LA
ARGENTINA QUE VI (13): DEAMBULANDO SAN TELMO
Alguien
entona un tango a voz en grito detrás de nosotros, y no se está quieto a un
lado de la acera, que lo habríamos visto al sobrepasarlo. Nos sigue, aun cuando
no lo haga a posta, coincidimos en la dirección. Giro la cabeza y con todo el disimulo
de que soy capaz, busco al personaje. Encuentro a un señor entrado en años y
tocado con sombrero. No pide nada, aunque confieso que un instante antes supuse
que se ganaría la vida con su arte. Estará contento, o tal vez espante con el
canto sus males, pienso. En todo caso, pone música a un barrio que, como el de
San Telmo, ya la tiene de por sí, por inaudible que sea.
Casitas coloniales dibujan calles angostas y
empedradas, y un sabor antiguo y popular se adueña del ambiente. Mis ojos todo
lo fotografían. Edificios restaurados coexisten con otros que viven su
decadencia con señorial resignación. Miro el artesonado de los balcones,
rectilíneos y también curvos, con forja de hierro o tallados en piedra. A
veces, los ventanales son de cuerpo entero, se abren de suelo a techo, con dos
puertas. En los bajos se multiplican los enrejados, que prestan protección
cuando no embellecen. Ocasionalmente, el blanco que predomina en las fachadas
cede espacio a colores pálidos.
Emparedada entre dos mansiones blasonadas,
una vivienda minúscula de ladrillo cara vista, con un balcón que, sin ser
grande, abarca su frente por entero, imposible de puro estrecha, se nos queda
en la memoria. Fue la donación que entregaron a sus esclavos, cuando por ley
los liberaron, esclavistas de antaño.
Nos llaman a hacer un alto continuo negocios
variopintos y chiquitos de apariencia, aunque si nos acercamos a sus
cristaleras vemos que su interior se agranda. Me entretengo en leer algunos
rótulos, que vuelven a poner en alerta a mis oídos. Aunque los establecimientos
estén cerrados, de sus nombres - La
comparsita, Taconeando...- parece
que emanasen los compases de la danza argentina por antonomasia.
En la plaza Dorrego, entramos en un café del
mismo nombre y, aposentados al lado de un ventanal, observamos el exterior. Hoy
no hay mercadillo de antigüedades, que no es domingo, y ocupan el lugar de los
puestos terracitas, sombreadas por árboles frondosos, a la vista de
construcciones dispares, aunque todas acaso con más de un siglo a sus espaldas.
Pero el encanto de fuera está también
dentro. No sé por qué este establecimiento me recuerda a un ultramarinos.
Mostrador y mesas de madera aparecen literalmente recubiertos de grabados, a
modo de diminutas pintadas. Sobre el enlosado del suelo, podríamos jugar a las
damas o al ajedrez. Una máquina
registradora, otra, muy vieja, de café y tarros de cristal contribuyen a tintar
el local de añejo. Altísima, se diría que una botillería tiene como única
función el adorno, y plantea el enigma de cómo ha ido a parar tan fuera de
alcance.
Compiten
en las paredes espejos y fotografías de famosos, con un inevitable Borges
reencontrándose con Ernesto Sábato tras un tiempo de enfado. Pero también hay
cantantes. Los observo. Tal vez alguno esté interpretando el tango que llega a
nuestros oídos. Por falta de magia, desde luego, no sería.
El barrio de San Telmo lo conozco, como no, de la literatura y, desde luego, parece ser de lo más pintoresco de la ciudad con sus milongas y sus tiendecitas y mercados.
ResponderEliminarUn beso.
Después de andarlo varias veces, sólo puedo decir que caminaría de nuevo sus calles si volviese a Buenos Aires...
EliminarUn abrazo de los fuertes, Rosa