domingo, 27 de noviembre de 2016

POR EE UU (23): TRES MIRADAS MÁS A SAN FRANCISCO Y UNA HAMBURGUESA DE AÑADIDURA

Una. Contemplo por última vez el Golden Gate, que, como un trazo dibujado en el aire, salva limpiamente la bahía. Desde lejos, semeja una pasarela que, de puro esbelta, no necesitara de sujeción, pese a sus casi tres kilómetros de largura. Las dos torres que la sustentan, ahuecadas como escaleras de pared, salen del agua y a menudo se las traga la niebla antes de que alcancen el cielo. El cableado se curva graciosamente y la distancia lo vuelve de hilo fino, que la proximidad desmiente. Me encandila su color de nube teñida por la luz de un improbable ocaso de sol.
   Sesenta y siete metros debajo, está el mar. Más de millar y medio de suicidas lo supieron antes de ahora.
Dos. No abandonaremos San Francisco sin acercarnos al número 261 de la Columbus Avenue. En ese edificio esquinado en chaflán, de ladrillo cara vista, asienta sus reales la librería City Lights, un icono del progresismo de las letras a nivel internacional. Tiene un aire familiar y cercano, con estancias cuyas dimensiones parecen multiplicarse en pasillos interiores, hechos de estanterías y de libros. Vamos de uno a otro de esos espacios, salvando desniveles y estrecheces, oliendo a papel. La literatura no está sólo en los anaqueles, también se respira en el entorno.
   Salimos con un ejemplar titulado “A short history of San Francisco”, de Tom Cole.
Tres. A un costado del parque Álamo, dando cara a Steiner Street, acapara nuestra mirada la hilera de Damas Pintadas. Son una buena representación de las muchas casas de estilo victoriano que hay en la ciudad. Con más de un siglo a sus espaldas, no han perdido encanto. Maquillan sus fachadas en tonos pastel, acordes con sus estampas delicadas. Componen una armonía de escalinatas y dinteles curvos, de galerías que no escatiman en cristal y terracitas desde donde ver pasar la vida en días de sol, de molduras como cenefas finas. Un tejado a dos aguas acoge en el triángulo que dibuja su frontal una ventana, como en la ilustración de una casita de cuento.
   Me gustaría saber pintar, para hacer mía esa imagen.
La hamburguesa la comimos, cómo no, cerca del muelle. In and out era el nombre del local. Nos lo habían recomendado porque sus dueños contratan a estudiantes universitarios y les pagan bien, y porque la carne era de confianza. Estaba a tope de familias y de jóvenes, de nativos y gente foránea. Primero esperabas a que te preparasen la bandeja con lo que pedías y te hacías con la bebida en un expositor, luego aguardabas a que una mesa quedara libre. Y ya sólo restaba disfrutar.
   Creo que volveremos a San Francisco algún día.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

“POR EE UU (22): LA VISIBILIDAD DE LA MISERIA”

Desde detrás de una cristalera, miro a la calle, en San Francisco. Veo una boca de metro y cerca un cubo de la basura. Sobre la tapa, hay una lata de un refresco, que alguien no se ha molestado en meter dentro. Un indigente se aproxima. Debe de ser el mismo que ayer extendía una mano pedigüeña a los transeúntes. Se recostaba en el murete que delimitaba la entrada al suburbano, al lado de un cartel que nadie se paraba a leer. Decía: “Si no me dais nada, dejadme al menos una sonrisa”.
   El mendigo coge el recipiente y por un momento pienso que va a poner remedio a la falta de civismo de quien lo dejó allí. Sin embargo, lo que hace es agitarlo en el aire, tal vez para comprobar que no está vacío del todo. No percibo el ruido del líquido al chocar contra el metal, pero cuando se lleva a la boca el envase y sorbe con avidez es como si lo hubiera oído.
   A continuación abre el contenedor y hurga dentro un instante. Al pronto, extrae un vaso de plástico, que ha debido caer de pie, sin derramar el resto de café que aún contiene. Quien se deshizo de él no lo apuró hasta la última gota, porque si así fuera no se lo estaría bebiendo ahora el vagabundo.
   Pasa, entre los viandantes, un hombre que fuma. O mejor sería decir que ha fumado, porque entre sus dedos sólo humea la mínima expresión de una colilla. Mira en torno, como buscando un cenicero dónde depositar ese desecho, y se lo da al mendigo. Éste lo sujeta entre pulgar y el índice y se lo lleva a los labios. Lo apurra, en dos o tres caladas imposibles. A efectos de esas aspiraciones, brilla, intermitente, reavivado como un tizón encendido, el extremo que queda del cigarrillo.
   Un ejército de seres desvalidos puebla las calles de San Francisco –y de otras ciudades de los Estados Unidos-, las habita. Algunos han perdido la razón. Caminas por la acera y de repente te sobresalta un discurso hecho de gritos enfebrecidos que seguramente no van dirigidos a ti, ni acaso a nadie. En cualquier esquina, peroran sin ton ni son mentes dislocadas, como si, inopinadamente, sin saber por qué, les hubiera saltado un resorte que las impulsara a vociferar.
   La mayoría, ni siquiera tiende la mano en solicitud de unas monedas. Tal vez porque, si tal hicieran, se arriesgarían a perder la exigua ayuda que, en forma de bonos que intercambiar por comida, reciben de la administración pública. Me pongo en su lugar y me entra frío.  

