POR
EE UU (21): EL MUELLE 36
Casi
siempre, nuestras andanzas por San Francisco concluían en el mar, que no era,
como lo fue para Jorge Manrique, el morir. Antes bien, a su vera se
desparramaba la vida. Aunque sólo fuera por el placer de ver a tantísima gente
yendo o viniendo, andando muelles, ya
merecería la pena bajar al paseo marítimo. Pero estaba también lo que a todos
llevaba a estas orillas.
El agua, fría y azul, nos separa de la isla
que alberga Alcatraz: apenas un promontorio rocoso, coronado por un edificio blanquecino y gélido, que me produce repelús. Antaño, apartó a los presos del mundo.
Las corrientes, la hipotermia, los tiburones y, obviamente, los guardas que
custodiaban el penal se constituían en elementos disuasorios frente a cualquier
afán de evasión. Hablo en pasado: lo que fue cárcel es hoy museo, y en lugar de
presidiarios son turistas quienes lo visitan, en viaje que es, para ellos, de
ida y vuelta. A la sensación opresiva que vivió el cautivo, la sustituye el
morbo de multitudes curiosas. Las vemos embarcar, con las cámaras en bandolera,
dispuestas a inmortalizar el momento, y nos dedicamos, en cambio, a disfrutar
de sabores portuarios.
Quien desee comprar algo, aquí puede; y el
que sienta hambre –y no esté sin dólares-, prontamente la saciará. En un puesto
callejero, nos hacemos con un perrito caliente que parecía elaborado por un
chef. Tanto, que no echamos de menos la comida que ofrecían cantidad de restaurantes y cafeterías, pese a
aspirar sus efluvios. Sí nos metimos en un local con pinta de gran taberna a
bebernos una caña y a comprobar cómo se las gastan los estadounidenses con el
alcohol y los menores. Siguiendo un ritual inevitable, a nuestra hija le
preguntaron en la entrada si ya había cumplido los 21 años y la miraron con un
sí es no es de sorpresa cuando, por enésima vez durante nuestra estancia en
Estados Unidos, respondió que ya los había dejado atrás hacía algún tiempo. Por
lo demás, la cerveza no desmereció en nada del tentempié que habíamos degustado fuera. Y las paredes
nos regalaron cuadros, pinturas y vídeos de estrellas del rock.
Ciertos tramos del muelle ofrecen el aliciente
de un pasillo aéreo y de madera, que transcurre en paralelo al de tierra y que
nos acerca a tiendas y bares que abren sus puertas en un piso superior. Desde
esa altura la vista se dilata y la perspectiva se vuelve profunda y lejana. Abarca
miles de personas relajadas, decenas –acaso centenares- de locales variopintos,
rótulos invitadores, cartelería que se multiplica tentando al viandante, y
hasta un museo de la ciencia interactivo. Todo en la compañía continua del mar.
Caminando muro adelante, sin obedecer a otra
demanda que el mero placer de hacerlo, damos en un punto donde se congrega un
gentío que algo observa. El olor es fuerte, como a pescado, y sin embargo a
nadie espanta. La atención se concentra en la superficie acuática. Flotan unas
grandes planchas, como enormes palés, y a su abrigo se solazan muchos leones
marinos. Se hacen carantoñas, hay uno que otro enfrentamiento que se queda en
amago, y de cuando en cuando alguno se sumerge o nada y retoza, en soledad o
emparejado.
Según nos vamos yendo, me pregunto cómo nos
verán ellos a nosotros, un grupo no menos numeroso que el suyo, que se renueva
cada poco y se lía y los llama focas.
Lo recuerdo muy turístico y lleno de gente, pero agradablemente americano. Mirando desde su extrema hacia la isla de Alcatraz, recordé "El prisionero de Alcatraz" aquella sensacional película de John Frankenheimer en la que un personaje interpretado por Burt Lancaster se dedica a la cría de canarios, distrayendo así su cautiverio. Todo en Estados Unidos, me acaba llevando a una película o a un libro.
ResponderEliminarUn beso.
Qué inmensidad de muelle y de gente... Como dices, Rosa, agradablemente americano. Me recuerdo diluido en la masa, relajado, caminando despacio y sin apremio alguno, dejándome sorprender por cada cosa que veía, aspirando olores... Me encantaba...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte