LA
ARGENTINA QUE VI (10): UNA CATEDRAL DISPAREJA
De
pronto, dejé de encarar la Casa Rosada, sede del Gobierno argentino, que sí
estaba pintada con ese color, que la leyenda hace venir de la mezcla de cal y sangre bovina, los colores de dos
partidos enfrentados y finalmente reconciliados.
Había oído pasos acompasados detrás de mí y
me giré por ver quiénes se desplazaban con tanta sincronía. Todo el mundo
miraba a donde yo lo hice.
Eran cinco granaderos y por un momento pensé
que habían salido de alguna exposición de soldaditos de plomo. Marchaban marcialmente,
aunque se les hiciera difícil. No debe ser tarea fácil mantener el tipo entre
tantos como huroneábamos por la bonaerense plaza de Mayo sin orden ni
concierto, la mayoría con el solo propósito de fotografiarlo todo. Pero ellos
no descomponían la figura y hasta cuando se toparon con un semáforo en rojo
sostuvieron la formación.
Iban uniformados en azul marino, con
sombrero de visera ribeteado en amarillo, del que pendían unas borlas tan rojas
como los entorchados en los hombros o la línea del pantalón. Una franja les
atravesaba, oblicua, el pecho, y era blanca, igual que los guantes. Remataba la
composición un sable que adosaban a un costado.
Daban ganas de despejarles el camino, de
advertir a la gente de su presencia, para que les cediera paso. Pero,
aunque lo intentara, no podría, pues ignoraba adónde se dirigían. Así que opté
por sumarme a quienes los seguían, que no eran pocos. Y de esa manera acabé
ante la fachada de lo que semejaba ser un monumento griego con doce columnas,
número que, según supe después, no por casualidad coincidía con el de los
apóstoles. Ilustraba el tímpano un bajorrelieve bíblico, y la llama de una
lámpara votiva ardía en un lugar del muro.
En pos del pequeño destacamento militar,
entré en el edificio. Aquélla iba a ser la mañana de las grandes sorpresas.
Porque en el escaso tiempo que me llevó traspasar la puerta fue como si
hubieran transcurrido siglos. De lo que por fuera parecía un Partenón pasé al
interior de una catedral católica a la que no le faltaba de nada. Vivamente
impresionado por lo que tenía ante mí, perdí de vista a mis improvisados guías.
Los ojos se me fueron hacia la bóveda de
cañón corrido, y aún ascendió la mirada hasta donde una cúpula ahondaba la
altura. Arcos gigantescos abrían paso desde la nave principal a las laterales El
sol se adentraba en el templo y teñía de amarillo las zonas de arriba, o quizás
sólo reforzaba el que era ya su color.
Entorné la cara por descansar el cuello y me
encuentro con que el suelo que piso está recubierto de un mosaico veneciano.
Infinidad de trozos diminutos se ensamblan para recrear la vista con motivos
florales. Muy al fondo, un altar dorado y curvilíneo lo preside todo, y sufre
la crucifixión un Cristo policromado, de madera de algarrobo.
Me embarga una gozosa sensación de limpieza
espacial. La considerable altura y la amplitud, la luz y el vacío hacen que me
sienta un espíritu libre.
Mis soldaditos de plomo me aguardan, sin
mover una ceja, ante un mausoleo. Montan guardia junto a un sarcófago oscuro,
que descansa sobre mármol rojo. Talladas en blanco, lo rodean figuras
femeninas, que son Argentina, Chile y Perú: aquí se honra al General San
Martín, libertador de las Américas. Fin del misterio.
Esas sorpresas que se lleva uno cuando viaja y descubre cosas y sitios inesperados son de lo más gratificante. Y si encima lo descubres persiguiendo a un grupo de soldaditos de plomo, mucha más emocionante.
ResponderEliminarHe buscado fotos en Google y recuerda, salvando las lógicas distancias. La Madeleine, en París.
Un beso.
Cuando viajo, todo me sorprende. Creo que es la disposición con que miro lo que me lleva a ese resultado, que es, por otra parte, muy gratificante...
EliminarUn abrazo fuerte, Rosa