EL
UROGALLO QUE NO CANTÓ PARA MÍ
La
única ocasión en que oí cantar a un urogallo yo desconocía que estaba oyendo
cantar a un urogallo.
Sólo supe quién había sido aquel músico
anónimo muchos años después, cuando, a la vista de un documental sobre naturaleza,
su canto salió, nítido, simultáneamente de la pantalla y del baúl de mis
recuerdos.
Me había sucedido en el bosque asturiano de
Muniellos. Mediaba una mañana que debía de ser de primavera y llevaba varias
horas subiendo montes, cuando percibí aquel sonido. Era un tic ap reiterado y tan poco melódico que me hizo dudar de si procedería
de la garganta de un ave o si se trataría de percusión, como golpeteo extraño. Deseché pronto la idea de
que fuese un pájaro carpintero que picase algún tronco en busca de
insectos, pues ese ruido sí me resultaba familiar y éste que ahora me llegaba
no se le parecía.
Tiempo atrás, unos amigos me habían ofrecido
la oportunidad de acercarme a un cantadero, ubicado en un claro, en medio de
espesuras remotas. Me atraía la experiencia de caminar durante la noche
por senderos ignotos para sorprender al ave entonando su romanza de amor al
amanecer, pero finalmente la expedición no se llevó a cabo y hube de quedarme con
las ganas y sin saber cómo cantaba el urogallo.
Eso sí, me habían contado que cuando lo
hacía suspendía sus sentidos hasta tal punto que su propio canto lo dejaba
inerme ante cualquier predador, pues, embebido como se hallaba, no notaba su
presencia. Ello era aprovechado por los cazadores de antaño, que se le acercaban
mientras emitía su trova y se inmovilizaban en sus silencios, para evitar que,
al recobrar la percepción perdida, pudiera localizarlos.
Yo creía que una melodía que obnubilaba hasta
ese punto a su intérprete y lo volvía absolutamente ajeno al entorno por fuerza
había de ser muy bella. Nada que ver con la sosería del monótono soniquete que
en aquellos instantes me llegaba. No caí en la cuenta de que lo que embelesaba
a la gallina del urogallo, que, seducida, cedía a menudo a su cortejo, ni me
estaba destinado, ni, por tanto, tenía por qué resultarme grato.
Y aquel ser tan hermoso continuó siendo un
misterio de los bosques para mí, que tanto hubiera dado por verlo o, al menos,
por oírlo con consciencia de que lo hacía.
Yo sí pateé una madrugada los montes de León a la busca del canto del urogallo. Queríamos aprovechar su pérdida total de la consciencia para cazarlo. Para cazarlo con los objetivos de nuestras cámaras. Es la única forma, parece ser, de acercarse y fotografiarlo. Recuerdo que, una vez lo suficientemente cerca como para oírlo, caminábamos aprovechando su canto, y nos quedábamos inmóviles mientras él callaba. Así nos fuimos acercando hasta que se le pudo fotografiar.
ResponderEliminarMe has traído un bello recuerdo con tu entrada.
Un beso.
Tú me has traído un motivo de envidia (sana). Has vivido una experiencia que quisiera para mí. Ya me gustaría que escribieras cómo fue el camino entre montes con luz incierta, el acercamiento al cantadero, lo que viste... ¿Te animas?
ResponderEliminarUn abrazo fuerte