UN
DESPERTAR AJENO
Te has despertado con la sensación de que
algo incomoda tu sueño. No es el frío, aunque hace un poco de frío. Tu mano se
dirige, torpe e insegura, a la pared, para ahogar la luz que los párpados, aún
cerrados, no han llegado a cercenar. Avanza por rugosas cercanías, lenta,
sinuosa, con galbana. Palpa, se acerca, vacila. Ya está o ya debería estar,
pero no se produce el esperado contacto con el interruptor, ni el chasquido
seco y momentáneo que siempre lo continúa.
Hay un instante de perplejidad, porque el
terreno batido se te revela desconocido y como desconchado, y el interruptor no
está donde debería, en su habitual ubicación, allí donde el dedo, todavía
extendido, se extraña, ligeramente a la derecha de la cama, casi a la misma
altura.
Otro intento. Con todos los dedos
desplegados, la palma, pegada a la vertical del muro, hasta donde más puede
alcanzar el brazo, explora. Encuentra grietas, diminutas elevaciones oblicuas,
un leve sabor a humedad, restos de cal añeja quizás, y el interruptor, que sigue
sin aparecer.
Lentamente, retiras la mano de la pared. La
imaginas dejando sobre un blanco supuestamente impoluto estrías alargadas, como
las huellas de un gato que se agarrara a una esperanza fugitiva bajo sus patas.
Tratas de no olvidar qué habrás hecho del
interruptor, cuándo lo cambiaste de sitio, si estará en otro lugar y por qué,
si te resultaba tan asequible.
Entreabres los ojos, los restriegas
metacarpianamente, desvelas la película de niebla en que navegan. Casi has
empezado a esbozar una sonrisa de respuesta a la que desde el encanto de una
reproducción mural y parisina dirige cotidianamente a tu despertar la Gioconda,
pero el emplazamiento del cuadro está vacío, o, mejor, ahora reparas en que no
es ése el lugar del cuadro, quiero decir que estás mirando a otra pared, o sea,
que la pared que habitualmente encuentras al dirigir la vista frente a ti,
desde la cama, echado como estás, con la cabeza algo elevada por la almohada,
tampoco es la que tienes delante: es azul claro la tuya, la de siempre, y ésta
de un blanco sucio, y hay un contrafuerte con sus aristas ennegrecidas en vez
de la ventana, que no está. Apenas te paras a constatarlo, porque, como en un
torrente inacabable, sucede a un descubrimiento otro, convertido cada instante
en nueva ausencia.
Tú mismo transmites ese mensaje de
carencias, aunque, atento a lo exterior, hayas desatendido hasta ahora las
señales que el cuerpo te envía. Sientes agarrotadas las articulaciones, una
ósea rigidez, la carne como magullada, los músculos tensos. Es un
entumecimiento que te recorre entero, y sin embargo lo localizas
preferentemente en el costado derecho, a lo largo de todo él, pero concentrado
sobre todo en la cadera, o al llegar al brazo, inevitables puntos de encuentro
con el lecho. Esas molestias son signos: te remiten a la superficie que te
acoge, con su resistencia a ceder ante tu peso, a dibujar en su seno el
recoveco muelle y hospitalario donde se hunda tu contorno y descansen tus
fatigas.
Llegas a la convicción de que debajo de ti
ha huido la cama de todas las noches. Ocupa su sitio la evidencia de un plano
liso y duro, que no es cemento; es más suave, menos frío, pero igualmente
impenetrable, quizás madera.
Recién lo has entrevisto y ya sientes la
cabeza hundida en el atadillo de ropa, más bien magro, cuyo olor te devuelve tu
propio olor; porque, en efecto, reconoces en la almohada, por fuerza
improvisada, esos pantalones, los tuyos, que no están doblados cuidadosamente,
con el respeto a que obligan sus pliegues, sino enroscados sobre sí mismos,
formando una especie de bola achatada por el peso de tu cabeza, que así evita
el duro contacto con la tabla, o lo atenúa al menos.
La manta te pone en guardia con un hedor que
no es tuyo ni de ayer. Su presencia resulta palpable, casi masticable, de puro
agrio. Eso es al principio, pues pronto el tacto revela al olfato en su labor
indagatoria, y te sorprendes frotando un picor –rascando, que es un movimiento
de arriba abajo y viceversa de las uñas sobre la rodilla desnuda-, y el picor proviene
del roce con una aspereza no suavizada por la intermediación de una sábana
tibia y blanca, y esa aspereza la trae una rugosidad, la de un paño
paradójicamente endeble, que no acierta a abrigarte de tu frío y contribuye,
sin duda, a despertarte.
Giras la vista en derredor para continuar
apercibiéndote de que tu inventario de lo cotidiano únicamente puede hacerse
con evocaciones, y van apareciendo otros detalles, igualmente inexistentes: el
poema de Neruda enmarcado sobre la mesilla de noche que compraste en el
rastrillo, y la propia mesilla de noche que compraste en el rastrillo, y la
planta de hojas granate en el envés que se estiran verticales hacia el cielo al
atardecer, y los libros, y la caja de puros rebosante de tus fetiches.
Nada está donde debería estar, incluso tú,
que comprendes al fin.
Desde arriba, semioculta tras una rejilla,
una bombilla contempla indiferente tu estupor y tiñe de amarillo fiebre tu
presente.
NOTA: Escribí este texto hace algo más de 30 años. Inicia un relato más amplio, que nunca terminé. Lo reproduzco porque, sin embargo, creo que tiene entidad en sí mismo, como narración con final abierto. Por cierto, ¿dónde pensáis que despierta el personaje? Estaré ausente hasta principios de agosto, así que disponéis de tiempo para pensarlo, si os apetece.
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