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EE UU (24): EL BOSQUE MUIR
Cercano
a San Francisco, está el bosque Muir.
¿Se habrán encontrado con el cielo?, piensas
ante árboles de alzada inverosímil y rectitud sin concesiones. Y no hallas
respuesta, porque no vislumbras el final de a donde llegan estas secuoyas que
miras. Ampara la incógnita la niebla que
vela sus copas. Condensada en las acículas, allá arriba, se vuelve agua y cae
como si lloviera a cámara muy lenta. Cientos de metros más abajo, las esperan
raíces sedientas, que trazan un entramado venoso, no siempre soterrado. La
bruma, omnipresente, como una nube sobrevenida, riega la tierra en despacioso
goteo. No hay estación seca que anule ese prodigio. Puede que el río que
atraviesa el bosque se vea reducido temporalmente a arroyo, pues precisa de
fuentes de mayor caudal que lo hagan, pero el suelo siempre estará húmedo. Sin
duda a ello se debe que lo tapice un manto verde de plantas menores, ortigas y
helechos, musgos y acederillas. Hasta laureles o arces crecen en la buena
vecindad de los gigantes que, casi desprovistos de espesura que estorbe su
vertical huida de la superficie, no impiden a la luz descender a sus pies.
A veces, me gusta susurrar palabras a los
árboles, aunque no esté mal de la cabeza. O sentir su lisura al tocarlos con
las yemas de los dedos. Aunque quizás no sea buena idea con las secuoyas. Me
parecieron poco amigas de caricias. Me disuadía esa corteza, que se engrosa y
se rompe longitudinalmente en infinidad de canales diminutos, una rugosidad que
lastimaría al tacto si buscase el halago. Es rojiza de color, como alimentada
de un fuego que fuera ya tan sólo rescoldo.
Reclama cada tronco su espacio. Separados
los unos de los otros, marcan distancias y ofrecen toda una lección de perspectiva,
que llama a mirar lejos. La mayoría se espigan como adolescentes desgalichados,
que necesitaran poner toda su energía en ganar
altura y descuidaran el aumento en corpulencia. Pero de cuando en cuando
hemos de dilatar la pupila para abarcar perímetros que escapan a cualquier
abrazo, aun siendo tres quienes nos enlacemos para darlo. Atesoran siglos estos
monumentos de la naturaleza, que nos recuerdan nuestra propia finitud. Quizás
si nos internásemos en alguna de las enormes oquedades que los horadan podríamos ir al
encuentro del pasado y se nos revelase su secreto de lo vivido. En cualquier
caso, el término de nuestro paseo no deja de ser el retorno de un viaje en el
tiempo…
Las secuoyas son mágicas. Tan antiguas, tan altas, tan longevas. Me imagino que conoces el bosque que hay cerca de Cabezón de la Sal. No es lo mismo porque los árboles son más jóvenes y pequeños, pero en el corazón del bosquecillo, se siente uno en otra época. Yo también vi uno en Estados Unidos, pero creo que no fue ese que dices, aunque con mi memoria y despiste...
ResponderEliminarUn beso.
Sí que conozco el bosque de secuoyas próximo a Cabezón de la Sal. Y también me impresiona, pese a su juventud y a ser mucho menos extenso que el Muir. Cualquier árbol me admira, sobre todo si sobrevive a las asechanzas humanas y nada nos debe...
ResponderEliminarUn abrazo de los fuertes