MAMÁ
ÁFRICA (6): PURA ESTÉTICA
Son
poco más de las seis de la mañana y ya vamos camino de una reserva no muy
alejada de Elephant Sands. El
amanecer se empeña en convertir el paisaje africano en una postal. Los perfiles
inmóviles de las acacias se dibujan a contraluz sobre un fondo en carne viva. El sol,
todavía bajo, inicia su escalada celeste y de cuando en cuando despunta por
encima de los matorrales, entre las copas esparcidas de los árboles, como un globo
de fuego extrañamente frío. Desde su posadero en una rama, un águila parda y
grande encara el oriente y nos ve pasar con displicencia. También en la
proximidad del asfalto, se aquieta un elefante sin compañía, que nos presta
mucha menos atención que nosotros a él.
Enseguida dejamos la carretera y la
sensación de frialdad se atempera. No es sólo que vaya calentándose el día, que
aún es muy temprano. Sucede que el jeep aminora mucho la velocidad al circular
por pistas arenosas y el aire bate con menos fuerza contra nosotros. A cambio,
hemos de pagar el peaje que suponen los baches. Pero el panorama que se va
desplegando ante los ojos todo lo compensa.
Por más que ya los hayamos visto antes,
continúan sorprendiéndonos el impala, el búfalo, el facócero, el cudú. Con sus
apariciones fugaces, pero reiteradas, se hacen un hueco en nuestra memoria de
los prodigios, que no cesa, además, de ampliarse según avanzamos. Cada nuevo
descubrimiento empequeñece más el mundo que habitualmente nos acoge, es como
una cura de humildad.
Pájaros recién espabilados nos admiran, más
que por la armonía de sus cantos, por la intensidad de sus colores o la
extravagancia de sus formas. Las viudas, de desmesurada cola, dejan tras de sí
el enigma de su nombre. Las carracas de pecho lila cuando vuelan parecen trozos
desgajados de un cielo profundamente azul. Y el alcaudón, una herida sangrante
en el aire.
Abandonamos momentáneamente la ornitología,
pero no el placer estético. Solo un instante dura otro avistamiento, el que
tarda en ocultarse un animal pequeño, aparecido
en la vecindad de unos arbustos. Se trata de un antílope enano, esquivo y
precavido, que no fía su seguridad a la manada, pues, si se tiene la suerte de
encontrarlo, siempre estará solo o en pareja. Es como un juguete, una talla a
escala reducida de un impala, que no llega al medio metro de alzada.
Todavía está presente en nuestra
conversación cuando el conductor detiene el jeep y orienta nuestra mirada al
suelo. En la arena se dibujan huellas de león y son frescas, y se pone en
marcha en su seguimiento. Aunque pronto se pierden fuera del camino, ya no
olvidaré esa presencia. En adelante, cuando paremos a hacer alguna observación,
no sumaré mi atención a donde se dirija la de los demás sin echar una ojeada
previa al lado que quede a nuestras desguarnecidas espaldas.
Antes de volver a desayunar a nuestro
alojamiento, veremos cómo refulge el sol en algunas osamentas desperdigadas en
la sabana...