UN ENCUENTRO EXTRAÑO
Me
topé con él a media tarde de ayer, que fue viernes. Era un desconocido
más en la calle. Venía sin compañía, pero hablaba. También hacía gestos, intuí que
mecánicamente, como complemento espontáneo a sus palabras. Pensé que si
continuaba avanzando hacia mí y yo no alteraba el sentido de mi marcha o la
velocidad con que me desplazaba, muy pocos minutos tardaríamos en estar a la
par.
No era
la primera vez que presenciaba cómo alguien discurseaba al vacío, sin más orejas
que lo oyeran que las de viandantes ocasionales y sin que se detuviera siquiera
para esperar que escucharan lo que les decía. En el pasado, se había tratado de
individuos con un tipo peculiar de perturbación, que les impelía a imprecar a
sus conciudadanos, ya fuera con admoniciones o con pretendidas enseñanzas, o
con confesiones que no se sabía por qué habían de hacerse públicas. Recuerdo
que, cuando niño, imaginaba que se dirigían a una persona invisible que
caminaba a su lado y hasta es posible que llegara yo a envidiar esa capacidad para
ver a quien los demás ignorábamos.
¿Sería éste uno de aquellos sujetos dementes
de los que procurábamos mantenernos a una prudente distancia? No percibí en su
expresión ni en sus ademanes signo alguno de amenaza que pudiera intimidarme,
de modo que no alteré mi ánimo. Monologaba él con tal ensimismamiento que
habría jurado que ni siquiera se apercibió de mi cercana existencia.
A lo mejor es un opositor tan obsesionado
por ganar la plaza a la que aspira que, olvidado del mundanal ruido de su
alrededor, va cantando los temas de la programación, sacando insospechado
partido a sus desplazamientos, supuse, aunque confieso que con un
convencimiento escaso.
Como no conocía al sujeto, no estaba en
condiciones de descartar del todo que fuese un actor que, apremiado por el
tiempo, estuviera memorizando su papel. Eso también podía ser, si se hallaba en
sus cabales. Sobre todo, porque su perorar no era un continuum sin
interrupciones, como si sus
intermitentes silencios subrayasen las réplicas de un antagonista en el
escenario.
Noté, entonces, y cuando ya casi estábamos a
la misma altura, una vibración en el bolsillo donde guardaba habitualmente el teléfono móvil. No
tuve que sacarlo, porque llevaba activado el manos libres. Enseguida me puse a
hablar como al vacío. Fue una sensación extraña, la de cruzarme con otra
persona, sin que nos dirigiésemos la palabra, aunque ambos, que íbamos solos,
estuviésemos dialogando.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarRecuerdo mis primeros encuentros con gente que iba hablando sola, pero con total coherencia en sus palabras, tono y gestos. Me llevé varias sorpresas hasta descubrir que había unos teléfonos con los que la gente podía hablar por la calle.
ResponderEliminarSiempre he dicho que si alguien, hace treinta años, me hubiera dicho que haríamos fotos con un teléfono, hubiera llamado a los loqueros... Mundo.
Un beso.
A mí todavía hoy me sigue sorprendiendo...
EliminarUn abrazo fuerte, Rosa
!Cómo me has hecho recordar la primera vez que vi una situación de estas! Fue en Florencia, hace muchos años, cuando por aquí casi ni se veían los móviles; señores con sus maletines, bien trajeados y hablando solos por la calle. Cuando vi al primero, pensé que estaba pirado, pero luego aparecieron más. No puede haber tanto loco en Italia!! pensé. Y lo que nos quede por ver!!!
ResponderEliminarUn beso
¡Y lo que nos queda por ver, Irene!
EliminarUn abrazo de los fuertes