LIBRE
Y SALVAJE, de Ignacio Dean
La gran aventura de la
vuelta al mundo a pie, subtítulo de este libro, nos dice por
dónde andaremos –nunca mejor dicho- si nos adentramos en sus páginas. No menos
ilustrativa es la imagen que completa la portada. Nos mira una cabeza
masculina, circundada por una gorra con protectores laterales que se cierran en
el cuello y sólo dejan ver un rostro joven. La visera le sombrea los ojos,
que las gafas de sol, que cabalgan la
cabeza, no ocultan. Está muy bronceada esa cara. A su espalda, una señal de
tráfico representa, esquemática, la silueta de un canguro que da un brinco,
como si se dispusiera a abandonar el fondo amarillo del cuadrado que lo acoge. Debajo,
en tierra, descansa un carrito de hierro y lona azul, parecido a los de la
compra. En las proximidades, una carretera se abre camino entre un paisaje
marrón y verde. Arriba, el cielo es intensamente azul.
Ignacio Dean, protagonista de la aventura
que él mismo narra, salió de la Puerta del Sol un jueves, 13 de marzo de 2013,
y retornó a ese punto de partida un sábado, 20 de marzo de 2016. Entre ambas
fechas transcurrieron 1095 días, 31 países de 4 continentes lo vieron pasar,
más de 33.000 kilómetros le desgastaron, uno tras otro, doce pares de
zapatillas…
No
fue fácil. Al esfuerzo físico, se sumaron episodios propios de una verdadera
odisea: “…presenció un atentado terrorista en Bangladesh, estuvo frente a un
rinoceronte en las junglas de Nepal, escuchó dingos aullando alrededor de su
tienda de campaña en Australia, probó la ayahuasca en Perú, le intentaron
asaltar con machetes miembros de las maras en El Salvador, contrajo la fiebre
chikungunya en México…”*.
Al final, le esperaba Ítaca, que no era,
como para el héroe homérico, tanto un lugar físico, que también, cuanto la
propia superación personal, el saberse vencedor de un reto sin parangón. Como
él mismo dice: “Una demostración de que no hay nada imposible, de lo que somos
capaces de lograr cuando nos proponemos un objetivo y luchamos por él”.
Atrás quedaban jornadas diarias que
superaban cualquier maratón, lluvias de las que no cesan y soles que a menudo
abrasan, vientos empeñados en dificultar la marcha, y todos los relieves, así
de elevadas montañas como de llanuras sin más límite que un horizonte que nunca
se alcanza; paisajes de tierra adentro, mares que dibujan costas… el mundo en
toda su diversidad y plenitud, con su hermosura y su dureza.
De cuando en cuando, se encuentra con gentes
que le dan cuartel: lo alojan en sus casas, lo socorren con provisiones, lo
auxilian en las dificultades, incluso le sirven de guías en ciudades populosas.
Algunas de estas personas conocen de su aventura por la prensa de sus países,
otras detienen el automóvil al encontrárselo fortuitamente en la carretera, o
contactan con él on line, pues lleva
consigo un ordenador. Éste es un aspecto que parece secundario, pero que
adquiere un relieve peculiar. Como si nos indicara que por muy individual que
sea una hazaña, siempre hay que considerar el contexto humano que la
posibilita, la solidaridad que suscita.
Aunque lo que de verdad me asombra es la
capacidad que muestra Ignacio Dean para superar la soledad. El itinerario fue
infinito y cambiante, casi siempre sin nadie al lado. A veces, hablaba y su voz
fue su única compañía, o cantaba, como un ave más. Pero sobre todo pensaba. Qué
de cosas no se le pasarían por la cabeza: el sentido de su gesta, que también
quería ser un llamamiento a la conservación del planeta, verificar el estado de
sus ecosistemas, ver la belleza del mundo; la fuerza de voluntad que había de
derrochar, los riesgos a que se enfrentaría, el recuerdo de los suyos y la
nostalgia subsiguiente. Y cuestiones prácticas (el avituallamiento, en qué
apartado paraje plantaría la tienda).
Merece la pena leerlo...
*Cita textual de la
contraportada del libro, publicado por Zenith, sello editorial de Editorial
Planeta.