LA
ARGENTINA QUE VI (12): ANÉCDOTA EN LA CALLE CORRIENTES
No
pensaba irme de Buenos Aires sin verla. Había oído hablar tanto de esa avenida
que su andadura sería para mí como pasear por un sitio ya conocido. Pero quería
verificar que la idea que me había hecho de ella se correspondía con la
realidad. Olvidaba, sin embargo, que la liebre salta donde menos se la espera.
Y así sucedió, que la calle Corrientes me deparó una sorpresa no incluida en
mis expectativas.
No fue que, según avanzaba, dejara atrás un
teatro tras otro, y que su número sobrepasase todo cálculo. Tampoco me asombró
la inimaginable cantidad de librerías que abrían sus puertas a lectores
potenciales, ni que fueran en buena parte de viejo, y tan amplias que no
bastaría una vida para ojear (menos aún, para hojear) sus existencias. Ni me
causó pasmo mirar al suelo y encontrarme un paseo de la fama con sus estrellas,
cual si caminase por Los Ángeles. Entraba dentro de lo previsible todo ello,
por ya sabido, como también que cada poco me toparía con una pizzería o un
café, y la diversidad de estilos de los edificios, y el tráfago de autos en la
calzada y el bullicio de los peatones, que éramos incontables.
Había visto, de pasada, plantificado en la
acera, un sillón de barbero de los de antes. Parecía una invitación muda a
viandantes sin afeitar o con excesiva cabellera para que lo ocupasen, en
disposición de aguardar a que el orondo peluquero que está al lado los adecentase.
Luego de dedicarle una mirada fugaz, pasé ante otra escultura sin detenerme,
pero unos metros después me paré. Mi subconsciente acababa de advertirme que,
en primera instancia, algo, con suficiente entidad como para llamar mi
atención, me había pasado desapercibido. En su busca, desanduve el camino
andado.
Enseguida llegué ante una mesa, no pequeña,
tras la que se sentaba un individuo con gafas, que fumaba un puro. Reparé en su
cara redondeada y su flequillo, que le cubría parte de la frente. Vestía un
traje sin mácula, que brillaba, y lucía pajarita. Acercaba a boca y oreja uno de los cuatro teléfonos de
escritorio que tenía ante sí, porque algo decía o escuchaba, ajeno al tráfico
que a sus espaldas era intenso o a la muchedumbre que transitaba ante él.
Por aquellos días principiaba noviembre de
2017, y Puigdemont, el que había sido presidente de la Generalitat, había puesto
pies en polvorosa y había ido a dar a Bélgica. Por un momento quise pensar que
me había equivocado de país, y hasta de continente, y que estaba en Bruselas, y
no en Buenos Aires, y me admiró la habilidad del exmandatario catalán, que
había conseguido que los nacionalistas flamencos le erigiesen una estatua. Era
un sueño más de la razón, ya lo sé, que a veces produce monstruos. Pero el
parecido me resultaba verdaderamente asombroso...
Mi gran ilusión, cuando llegue a Buenos Aires, es ir a visitar en primer lugar Corrientes 348 y subir al segundo piso en ascensor. Aunque no sé si habrá una vivienda o un banco o un descampado... han pasado tantos años. ¿Lo averiguaste?
ResponderEliminarUn beso.
Pues no fui... pero sí que oí un tango que hablaba de un espacio "a media luz"...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, Rosa.