EL DESAHUCIO QUE NO FUE
No soy yo nada de banderas, ni de
exaltación de la patria chica siquiera. Y no obstante, habiendo nacido en A
Coruña, tengo un motivo especial para sentirme bien últimamente. Lo digo porque
he leído que parte de mis paisanos decidieron que una mujer de 86 años no se
iba a ir obligatoriamente de la casa donde había vivido cuatro décadas porque
la desahuciaran.
Abandonaron esas personas sus trabajos, los que los tenían, o la
práctica de sus aficiones, o aunque solo fuera el dolce far niente, y se
plantaron, con la terquedad y decisión que produce saberse defensor de una causa
justa, en el portal y aledaños de la vivienda de la señora octogenaria. Y por
tres veces impidieron a la comitiva judicial desalojar a la anciana, que quiere
vivir el tiempo que le quede en su barrio.
Cuentan los papeles que ella se emocionó aún más cuando supo que los
bomberos se negaron a obedecer la orden de cortar las cadenas colocadas por los
vecinos para dificultar su expulsión. Tampoco me extraña. A mí también me
conmueve ese gesto de solidaridad. Todavía existe la luz, parecen decirnos esas
actitudes, como señales que iluminan la oscuridad que nos rodea. ¿Son pocas?
Una chispa, no lo olvidemos, puede incendiar una pradera.
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