EN
TORNO A SANTO ESTEVO
Es
una templada mañana de otoño. El cielo está sin nubes, pleno de azul y de luz.
El día se libera de grises y la transparencia se adueña del aire. En tierra, el
relieve se torna voluptuoso, las montañas olvidan agudezas y redondean sus
cimas. Las laderas van, con suave laxitud, a encontrarse, y se enlazan unas en
otras. Un verde hecho de bosques se hace
con el espacio y coloniza los cuatro puntos cardinales. Ocasionalmente, sin
embargo, surge una llamarada entre la arboleda infinita. Tal vez sólo sea un
álamo, que se ha adelantado a tintar sus hojas de amarillo.
Manso, casi perezoso, pronto a ocultarse
tras el recodo que siempre acaban por trazar sus aguas, un Sil aún no entregado
al Miño que lo llevará al Cantábrico se encañona a nuestros pies, desde
cualquiera de los muchos miradores que lo avistan. En la otra ribera, la
pronunciada pendiente atempera su caída. Un trabajo de siglos la ha modelado en
gradas, para acoger vides que ahora muestran el color del otoño, en una gama
que va del rojo al ocre. Mis prismáticos indagan, curiosos, entre los bancales:
a veces, la vertiente que rompen es tan vertiginosa que, para subir la uva
cosechada a la carretera, los vendimiadores la van depositando dentro de una
vagoneta que se desliza sobre raíles.
Paseamos entre castaños que, de contarlos,
serían cientos de miles, millones acaso. De cuando en cuando, prorrumpimos en una exclamación asombrada. Es
un reconocimiento al porte y a la edad de algunos ejemplares. Produce un
escalofrío pensar que estaban aquí plantados cuando Os irmandiños se levantaron
en revuelta. Quizá a más de uno llegaron los ecos de una cantiga de amigo, o un
eremita medieval oró bajo su copa.
Las
castañas son, en estos parajes, pequeñas, pero su número, y dicen que su sabor,
compensan ese tamaño escaso. Ni los afanes de los lugareños por recolectarlas,
ni los de la fauna salvaje en la rebusca, impiden que apenas se vea el suelo
y que resulte casi imposible andar sin pisarlas. Erizos abiertos nos las muestran,
a menudo, como hornacinas naturalmente hermosas.
A
mediodía, una señorina entrada en años se apoya en la verja que cierra una
huerta y desde allí nos observa. Es tal la fijeza de sus ojos que por un momento
pienso en su cordura. Nos hemos parado a consultar un mapa de carreteras, porque
dudamos de adónde estamos yendo. Ella no nos habla nada, hasta que le
preguntamos. A sus palabras deberemos localizar el mirador que llaman Madrid y, más tarde, dar satisfacción al
estómago en O curtiñeiro, un restaurante
de Parada de Sil que, a 12 euros per cápita, nos trae a la mesa una comida de
la tierra que colma nuestras expectativas.
Qué bien hemos hecho en venir.
Recuerdo las castañas, pero nada de transparencias y cielos azules; lluvia, nubes y grisura fue lo que nos acompañó en nuestra estancia, aunque eso también le dio un encanto especial.
ResponderEliminarUn beso.
Lo has visto más en su salsa... y seguro que el verde era aún más verde...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte