LA
ARGENTINA QUE VI (9): CAFÉ TORTONI
Pasa
la gente por la avenida de Mayo, en el centro de Buenos Aires. En las inmediaciones
de su número 825, los viandantes sortean a un grupo que forma cola. Pregunto a
los últimos y cuando me confirman que esperan turno para entrar en el café Tortoni,
engrosamos la fila.
Quienes
nos preceden son una pareja entrada en años. Por su acento, nótaseyos muncho que son asturianos.
Hablan entre sí del robo que sufrieron ayer. La mujer advirtió cómo un desconocido le ponía la mano sobre el
hombro a su marido y pensó, por cómo tiraba de él, que se trataba de un policía
que inexplicablemente quería llevárselo detenido. Sólo cuando vio a su cónyuge
caer al suelo, y que el ratero escapaba con su bolso de mano, se dio cuenta de
su error. El damnificado se queja de que aún se encuentra dolorido. Sin
embargo, no hay enfado en sus voces. Incluso se toman con humor la confusión de
la señora.
Una bandada de bachilleres en ciernes irrumpe
en la escena y se aposenta ante el Tortoni. Su monitor dialoga con quienes
custodian el acceso y las puertas se les abren. Desde la acera, la realidad se
vuelve virtual en las cámaras de sus móviles. Hecha la foto, se van entre risas
y parloteos adolescentes. No será hasta que lleguen a sus casas cuando, en
diferido, admirarán el interior del café.
Nos toca, al fin, dejar la calle, y nada
más traspasar el umbral es como si diésemos un salto atrás en el tiempo. Todo
parece impregnado de una pátina decimonónica. Si algo desentona aquí, somos
nosotros. Dominado por un repentino arrebato, esteticista y romántico, pienso
que tendrían que exigirnos, para penetrar en este arcano universo, que nos transformásemos.
Deberíamos lucir vestuario de época y hacer gala de unos modales igualmente
exquisitos, y así tal vez no chocaríamos con el entorno, ni con quienes en el
pasado formaron parte de él.
Veo a una turista repantigarse en un asiento
que ha tomado por asalto, los pies desmañadamente apoyados en la silla que
tiene enfrente, y me dan ganas de decirle que un respeto, por favor. Que Rubinstein
tocó aquí el piano, y que Einstein también estuvo, y Federico García Lorca, que
no podía saber que no vería el estreno de La casa de Bernarda Alba porque los
franquistas lo matarían; y Pirandello y sus personajes en busca de autor, y
Carlos Gardel que en este mismo lugar cantó para él; y Alfonsina Storni, antes
de internarse a nado en el río de La Plata para poner fin a sus días. Y el
inevitable Borges, y un inesperado Ortega y Gasset, y, y, y.
Pero no digo nada, seducido por lo que
parece la catedral de todos los cafés posibles, o su Versalles. Los ojos no dan abasto para abarcar tanta
magnificencia. Me fije en donde me fije, me puede el asombro. Las sillas se
tallaron en roble y las mesas son de la misma madera oscura, y las remata un
mármol veteado en verde. Se disponen en dos hileras y debemos mirar profundo y entre columnas corintias para vislumbrar hasta dónde llegan, que la perspectiva
se vuelve lejana. Y todavía, como si no bastara, multiplican el espacio espejos y un arco, muy al
fondo, abre paso a un nuevo salón.
La vista se recrea en las vidrieras del
techo, ilustradas de filigranas áureas. Las paredes se convierten en paneles de
una galería de arte infinita, tan cuajadas de cuadros que admirar sus dibujos o
sus pinturas, de personajes o de paisajes, desbordaría cualquier disponibilidad
horaria. Hay bustos en repisas, y un mostrador señorial, y hasta, en un recodo,
un escenario. Todo lo baña una luz tenue y amarillenta, que viene de lámparas o
apliques.
Cuando salgo del local, no puedo creer que
no me lo haya inventado. Sólo la cola que aguarda fuera me convence de que es
real lo que dejo atrás.
De este café no tenía ni idea, pero me he informado y ahora sé que va a cumplir 160 años, que es tan maravillosos como lo describes y que en él estuvieron, en efecto, personajes de la literatura y todas las artes de lo más célebre. Otro apunte para mi futuro viaje.
ResponderEliminarUn beso y feliz año.
No te lo pierdas, cuando vayas a Buenos Aires. De verdad que merece la pena.
EliminarUn abrazo de los fuertes, Rosa