada y las patas se colorean de rojo. Posteriores
indagaciones me lo bautizan. Es la bandurria
patagónica, que con tanto afán perseguí días atrás en Tierra del Fuego y no
la encontré.
Una furgoneta minibús viene y va cada hora,
para permitir a los clientes que vayamos al pueblo o volvamos de nuestras
incursiones. En la localidad nos recibe una larguísima calle, sin ni una de sus
casitas bajas que no esté dedicada al comercio de la más variada mercadería,
con solo un rasgo en común, y es que se destina a los turistas. Tienen mucho
predicamento las mermeladas y el dulce de leche. También la artesanía y los
peluches, en particular si se trata de ovejas. Precisamente, comemos en un
asador y es cordero al plato lo que
pedimos. Lo sirven guisado en un disco que fue parte de un arado. Sabe muy
rico.
Curioseamos tiendas. Me hago con un búho
menor que mi dedo meñique. Lo han tallado en madera de lenga y me sorprende su peso, tan liviano que el aire podría
llevárselo a volar consigo. Paseamos hasta un mirador que hallamos tras largo
andar. Contemplamos una gran planicie, en parte inundada, muy verde, en
contraste con la levedad azul del inmenso Lago
Argentino. Todavía más allá, se yergue la estampa ya familiar de los picos
andinos, que éstos son también sus dominios.
He buscado la bandurria patagónica que me ha parecido preciosa, pero lo que más envidia me ha dado de lo que cuentas, aparte del paisaje, claro, es ese búho minúsculo y etéreo.
ResponderEliminarSolo pensar en ese cielo azul y sin nubes, con los Andes rondando de cerca, ya me produce un frío glacial, por mucha primavera antártica que sea.
Un beso.
Pero el frío se combate con ropa. El calor, en cambio...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, Rosa