YA EN
SANTO ESTEVO
En
realidad, no debería extrañarnos hallar un parador nacional en sitio tan remoto.
No, si consideramos que fue antes monasterio de frailes benedictinos, y en
tiempo aún anterior, sin la apariencia que hoy tiene, refugio de eremitas, que
buscaban soledad y apartamiento. Asombra, sin embargo, su monumentalidad,
precisamente por tan fuera de todo como está, señoreando montes desde la cima
de una montaña lejana.
Las mitras de nueve obispos nos hablan,
desde el escudo que las aloja en la fachada barroca, de que es éste un buen
lugar para quien guste de un retiro no exento de comodidades. Intramuros
encontraron, sin duda, cuanto un príncipe de la Iglesia pudo apetecer en el
final de sus años, como un anticipo del paraíso al que aspirarían. Una leyenda
verbaliza esa historia, que sitúa a caballo de los siglos X y XI.
Nada más traspasar la portalada, en un acto
instintivo, sujeto la maleta en el aire, aunque me pese. El ruido de sus
ruedecillas sobre enlosados y tarimas se me ha antojado una profanación. A
nuestro paso, la piedra se comba en arcadas y dibuja columnatas y capiteles o se
adintela, y siempre nos traslada al medievo, si no es por el mobiliario, de una
modernidad que sorprende.
Caminamos corredores a menudo porticados,
subimos hermosas escalinatas, nos perdemos en la amplitud de estancias que son comunitarias, ya se trate de
salones donde conversar, ya de salas de exposición. Por tres veces, el espacio
se abre y la techumbre desecha la teja y es puro cielo: son otros tantos
claustros monacales. Al atravesarlos, vamos del románico al gótico, y de éste
al Renacimiento, sin otra transición que la que nos lleva a detenernos,
embobados en esta lección de historia del arte que se materializa ante nuestros ojos.
En este contexto, dan ganas de llamar
refectorio al comedor, que despliega una inverosímil largura bajo una bóveda
inacabable y tiene paredes de ladrillo rojo. Suena una música suave, remedo de
otras épocas. Y el pulpo viene a nuestra mesa, preparado a la gallega manera, y
no lo desmerece el bacalao, que, se acompaña de cebolla caramelizada y se
deshace en lonchas y sabe a gloria. Bocatti
di cardenale! No puedo por menos que imaginar a los nueve prelados
disfrutando de estas o similares exquisiteces, cuando entramos en la primitiva
cocina conventual, ya en desuso y vacía, apenas un hogar cobijado por cuatro
columnas…
Abro la ventana de la habitación a la mañana.
Veo un cementerio diminuto, una pequeña explanada que se eleva, tan cubierta de
flores que semeja un jardín, como un adorno que se empeñase en poner una nota
de color a la iglesia románica que levanta a su lado muros, ábsides y torres de
campanas. A la vista de ese camposanto, pienso en cualquier cosa que no sea la
muerte.
Lo visité en octubre. No paraba de llover y los castaños de alrededor estaban llenos de erizos que caían soltando sus brillantes frutos. Yo solo desayuné (las comidas y cenas las hacíamos en los alrededores a donde nos llevaban las excursiones), pero recuerdo que nunca he visto un desayuno igual en ningún hotel de los que he estado.
ResponderEliminarY los claustros, pasillos, y demás, totalmente grandioso. Tengo ganas de volver.
Un beso.
Cuando estás dentro del parador, olvidas su apartamiento, tales son sus comodidades, el trato del personal, la monumentalidad, propia del casco antiguo de una ciudad. Y nada más salir, te satisface el entorno de lejanía y soledad. ¡Como para no desear volver, Rosa, si todo lo tiene!
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