MAMÁ
ÁFRICA (4): UN LATROCINIO EN EL CHOBE
Visitamos
el Parque Nacional del Chobe, que es el río que lo bautiza. Circulamos a bordo
de dos jeeps por intrincadas veredas de arena, entre una sabana profusamente arbolada.
Solo echaremos pie a tierra una vez en la mañana, allá donde surgen un par de
retretes, que resultan tan extraños en estos parajes como si fueran ovnis. Yo
me dedico a observar cómo, en las inmediaciones, pelean dos machos de impala,
que entrecruzan sus cuernas al lado de algunos facóceros, que ni los miran.
Doblan los jabalíes las rodillas delanteras, por acercar la jeta al suelo y así
inclinados hozan a su placer. Es entonces cuando sufrimos un robo.
Alguien alerta de que huye el ladrón que,
aunque corre, es como si volara, de la prisa que se da. Su aparente torpeza de
movimientos se troca en una agilidad no por desmañada menos eficaz cuando se
encarama a un árbol, en un gesto que la sorpresa que nos inmoviliza vuelve
excesivo. Es un babuino quien ha castigado nuestro descuido, trepando con
desparpajo al vehículo que habíamos dejado sin guarda, haciéndose con un
plátano. Otros congéneres suyos no disimulan su interés por emular su hazaña.
Parece claro que no sólo hemos de cuidarnos
de los leones que hay en estas soledades. Se estaban comiendo un elefante
cuando los entrevimos a una hora en que todavía el sol daba más luz que calor.
Aparecían y desaparecían en torno a la mole caída, lejanos y fantasmales; eran
apenas un trazo de color castaño sobre el fondo oscuro de la presa. Pensé que,
aun cuando no nos topásemos con otros y la distancia me los difuminase, siempre
podría decirme a mí mismo que había vivido un encuentro con ellos en estado
salvaje. Y me apresuré a anotarlos en mi cuaderno de los hallazgos. En sus
páginas los aguardaban bandos de gallinas de Guinea numerosos; manadas de
búfalos que se ponían en guardia a nuestro paso, enfrentándonos sus testuces
obstinadas y cuernos poderosos; jirafas que se pasean en soledad o escasamente
acompañadas, como si la elegancia casase mal con el gregarismo; cálaos que se
echan a volar exhibiendo un robusto pico curvo, que, falto de correspondencia
con una figura por lo demás grácil, semeja ser yerro de la naturaleza; tímidos
cudus, robustos antílopes rayados de blanco en el lomo y los costados y con una
chepa pequeña en el espaldar...
El bolígrafo no da para apuntar tantos
descubrimientos. Alcanzamos la orilla del río Chobe y busco aves en sus riberas
y las encuentro, garzas reales y otras blancas, estáticas, encarando el agua
como si fuese un espejo en que ocupar las horas contemplándose, cual Narcisos
enamorados de sí mismos, aunque si yo fuera pez me andaría con cuidado. Al
sobrevolar la corriente, que fluye despaciosa, unas protuberancias, con forma
de pequeñas orejas, reclaman toda nuestra atención. Emergen como puntas de
iceberg, y revelan a los hipopótamos que hay debajo. Uno se encabalga
brevemente en el agua y, aun estando lejano, nos deja sin palabras...
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