MAMÁ
ÁFRICA (12): POR ENCIMA DEL OKAVANGO
Surcamos
el aire, sobrevolando el delta del Okavango. Las alas que nos faltan nos las
presta una avioneta de apariencia frágil. Todo un espectáculo se despliega 500
metros debajo de nosotros. A vista de pájaro, sólo existe una inmensa llanura
cuyos límites no abarca la mirada. Pero el protagonista, nada más despegar de la
localidad de Maun, es un río que finaliza su andadura sin desembocar en ningún
mar. Se acaba, sumergido entre la arena omnipresente del Kalahari. Algún
movimiento de placas tectónicas debió de cerrarle el paso al Océano Índico,
adonde, desde su nacimiento en la lejana Angola, se dirigiría.
En un principio nada queda, que veamos, del
curso fluvial, la noción misma de cauce se pierde. Únicamente hay ciénagas, lagunas
en las que se dibujan isletas, pozas dispersas en la planicie, canales de muy
escaso caudal que a veces sirven de enlace entre una charca y otra, y un
entorno verde de plantas acuáticas, con el despuntar de algún árbol aislado.
La fauna se empequeñece desde arriba, nada
importa lo grande que sea. Chapotean los elefantes en el limo, un hipopótamo
emerge chorreando de su buceo, las jirafas caminan muy erguidas. Todos semejan
poco más que las figuras en barro de un belén. Los impalas suman sus seres
menudos al integrarse en la manada, y resultan, así, visibles. Las garzas en
vuelo remedan nieve cayendo de un cielo muy azul.
Cuanto más remontamos el delta, más se
alargan y más anchas se vuelven las láminas de agua de ahí abajo. En un punto,
se despliegan, al fin, lo que parecen varios brazos de río. Es muy hermosa la
imagen que componen. Para abrirse camino por entre el suelo arenoso y de
hierbas altas, empalman una curva en otra, en una ondulación sinuosa, que llega,
en ocasiones, a esbozar el trazado de una circunferencia que no acierta a
cerrarse. Fluyen despaciosamente, sin apremio, se diría que con escasa prisa
por alcanzar su término.
Se
acaba nuestro vuelo. Durante cuarenta y cinco minutos, hemos asistido a la huella
que deja el Okavango al entregarse al desierto. Hemos sido privilegiados
testigos de cómo se va difuminando, expandiéndose en un espacio que necesita
ser sin medida para acogerlo en su seno. Ahora, llegados al punto donde todavía
es identificable como río, lo navegaremos. Pero esa es ya otra historia. Antes
habrá que aterrizar sobre una pista de tierra, que no de asfalto, abierta en un
claro. Nos posaremos con la misma suavidad con que lo haría una libélula sobre
la hoja flotante de un nenúfar...