MAMÁ
ÁFRICA (8): DE LA SAL A LAS ESTRELLAS
Unos
avestruces nos escapan, corriendo a toda prisa. Acabamos de alcanzar el salar
de Makgadikgadi cuando decae el día, y acampamos en sus bordes. Es un desierto
sin dunas, y ni siquiera arena, donde no enraíza vegetación alguna. A un
espacio poblado de árboles, ha sucedido una tierra que, más que estéril, parece
hostil a la vida. En este territorio raso, los ojos se pierden en la búsqueda
de referencias y sólo encuentran una horizontalidad desnuda. Nunca he visto
materializarse con mayor plasticidad el concepto de infinito. Mires para donde
mires, únicamente vislumbras lejanías carentes de límites. Tras ellas, se
adivina que no existe nada distinto a lo que son capaces de abarcar tus pupilas.
El último sol de la tarde arranca al suelo
reflejos de plata, como si esa luz que ya agoniza reflectase en un agua que,
paradójicamente, no hay. Del lago inmenso que aquí hubo, sólo ha quedado una
pátina de sal, que vuelve blanca la
llanura interminable y crepita bajo los pies, si andamos.
Ejerce una extraña fascinación, una
atracción tan fatal como la de las sirenas, que atraían a los navegantes con su
canto para devorarlos luego. La sed y la locura del extravío podrían aguardar a
quien se aventurase en tan inhóspitos dominios. Ningún camino, ni siquiera
formado por rodadas de vehículos, orientaría los pasos de quien osase adentrarse
en el espacio vacío que se abre ante nuestros ojos, hecho solo de horizontes.
Sobrecoge la soledad, se oye el silencio.
Heraldos de la noche, unos cuervos traen en
la negrura de sus alas el anuncio del ocaso. En el oeste de sabanas, de donde
nosotros y ellos llegamos, y a donde de inmediato retornan, el sol hace sangrar
al cielo. Pronto desharán la oscuridad más próxima las llamas de una hoguera.
En derredor, sentados en un círculo de sillas, cenamos y hablamos, confianzudos,
olvidados de que, más allá del alcance de la luz, por todas partes se extiende
la nada.
Nos acostamos al aire libre, con todo el
firmamento para nosotros como único techo. Cierro la cremallera de la lona que
envuelve mi lecho y quedo a modo de crisálida, con tan sólo la cabeza al
descubierto. Me cuesta dormir, y no por el frío o porque no tenga sueño. Es que,
ahí arriba, han empezado a reclamar mi atención las estrellas, que nunca
brillaron tanto.
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