miércoles, 16 de noviembre de 2016

POR EE UU (21): EL MUELLE 36

Casi siempre, nuestras andanzas por San Francisco concluían en el mar, que no era, como lo fue para Jorge Manrique, el morir. Antes bien, a su vera se desparramaba la vida. Aunque sólo fuera por el placer de ver a tantísima gente yendo o viniendo,  andando muelles, ya merecería la pena bajar al paseo marítimo. Pero estaba también lo que a todos llevaba a estas orillas.
   El agua, fría y azul, nos separa de la isla que alberga Alcatraz: apenas un promontorio rocoso, coronado por un edificio blanquecino y gélido, que me produce repelús. Antaño, apartó a los presos del mundo. Las corrientes, la hipotermia, los tiburones y, obviamente, los guardas que custodiaban el penal se constituían en elementos disuasorios frente a cualquier afán de evasión. Hablo en pasado: lo que fue cárcel es hoy museo, y en lugar de presidiarios son turistas quienes lo visitan, en viaje que es, para ellos, de ida y vuelta. A la sensación opresiva que vivió el cautivo, la sustituye el morbo de multitudes curiosas. Las vemos embarcar, con las cámaras en bandolera, dispuestas a inmortalizar el momento, y nos dedicamos, en cambio, a disfrutar de sabores portuarios.
   Quien desee comprar algo, aquí puede; y el que sienta hambre –y no esté sin dólares-, prontamente la saciará. En un puesto callejero, nos hacemos con un perrito caliente que parecía elaborado por un chef. Tanto, que no echamos de menos la comida que ofrecían  cantidad de restaurantes y cafeterías, pese a aspirar sus efluvios. Sí nos metimos en un local con pinta de gran taberna a bebernos una caña y a comprobar cómo se las gastan los estadounidenses con el alcohol y los menores. Siguiendo un ritual inevitable, a nuestra hija le preguntaron en la entrada si ya había cumplido los 21 años y la miraron con un sí es no es de sorpresa cuando, por enésima vez durante nuestra estancia en Estados Unidos, respondió que ya los había dejado atrás hacía algún tiempo. Por lo demás, la cerveza no desmereció en nada del tentempié  que habíamos degustado fuera. Y las paredes nos regalaron cuadros, pinturas y vídeos de estrellas del rock.
   Ciertos tramos del muelle ofrecen el aliciente de un pasillo aéreo y de madera, que transcurre en paralelo al de tierra y que nos acerca a tiendas y bares que abren sus puertas en un piso superior. Desde esa altura la vista se dilata y la perspectiva se vuelve profunda y lejana. Abarca miles de personas relajadas, decenas –acaso centenares- de locales variopintos, rótulos invitadores, cartelería que se multiplica tentando al viandante, y hasta un museo de la ciencia interactivo. Todo en la compañía continua del mar.
   Caminando muro adelante, sin obedecer a otra demanda que el mero placer de hacerlo, damos en un punto donde se congrega un gentío que algo observa. El olor es fuerte, como a pescado, y sin embargo a nadie espanta. La atención se concentra en la superficie acuática. Flotan unas grandes planchas, como enormes palés, y a su abrigo se solazan muchos leones marinos. Se hacen carantoñas, hay uno que otro enfrentamiento que se queda en amago, y de cuando en cuando alguno se sumerge o nada y retoza, en soledad o emparejado.

