MORALINA
DE OTROS TIEMPOS
Llegó
muy sulfurado el inspector de Educación una mañana de un curso académico ya
lejano. El instituto estaba en Asturias y era femenino. Ya no vivía el general
Franco, pero no hacía mucho que había muerto, todavía perduraba la separación
por sexos en los centros escolares, qué tristura de vida.
Yo era por entonces un joven profesor. Es
probable que el personaje del que hablo hubiera hecho acto de presencia para
ejercer su control sobre nuestro departamento, el de lengua y literatura. No
obstante, la causa del acaloramiento que le enrojecía la cara y elevaba su voz
nada tenía que ver con nuestra labor en las aulas.
Le oí decir, según entraba, que había que
quemar un banco, o que cómo no lo habíamos hecho ya, o algo así. Tardé poco en
comprender que no se refería al Popular, o al Bilbao o al Santander, ni a la
Caja de Ahorros donde el ministerio ingresaba mes a mes nuestros parcos emolumentos.
Es lo que tienen las palabras polisémicas, que pueden dar lugar a equívocos
cuanto menos curiosos.
El inspector en cuestión utilizaba ese
término en la acepción referida a asiento con cabida para varias personas.
Había varios en el patio, y no era raro que durante los recreos los
frecuentaran alumnas, que se establecían allí con sus dimes y diretes, y sus fabulaciones
y sus risas. Tenían la particularidad de ser de madera, lo que los volvía aptos
como combustible.
Os preguntaréis qué mal le habían hecho al
buen señor para que nos imprecara por no haber procedido a su incineración. Descartado
que pretendiera utilizarlos para calefacción, ¿consideraba que las chicas allí
sentadas urdían malas acciones? ¿o charlaban de cosas inconvenientes? ¿quizás
pensaba, al privarlas de asiento, que las obligaría a fortalecer sus músculos
permaneciendo de pie?
Su
inquina sólo iba dirigida a un banco, y no a uno cualquiera. Uno en cuyo
respaldo había leído una inscripción. Por cierto, nunca entendí que, yendo al
paso, hubiera dado con ella. Una de dos: o poseía una extraordinaria capacidad
visual o bien extremaba su celo pesquisidor llevándolo a terrenos
insospechados. ¿Os lo imagináis, escrutando cada rincón en procura de alguna
leyenda perniciosa, según iba de camino?
Su dedicación a la caza y captura le había
dado aquel día una frase como botín. No estaba escrita, como subrayaba casi a
gritos, sino grabada con navaja, lo cual la hacía imborrable, ligaba su destino
al del asiento que la soportaba. Decía: “La virginidad produce cáncer: vacúnate”.
Debió
de juzgar esa exhortación como una permanente incitación a la lujuria. A saber qué
imágenes se sucedieron en su enfebrecida cabeza y si no dejarían cortas a las
de las bíblicas ciudades de Sodoma y Gomorra. ¡El acabose, y nosotros,
docentes, sin enterarnos o, peor aún, conocedores del hecho y sin mover un dedo
por eliminarlo!
Recuerdo que aproveché un instante en que
hizo un alto en sus imprecaciones para coger aire, y le inquirí por su opinión
sobre La Celestina. Precisamente, la explicábamos aquella misma semana. ¡Estaba
plagada de prostitutas, de momentos lascivos, de palabras soeces…! ¿No debería
arder en la misma pira que el banco?
¿Qué me contestaría? Por más que intento
acordarme, no lo consigo.
Probablemente, te miraría perplejo y no contestaría nada pues no se habría leído la novela. Tales comportamientos y actitudes, muy propios de aquel tiempo iban acompañados y provocados por una tremenda ignorancia.
ResponderEliminarUn beso.
Lo que me intriga, amiga Rosa, es qué pasó con el banco... No recuerdo ninguna hoguera en el patio...
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