   Según nos vamos yendo, me pregunto cómo nos verán ellos a nosotros, un grupo no menos numeroso que el suyo, que se renueva cada poco y se lía y los llama focas. 

viernes, 11 de noviembre de 2016

POR EE UU (20): DE SAN FRANCISCO, LA MULTICULTURALIDAD

La catedral quisiera ser Notre Dame y la cúpula del ayuntamiento  alcanzar en altura a la de Los Inválidos de París. Por grandonismo que no quede. Casi enternece tanta presunción con ribetes de ingenuidad. Sin embargo, mi San Francisco preferido se encamina por otros derroteros.
   Traspasamos un arco que sobrevuela una calle y estamos en China. Los  comercios y restaurantes, las gentes que entran o salen o pasean, las palabras que pillamos al vuelo o las grafías que las escriben en anuncios y letreros que proliferan por doquier, nos trasladan a Oriente  como por arte de magia. Asombramos la mirada cuando se tropieza con los productos de tiendas de alimentación, hierbas, raíces, frutos que tienen para nosotros el exotismo de lo desconocido. Las pupilas no saben dónde fijarse, van de un edificio a otro y cada fachada despierta una exclamación admirada.
   A esta visión atónita se contraponen historias dramáticas, que hablan de un pasado de discriminación y aislamiento, cuando sus habitantes precisaban incluso de un permiso especial para salir del gueto.
   Un paso más de bajada hacia el Pacífico nos lleva a Italia. Huele a pizza y las cartas de los restaurantes ofertan espagueti; cambia la morfología de las casas, sólo con cruzar una avenida hemos dejado atrás Asia, con sus múltiples tonos,  sus balconadas, sus curvaturas, y nos adentramos en un espacio distinto, de corte más clásico.
    Con tan sólo un paseo, aprendemos que San Francisco es un universo en pequeño, una oda a nuestro ser multicultural, donde la diversidad que nos define como humanos toma asiento. En la falda de otra colina, por ejemplo, los vecinos parecen empeñados en recurrir al color para adorno de calles y plazas, bajando el arco iris del cielo a la tierra. Proliferan banderas con esa gama cromática, y sólo es que pasamos por el barrio gay. Contiguo, o muy próximo, otro distrito acoge a la comunidad hippy.
   Esto es el mundo…

domingo, 6 de noviembre de 2016

POR EE UU (19): SAN FRANCISCO, POR ENCIMA

La estructura metálica del puente surca el aire y atraviesa de orilla a orilla un ancho estrecho de mar. Parece un arco iris plano y extraño, de un solo tinte, rojizo, como hecho de ladrillo. Pero es el Golden Gate, que, aun sin ser de oro, hace honor a su nombre.
 Estamos en San Francisco. Aunque nos hayamos entretenido durante el viaje hasta la costa Oeste de Estados Unidos y hayamos cedido a la tentación de curiosear en los recodos del camino, hemos llegado al fin de la ruta que nos habíamos trazado, y no sólo porque aquí se termina nuestra andadura; también porque se constituyó desde un principio en objetivo principal. ¡Tanto nos habían contado y tan bueno…!
   Nace casi siempre la mañana en esta ciudad como entrevista a través de un visillo fino que difuminase sus formas y apagase el contraste de sus colores. Y atardece del mismo modo. Pero hay un interregno en que ese cendal se descorre. De mediodía a cuando el ocaso está próximo, el sol doblega a la niebla y consigue que desaparezca. Es tan consustancial aquí este fenómeno meteorológico como las colinas y las cuestas que encorvan las espaldas de quienes se atreven a subir –escalar, sería mejor decir, tanto se empinan- de la zona marítima al centro, y ponen a prueba la resistencia de las piernas y el ritmo de la respiración.
   Parecen diseñadas tales pendientes para propiciar el uso de los tranvías, que constituyen otra de las señas de identidad franciscana. Como apenas disponen de espacio para dar la vuelta cuando retornan al pie de un collado, es una plataforma sobre la que se asientan la que, rotando, hace el giro por ellos. Tomarlos es toda una –aunque muy cara- experiencia. Con su traqueteo catarroso, parecen ir a quedarse detenidos en los raíles a cada poco, según el Pacífico va viéndose cada vez más abajo. O, todavía peor, arrepentidos del esfuerzo que les supone la ascensión, podrían sopesar la posibilidad de no batallar más con la ley de la gravedad y dejarse caer en loca carrera por un abismo de fondo azul.

   Aunque lo único cierto es que llegan siempre arriba...